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Si quieres que tu vida cambie para siempre, lleva un mechero en el bolsillo
Cada vez hay menos espacios donde podemos hablarle a un desconocido sin parecer unos perturbados, lo que explica por qué nos sentimos cada vez más solos
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El otro día me topé con una reivindicación epatante: "Necesitamos que vuelva a haber algo parecido a fumar". El mensaje estaba acompañado de otro matiz de una de mis blogueras preferidas, Magdalene J. Taylor: "Por eso me resulta tan sospechoso que desaparezca el bebedor social". No se trataba de una defensa de aquellos vicios insalubres, sino de una expresión de nostalgia por aquellos encuentros sociales que estos facilitaban. Salir a fumar de un bar o tomar una copa eran catalizadores de relaciones sociales que de otra manera nunca habrían surgido.
El mensaje tocó algo en mi interior porque incluso sin haber fumado nunca, también echo de menos salir de un bar y hablar con cualquier desconocido o desconocida gracias a la excusa del tabaco. Tanto es así que a menudo he salido de los bares con mis amigos fumadores bajo la premisa de que no es el interior de las discotecas donde ocurren las cosas, sino en esos contados metros cuadrados que rodean la puerta del garito, en la cola o en el rincón de fumadores. Los lugares donde se podía hablar con un desconocido sin que te mirase raro.
Quien más sabe de una empresa no es ni su director ni su jefe de Recursos Humanos, sino el que más fuma, porque habla con todos, becarios y seniors, jefes y subordinados. Eso sí, siempre que fumen. El cigarro es tal vez uno de los pocos objetos capaces de articular relaciones entre personas muy diferentes, unidas alrededor de uno de los vicios más transversales que existen. "Parte de la razón por la que era más fácil hacer amigos es porque en un momento determinado podías mirar a una persona o un grupo que te pareciese interesante, pedirles un cigarro y empezar una conversación", señalaba Robyn Pennacchia.
La epidemia de soledad de la que tanto se habla quizá se haya acelerado por la rápida desaparición de todos esos espacios en los que alguien puede hablar con otra persona sin parecer un perturbado. De hecho, pagamos mucho dinero cada día para evitarlo: la mayor parte de servicios ofrecen como premium la posibilidad de no tener que interactuar con otra persona o que se calle y no te dirija la palabra, como en los VTC, donde se puede solicitar expresamente. Vivimos en un mundo que aspira idealmente a que las posibilidades de interactuar con un desconocido se reduzcan al mínimo.
En las 'apps' para ligar, el elemento fortuito desaparece
El mejor ejemplo son las apps para ligar, que en principio deberían ser un equivalente de aquel cigarro en la puerta de una discoteca, el lugar por defecto donde conocer gente. Esas apps, por una parte, te permiten sortear las conversaciones con las personas indeseadas y, por otra, conocer únicamente a quien encaje en lo que buscas. El elemento fortuito que suponía conocer a alguien al azar desaparece. Lo que la tecnología y la economía actuales permiten es democratizar aquel aislamiento de las clases altas del que hablaba Charles Murray en Coming Apart: hoy hasta la clase trabajadora puede segregarse del resto recurriendo a las posibilidades del capitalismo de plataforma, aunque vaya en contra de sus propios intereses.
He intentado pensar en qué lugares puedes dirigirte a un desconocido sin que resulte violento y se me han ocurrido muy pocos. Ni camareros, ni dependientes, ni trabajadores de cara al público están ahí para entretenerte. Ni siquiera es ya común entrar a puerta fría a alguien en un bar o una discoteca. ¿Qué nos queda entonces? ¿Los karaokes? ¿Los funerales? ¿La cola del paro? Me he acordado de esos familiares que me deban tanta ternura cuando se quejaban de que su compañero de asiento en el Alsa no les había seguido la conversación. La costumbre de mostrar cordialidad manteniendo una conversación banal, algo frecuente en el mundo rural, se nos hace bola.
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El sociólogo urbano Ray Oldenburg utilizó el término "terceros lugares" para referirse a todos esos espacios que no son ni el hogar ni el trabajo y donde los desconocidos dejan de serlo. Es fácil pensar en iglesias, bibliotecas, bares y demás, pero también puede haber terceros lugares inesperados, como el cigarrito a la salida de la discoteca, la máquina de café de la empresa o el andén repleto de una estación donde el tren se ha retrasado y los viajeros están de uñas (enfadarse es muy útil para hacer inesperados aliados).
Una de las características esenciales de estos lugares, explicaba Oldenburg, es que allí el estatus socioeconómico no es importante, no hay que cumplir ningún requisito para formar parte, son fruto de cierto azar. Por eso el cigarro es tan buen ejemplo, porque es una de las pocas aficiones que (apenas) están determinadas por el origen del individuo. Fumar fuma cualquiera. Otra de las características de estos terceros lugares es que la principal actividad es la conversación, aunque no sea la única. Importante: no son un club de ganchillo ni de juegos de mesa.
Me gusta la descripción que hace la Wikipedia del papel que juega la conversación en estos terceros lugares: "El tono es ligero y jocoso; el ingenio y la alegría afable están bien vistos". Muchas de las propuestas relacionadas con los terceros lugares, como las de Eric Klinenberg en Palacios del pueblo (Capitán Swing), pasan por alto este elemento ligero, al centrarse en su funcionalidad. Por eso los terceros lugares me los imagino más como la cafetería de parroquianos de toda la vida que como una biblioteca. Como en Cheers, "a veces quieres ir donde todo el mundo conoce tu nombre".
Por eso tanta gente prefería quedarse en el parking de Fabrik que entrar a Fabrik
La clave se encuentra esa paradoja entre la posibilidad de entrar en contacto con desconocidos y que todo el mundo conozca tu nombre, dos cosas que parecen excluyentes, pero en realidad no lo son. Vuelvo a la Wikipedia: "Los terceros lugares reúnen a un grupo de parroquianos que le dan a ese espacio su tono, y que ayudan a definir su estado de ánimo y cualidades", explica. "Los parroquianos atraen a los recién llegados, y están para ayudar a que los que llegan se sienten bienvenidos. Qué bonito esto: "Los ocupantes de terceros lugares a menudo sentirán la misma calidez y sentimiento de pertenencia que en sus hogares. Sentirán que un trozo de sí mismos está unido a ese lugar, y se revitalizarán espiritualmente pasando tiempo ahí".
Por eso nos duele tanto cuando se cierra un bar, comercio o cine en el que hemos pasado mucho tiempo, porque eran terceros espacios donde dejamos parte de nosotros mismos. Un buen tercer espacio, le pique a quien le pique, eran los botellones. Más allá del alcohol y la suciedad, favorecían interacciones entre adolescentes muy diversos que nunca habrían entrado en contacto en una discoteca, que es mucho más segregadora. ¿Tienes hielos? Por eso tanta gente prefería quedarse en el parking de la Fabrik antes que entrar en la Fabrik, porque era el (tercer) lugar donde ocurría todo.
De casa al trabajo y del trabajo a casa
Cada vez veo a más gente a mi alrededor que no sale del ciclo infinito entre su primer lugar (casa) y segundo lugar (trabajo), que nunca transita por ningún tercer lugar, que hace todo lo posible por evitarlos porque prefieren una vida previsible, donde no tengan que enfrentarse a la fricción con los demás. Que el ocio se haya concentrado en el primer lugar, dentro de nuestras casas, ha provocado que estos terceros lugares se extingan poco a poco e incluso se les mire un poco mal porque son fundamentalmente improductivos.
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A veces tengo la sensación de que cuando estos terceros lugares se crean desde arriba, incluso con la mejor de las intenciones (como los refugios climáticos de Barcelona, ahora también en Madrid) se nota demasiado que no han surgido espontáneamente, como sí ocurría con todos esos terceros lugares tradicionales, y que el público que atraen no es nada accidental. Es decir, primero los abres y luego llega tu gente, no al revés: la gente provoca que existan. Terminan convirtiéndose en expresiones bienintencionadas de política pública, pero donde no hay espacio para la arbitrariedad de los verdaderos terceros espacios.
Me acuerdo, por ejemplo, de un rincón de Hanoi donde, supuestamente, los turistas podían ver pasar el tren entre los abigarrados edificios. Sospecho que la dirección que proporcionaba la guía española que todos habíamos comprado era incorrecta, porque cuando llegamos, solo encontramos a otros turistas españoles tan desconcertados como nosotros, pero con los que terminamos manteniendo una conversación que no habríamos tenido de otra manera. Quizá sea uno de los mejores ejemplos de que estos terceros lugares solo son auténticos cuando aparecen fruto de la casualidad y del error.
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En el hilo con el que comenzaba el artículo, un profesor de Sociología admitía que aunque no fumaba, siempre llevaba un mechero encima, porque era la forma más sencilla de entablar conversación casual con un desconocido. Me he sentido identificado porque yo también lo hice en alguna época, para tener una excusa para salir a la calle a (no) fumar y poder entrar en mi lugar preferido: ese lugar físico-mental donde un desconocido se te puede acercar para preguntarte "¿tienes fuego?" Tal vez llevar un mechero siempre en el bolsillo pueda cambiar tu vida para siempre.
El otro día me topé con una reivindicación epatante: "Necesitamos que vuelva a haber algo parecido a fumar". El mensaje estaba acompañado de otro matiz de una de mis blogueras preferidas, Magdalene J. Taylor: "Por eso me resulta tan sospechoso que desaparezca el bebedor social". No se trataba de una defensa de aquellos vicios insalubres, sino de una expresión de nostalgia por aquellos encuentros sociales que estos facilitaban. Salir a fumar de un bar o tomar una copa eran catalizadores de relaciones sociales que de otra manera nunca habrían surgido.