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Diez novelas que serían canceladas si el colectivo 'woke' las leyera (y no, no está el coñazo de 'Lolita')
Es curioso que quienes debieran defender a nuestros mayores mitos humanistas los echen hoy día por tierra por no quererlos contextualizar
Es curioso que quienes debieran defender a nuestros mayores mitos humanistas los echen hoy día por tierra por no quererlos contextualizar: así, Cervantes sería según el baremo actual un redomado machista (por escribir en El Quijote aquello de "lo que levantó tu hermosura han derribado tus obras, por ella entendí que eras ángel y por ellas conozco que eres mujer") y un facha de cuidado (por supeditar las Letras a las Armas en el famoso discurso que incluye su magnum opus); García Lorca, poco menos que un animal por encomiar la fiesta taurina; y Antonio Machado un pederasta por beber los vientos como un idiota por una adolescente de catorce años (un poco idiota sí que era, por eso y por creer que el pueblo español es mucho mejor que sus gobernantes). Lo que no entiende el grueso de esos detractores es que dentro de un siglo todo adulto de nuestros días sería quemado en la hoguera sin excepción, en nombre de alguna moral intachable cuyas directrices todavía se nos escapan. Ojo: ¡defiendo el derecho a que un autor caiga mal! Yo no soporto a Neruda, desde mucho antes de conocerse su rosario de canalladas. Pero eso no justifica ninguna cruzada en contra de su poesía, por más que yo la deteste y crea que hiede a impostura. Todos somos arbitrarios en nuestros (dis)gustos: por eso no los debemos extrapolar. De todos modos, sospecho que los agentes woke solamente habitan la prensa y el sector "cultural". Y que la gente sigue viendo, leyendo, escuchando y celebrando lo que le rota.
El mundo de la cultura es tan ombliguista y pazguato que a mí me quiso prohibir hace veinte años mi libro de cuentos
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Tras este baño forzoso de humildad, pero fascinado por las variables que hoy se aplican a la hora de demonizar un libro (y porque a fuerza de vetos me han hecho autoridad en la materia), se me ha ocurrido elaborar esta lista de diez novelas del siglo XX y XXI que actualmente justificarían con mayor motivo una acción censora sistemática, esto es, convertirlas en víctimas de la cultura de la cancelación... si los promotores de esa cultura supieran de su existencia. No nos engañemos: según el criterio que esgrimen, cualquier libro de ficción anterior a la década de los 90 goza de algún motivo para ser cancelado; pues responde, en suma, a una moral de otro tiempo (o a un enunciado de esa moral que su sensibilidad contemporánea ya no tolera ni se esfuerza en reencuadrar).
Sin embargo, estas obras que voy a comentar alcanzarían con toda seguridad ese honor, si por un casual cayeran en manos de los canceladores. Claro que muchas ya son canceladas, porque casi nadie se atreve a hablar o escribir acerca de ellas —eso cuando el clasismo cultural no las sepulta o despacha como "literatura para fontaneros"—. Ojo, cancelar no es sólo prohibir: es sobre todo silenciar. ¡Y yo sé un cuanto de eso! Así que creo poder explayarme con propiedad sobre estos libros temibles.
En cualquier caso, hoy que ser cancelable empieza a implicar unos galones mayores que cualquier premio de los muchos amañados que propiciamos en España, frótense las manos y sumérjanse en este listado, porque se trata de títulos muy disfrutables y que chocan con la moralina de esa congregación de santurrones que desean crear un canon artístico sobre la base de la moral presumible en cada artista.
1. Adelante, Julio (1933) de Daphne du Maurier
La autora de la maravillosa Rebeca no era una señora tan amargada como Patricia Highsmith, pero también endosaba a sus libros sus dosis de mala leche. Sin llegar al antisemitismo de la escritora texana (al menos que yo sepa), no se cortó empero un pelo en su tercera novela, aparecida el mismo año en que Hitler es nombrado canciller del Partido Nazi.
The progress of Julius nos cuenta la vida de un empresario judío que aplica a los afectos la misma política que a sus negocios: cuando una empresa no le funciona la cierra y cuando una persona deja de interesarle, la mata. Comienza su carrera criminal desde niño, en 1870, al ahogar a su gato en el Sena cuando sus padres le obligan a abandonarlo ante el avance de las tropas prusianas; y la coronará asesinando a su propia hija cuando esta le anuncia que lo abandona por un novio. Los impulsos incestuosos resultan elementos habituales en las novelas de la bisexual Daphne, manifiestamente prendada de su propio padre, el afamado actor Gerald du Maurier (y precisamente por quien Alfred Hitchcock, que había trabajado con él, conocería a la hija, de cuya producción impresa terminaría adaptando a la gran pantalla dos novelas y un relato).
Pese al merecido revival que está gozando el trabajo conjunto de esta extraordinaria narradora, Adelante, Julio, al fin la radiografía de un psicópata moderno efectuada hace noventa años, ha quedado relegada al desván donde se encierra al fenómeno de la familia.
2. Mandingo (1957) de Kyle Onstott
Dos años después de que el pijo de Nabokov le sacara brillo a su pija imaginando a su nínfula ideal, un señor gay de Illinois y excriador de perros escribía a sus 65 la novela más brutal que uno pueda imaginar desde el higienizado Occidente de nuestros días: Mandingo arrasó en las puritanas librerías estadounidenses con su crónica de las vicisitudes de la familia Maxwell, ficticios propietarios sureños de una hacienda en la Alabama de 1830, tres décadas antes de la Guerra de Secesión que acabó con la esclavitud. El cúmulo de barbaridades muy bien escritas (y posiblemente reales, recogidas por el autor como parte del folclore local a inicios del siglo XX), trufado de diálogos deliciosos en jerga regional (ignoro la calidad de la traducción española), juega con dos componentes circunstanciales de la literatura estadounidense: uno, la dificultad en los años 50 de incluir sexo explícito en obras del circuito comercial, obstáculo que el narrador elude al desgranar las actividades íntimas de los esclavos como si inventariara tareas cotidianas en la cría de unos animales de granja, plasmando vívidamente el concepto aberrante que primaba en aquella sociedad sobre su comunidad esclavizada; dos, la permisividad absoluta a la hora de hablar sobre razas y de plasmar el áspero lenguaje de la época, dado que aún no se había evolucionado socialmente merced al movimiento por los derechos civiles pero tampoco se habían impuesto las formas políticamente correctas en la ficción. El resultado: un festival de salvajadas sin filtros, desde el apareamiento de un esclavo usado como semental para embarazar a sus propias hija e hijanieta; hasta la partidura de cráneo del bebé negro que la esposa blanca del heredero Maxwell engendra tras su deleitado affaire con el "mandingo" de la hacienda.
Nunca me había enfrentado a una lectura tan incómoda y, a la vez, a tan crudo testimonio sobre los horrores de la esclavitud, sin violines spielbergianos: te obliga a crear lazos emocionales con personajes racistas y a presenciar cómo muchas de sus víctimas los veneran por autoconvencimiento o necesidad de supervivencia. No se ciñe a la lectura conveniente y lacrimógena del "podrías ser la persona azotada", sino, de forma mucho más terrorífica, te dice que también "podrías ser quien sujeta el látigo". Incluso la sádica señorita blanca se reafirma empoderada cual pionera feminista al marcar con sus pendientes a su amante negro, tal como su esposo marca con los mismos pendientes a su concubina, de la que está enamorado sin saberlo: un romance interracial nada romantizado. Encima, Onstott vulnera temerario el tabú homosexual de aquel período en la minuciosidad con que es descrita la morbosa adoración de un niño esclavo hacia su amo adulto, que le impele a rebañar el sudor de los pies blancos con su propio pelo y a acariciarlos con su cara; o en la meticulosidad incontinente con que un par de esclavistas revisan los cuerpos en venta de unos esclavos varones. ¿Serán esas retorcidas metáforas perversas una venganza autoral contra las restricciones censoras de su época, contra aquellos tiempos represivos en que la homofobia era un pilar de la sociedad?
Mandingo (y la Saga Falconhurst a la que dio luz) ha vendido más de quince millones de ejemplares desde entonces, pero sigue siendo un libro proscrito del que casi ningún medio se permite hablar y que aguarda en las orillas prohibidas de la literatura. ¡Todavía existen! Su lectura supone una experiencia única: seiscientas páginas que se devoran y que pueden destrozar el estómago más blindado. Ni siquiera la película homónima de Richard Fleisher araña la escabrosidad del texto: boquiabierto se queda uno cuando entiende por fin que si el viejo patriarca encarnado por James Mason pasaba los días sentado en su mecedora con los pies posados sobre la barriga de un niño esclavo era con el fin de transmitirle, según las supercherías locales, su reumatismo al pobre crío… En resumen: ¡una paletada de bosta a la jeta de Escarlata!
3. Emmanuelle (1959) de Emmanuelle Arsan
Olvídense de la empalagosa adaptación cinematográfica de Just Jaeckin con la neerlandesa Sylvia Kristel (aunque yo soy más de la Emanuelle Negra —Laura Gemser— y de la venezolana —Marcela Wallerstein—). Emmanuelle resulta mucho más audaz, interesante y controvertida en su versión literaria: las aventuras libertinas de la joven esposa de un diplomático francés en Bangkok empiezan con su heroína de 19 años tirándose a dos desconocidos en un avión, enardecida por la mirada arrobada de una pareja mixta de menores adolescentes. Seguidamente se masturbará para una ninfómana de trece años y, en el tramo final, se meterá en diatribas filosóficas con un homosexual de inclinaciones pedófilas. Franceses tenían que ser (lo digo por la filosofía, claro).
Sobre la obra sobrevuela una sombra molaniana (por Carmen), puesto que las fantasías plasmadas terminan delatándose masculinas: tras el pseudónimo autoral de Arsan se ocultaba una mujer tailandesa y tras ella, parece, su propio marido. ¡Hubiera sido gracioso —y apropiado— que también fuera un trío!
4. Modesty Blaise: Sabre Tooth (1966) de Peter O’Donnell
Todo lo que tiene de reaccionario James Bond, su contrapartida femenina lo tiene de progresista, antinacionalista y relajada: la cosmopolita Modesty Blaise no sólo mantiene en torno a su cama a varios amantes, a los que pega la patada cuando se aburre de ellos, sino que siempre que le conviene usa el sexo en sus misiones.
En la segunda novela de esta saga originalmente concebida para el cómic, su creador Peter O’Donnell la coloca en un brete indeseable: prisionera de unos malvados mercenarios que se preparan para invadir Kuwait desde un campo de entrenamiento en un valle del Himalaya, la agente secreta sobrevive a un duelo a muerte público con el único fin de acceder, sometida pero alerta, al lupanar de esos soldados de fortuna. Ella sabe que sólo ejerciendo como una más de entre las prostitutas reclutadas contará con posibilidades de lograr su libertad y asimila que será violada por todos ellos antes de poder escapar.
El momento en que su ayudante Willie Garvin la encuentra desnuda, agotada en el lecho, y él se sienta a su lado en silencio, llorando convulsamente para procesar un trauma que ella acepta con naturalidad —hasta el punto de que Modesty será quien deba consolar a su escudero y no al revés—, supone uno de los pasajes más brillantes y conmovedores del pulp anglosajón.
5. El rebelde Josey Wales (1972-76) de Forrest Carter
No sé si será la mejor novela del Oeste (difícil arrebatarle ese puesto, por sus hechuras líricas, a El virginiano), pero desde luego, es la más entretenida que ha caído en mis manos: el díptico compuesto por los volúmenes Huido a Texas (1972) y La ruta de venganza de Josey Wales (1976), publicado en España por la editorial Valdemar en su colección Frontera, está a la altura de su versión cinematográfica, un clásico setentero dirigido y protagonizado por Clint Eastwood que aquí recibió el título de El fuera de la ley.
Las vibrantes aventuras del rebelde Wales acabada la guerra civil son un dechado de épica, diversión y loas a la raza india. ¿Cuál es su problema, entonces? Que su autor, Asa Earl Carter (1925- 1979) fue un fanático activista del supremacismo blanco y miembro descatado del Ku Klux Klan. Lo curioso es que sus libros defiendan tanto la nobleza del pueblo nativo americano: su mayor superventas, La estrella de los cheroquis (publicado en España en los 80 por Ediciones SM en la colección Gran Angular), volumen que presenta las falsas memorias de un huérfano criado por sus abuelos indios, hizo tales estragos entre las almas sensibles de la intelligencia norteamericana que figuraba en la web de la comunicadora negra Ophah Winfrey como título recomendadísimo, irónicamente al lado de otros clásicos con "valores" como Las uvas de la ira o El color púrpura. Violácea se debió quedar ella al descubrir la verdadera identidad del autor: de inmediato hizo retirar el libro de su lista, aduciendo que su inclusión se trataba de un "error". ¡Menudo papelón!
En todo caso, el autor era un canalla despreciable, pero sus dos novelas de Josey Wales son formidables.
6. El Señor de la Noche (1978) de Tanith Lee
No sé por qué Tanith Lee no es más reconocida en el campo de la literatura fantástica. ¿Será por ser mujer? ¿O porque sus propuestas son absolutamente osadas, feroces, obscenas y poco recomendables para espíritus delicados?
El Señor de la Noche, recientemente reeditada en España por el sello Duermevela, es la primera entrega de su universo de la Tierra Plana. En este libro nos presenta a Azhrarn, un guapísimo y seductor Príncipe de los Demonios que gobierna el Mundo Inferior (yo siempre lo he imaginado con los rasgos del actor Billy Zane, una de mis debilidades voyeurísticas).
Lo pornográfico y lo grotesco se entrelazan con maneras de cuento orientalista en la prosa elegante de Lee para ofrecernos algo así como un poema del apocalipsis: los pasajes en que Azhrarn se enamora de un adolescente y lo adopta y cuida (y también lo sodomiza); o aquellos otros en los que un duende debe satisfacer sexualmente a unas arañas gigantes que custodian un cofre del tesoro, nos desconciertan y generan risas nerviosas y relectura perpleja.
Y, sin embargo, la autora es capaz de despertar también sentimientos elevados y emociones exquisitas. Estamos ante una rapsoda posmoderna que merecería mejor suerte en España. A ver si nuestros wokes la denuncian pronto…
7. Saga de la Bella Durmiente (1983 a 2015) de Anne Rice
Anne Rice es una loca maravillosa, una ecléctica desatada que escribe folletines sobrenaturales y siempre mete sexo demente en todas sus fantasías terroríficas.
Parte de lo que antes le vedaba el paso a Hollywood (el subtexto gay de sus Crónicas vampíricas), ahora le abre sus puertas porque lo gay está de moda; pero en otras dos sagas de su autoría, el rechazo generalizado resulta hoy todavía más violento: el universo sadomasoquista del cuarteto de novelas licenciosas en torno a esta Bella Durmiente ligera de cascos y cuescos —El rapto de la Bella Durmiente (1983), El castigo… (1984), La liberación… (1985) y la muy postrera El reino (2015)—, junto a esas escenas en las que empalan analmente a esclavos jóvenes sobre penes esculpidos de hermosas estatuas para que sufran una dulce agonía atroz, no se corresponden a la literatura que uno esperaría de una venerable "dama del terror".
Pero no seamos ilusos. Incluso en sagas supuestamente convencionales como la trilogía de Las brujas de Mayfair, Rice no puede con su genio y endilga burradas a troche y moche: para empezar, el marido de la heroína la engaña con la prima de ella… una arrojada "seductora" de 13 años; y las brujas más carismáticas engendran su descendencia acostándose con sus padres y abuelos.
De verdad ¡qué encantadoramente bestias eran los best sellers de los 80 y 90! Especialmente los de la indómita Anne Rice, imposibles de ser adaptados fielmente en Hollywood… a no ser que en el siglo XXII la moral predominante sea otra. Fallecida hace tres años, cuánto echamos ya de menos a Rice.
8. La mano armada (1986) de Carlos Pérez Merinero
Pérez Merinero era un gran novelista y un bruto entrañable. Toda su bibliografía es turbadora per se, tanto en lo formal como en su mirada despiadada sobre la naturaleza humana, pero La mano armada descuella sin duda como una de sus cúspides de cinismo y brutalidad.
Su ya célebre inicio "No era un hijo de puta; era un nieto de puta. El muy cabrón tenía pedigrí" constituye solamente la antesala de un viaje por montaña rusa conducido en primera persona por un poli franquista de los 60, putero y asesino, que dejaría a Torrente como el novamás de la elegancia y el compromiso ético. Al fondo de este personaje thompsoniano, claro, la denuncia de la corrupción del sistema y la represión dictatorial.
Hay quien dirá que el trayecto resulta demasiado desagradable… ¡pero no todo va a ser mascadito como una novela de Le Carré o una canción de la Carrá!
9. Arequipa lámpara incandescente (2014) de Oswaldo Reynoso
El ya desaparecido escritor arequipeño (1931-2016) es uno de los talentos narradores indispensables de la generación vargallosiana en el Perú. Se trata de un autor muy poco conocido en España, pero con una obra apasionante. Desde su trinchera de exmarxista homosexual, su etapa vivencial en la China comunista daría lugar a una magnífica novela reflexiva, Los eunucos inmortales (1995), con la masacre de Tian'anmen como telón de fondo.
La última etapa de su obra la componen cantos hedonistas a la belleza masculina —En busca de Aladino (1993), El goce de la piel (2005) o la que nos ocupa, editada por Aletheya—, imbuidos de cierto regodeo decadente y un elogio de lo efébico a lo Muerte en Venecia. Tampoco esquiva pasajes irónicos y abruptamente perturbadores, como el que cierra esta crónica epistolar supuestamente autobiográfica: Reynoso describe en primera persona y con detalle cómo sorprende en plena calle a un niño de once años practicando una masturbación manual y seguidamente oral sobre un perro, justo antes de que el honorable anciano se encamine a un colegio "para hablar del Plan Lector para niños y adolescentes".
10. Elogio del asterisco (2024) de Leonardo Aguirre y Ya ya ya, yo habilito tres máquinas (2021) de David Jesús Flores Heredia
Parece que la última hornada peruana es pródiga en escritores irreverentes. Hay autores como Leonardo Aguirre que proponen, por ejemplo, novelas en las que un alter ego adolece adrede de todos los males de su sociedad (del machismo al racismo), abrazando una suerte de autoinculpación cristiana como reflejo de los pecados nacionales. Su última aportación, Elogio del asterisco (Peisa), es un reguetón culto en el que su protagonista relata con lenguaje tortuoso varias peripecias rectales, buscando denodadamente la aliteración hasta el último suspiro de cada escaramuza anal. A tal punto llega la exprimidera del lenguaje que por momentos toma la forma rítmica y rimadora de un poema erótico, en ocasiones literal: como la jocosa oda al fornicio de una amante fortuita que construye una poesía con dos discursos paralelos, un rotundo no primero que luego es un sí no menos rotundo, en sucesiva alternancia, frenando y espoleando al jinete. Así, su inicial renuencia coital alumbra un verso para ser contestado por ella misma con otro verso anuente, y que debiera poner este libro en apuros si la generación woke peca de coherencia.
El caso de Flores Heredia es transgresor sólo de fondo, pero qué fondo para un debut novelístico. Esta primera fábula procaz y generosa en argot (el título significa algo así como "vale, yo facilito tres pistolas") nos sumerge en un prototípico Infierno: allí abajo, los más afamados criminales limeños celebran en congregación el relato de sus mayores hazañas infames. Esa enumeración oral y coral de trapacerías depravadas incluye desde la violación de sobrinos hasta el exhibicionismo voluntario de una púber coqueta ante unos asombrados chiquillos magreadores del barrio.
Una gema reciente de la literatura picaresca americana que, pese a su metáfora averna, sabe a veraz. Acaba de ser relanzada por la editorial mexicana Samsara.
Es curioso que quienes debieran defender a nuestros mayores mitos humanistas los echen hoy día por tierra por no quererlos contextualizar: así, Cervantes sería según el baremo actual un redomado machista (por escribir en El Quijote aquello de "lo que levantó tu hermosura han derribado tus obras, por ella entendí que eras ángel y por ellas conozco que eres mujer") y un facha de cuidado (por supeditar las Letras a las Armas en el famoso discurso que incluye su magnum opus); García Lorca, poco menos que un animal por encomiar la fiesta taurina; y Antonio Machado un pederasta por beber los vientos como un idiota por una adolescente de catorce años (un poco idiota sí que era, por eso y por creer que el pueblo español es mucho mejor que sus gobernantes). Lo que no entiende el grueso de esos detractores es que dentro de un siglo todo adulto de nuestros días sería quemado en la hoguera sin excepción, en nombre de alguna moral intachable cuyas directrices todavía se nos escapan. Ojo: ¡defiendo el derecho a que un autor caiga mal! Yo no soporto a Neruda, desde mucho antes de conocerse su rosario de canalladas. Pero eso no justifica ninguna cruzada en contra de su poesía, por más que yo la deteste y crea que hiede a impostura. Todos somos arbitrarios en nuestros (dis)gustos: por eso no los debemos extrapolar. De todos modos, sospecho que los agentes woke solamente habitan la prensa y el sector "cultural". Y que la gente sigue viendo, leyendo, escuchando y celebrando lo que le rota.
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