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'Shikata ga nai' y por qué deberíamos estar orgullosos del catolicismo cultural
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Tatiana Abellán

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'Shikata ga nai' y por qué deberíamos estar orgullosos del catolicismo cultural

La idea del 'shikata ga nai' significa "no se puede hacer nada al respecto" y alude a esa creencia budista de que la resignación lleva a una percepción más clara de la naturaleza

Foto: Budistas durante una celebración religiosa en Tailandia. (EFE)
Budistas durante una celebración religiosa en Tailandia. (EFE)

Estando embarazada de apenas dos meses sentí un dolor agudo, similar al de la menstruación, y comencé a sangrar abundantemente. Con toda la serenidad que fui capaz de atesorar llamé a mi ginecóloga. Me indicó que me pusiera una inyección de progesterona y que fuera a urgencias. Poco más se podía hacer. Al clavar la jeringuilla sobre mi abdomen me impresionó lo mucho que me temblaban las manos. En el hospital me admitieron muy rápido y me llevaron a una cama a la espera del reconocimiento. Allí estuve sola y en silencio hasta que a las tres horas, después de ir al baño, supliqué que me ofrecieran alguna certeza. Mi mayor miedo, aparte de perder el bebé, era no llegar a verlo. No pude llorar. Hacía todo lo que estaba en mi mano.

Estos días próximos al aniversario de los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki he estado releyendo algunos testimonios de supervivientes, como los de los jesuitas Pedro Arrupe y el maestro zen Enomiya Lassalle. Sin embargo, el llanto desconsolado me lo ha provocado un relato secundario del célebre Hiroshima de John Hersey. Una madre deambulaba por la ciudad, horas después de la caída de la bomba, abrazada a su bebé muerto. Trataba de encontrar a su marido, que había sido reclutado por el ejército el día anterior: "Él quería mucho a nuestra niña. Quiero que la vea por última vez", explicaba. A los cuatro días, sin noticias del probablemente ya difunto esposo, le sugirieron que era el momento de cremar el cuerpo, pero solo lograron que "se agarrara a él con más fuerza". En momentos de desbordamiento emocional hacemos cosas que difícilmente puede explicar la razón.

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Un comportamiento extraño instantes después del ataque se ha convertido también en el verdadero tormento vital de otra hibakusha. El lunes​ 6 de agosto de 1945, cuando Little Boy fue lanzada sobre Hiroshima, Masayo Mori tenía diecinueve años. En una conversación con Agustín Rivera, la nonagenaria le confiesa que durante todo este tiempo lo que la ha perturbado profundamente, más que el hedor a carne humana que conoció, el descubrimiento de montañas de cuerpos hinchados o su tortuosa recuperación de la exposición a la radiación, fue el traumático encuentro con una niña herida de unos cinco años. Ésta, con voz débil y acercándole una taza inservible, le pidió agua, pero ella siguió su camino sin inmutarse: "No sentía nada. (...) El miedo me congeló las emociones. Perdí mi humanidad. Y la vida me atormenta".

Sin embargo, si hay un rasgo común que he rastreado en la mayor parte de testimonios es el sentimiento de aceptación de la situación —sin lamentos, sin autocompasión, sin rencor— que exhibían los supervivientes. Es la idea del shikata ga nai, "no se puede hacer nada al respecto". Aludiendo a esa creencia budista de que la resignación lleva a una percepción más clara de la naturaleza de las cosas, escribe John Hersey: "La bomba parecía casi un desastre natural: un desastre que era simplemente consecuencia de la mala suerte, parte del destino (que debía ser aceptado)". Para mi sorpresa, el Dios cristiano es invocado por varios supervivientes —no solo por los misioneros jesuitas—. Hersey recoge que mientras Kiyoshi Tanimoto volvía a una Hiroshima devastada le pedía a Dios que ayudara a los que trataban de escapar de los incendios, al tiempo que "como cristiano, se sintió lleno de compasión por los que estaban atrapados, y como japonés se sintió abrumado por la vergüenza de estar ileso".

Foto: Carlos Boyero. (Alejandro Martínez Vélez)

Tendría yo unos cinco años —según mi hermana, la cronista de la familia— cuando le hice un ojigi a Norio, un buen amigo de mi padre. No tengo ni idea de dónde saqué yo que a los japoneses se les reverenciaba así en señal de respeto, pero el caso es que mi hermana rogó para que nuestro invitado pensara que yo era la única imbécil de la familia. Fue por entonces cuando supe que era compatible ser católico con practicar meditación zen. Quizá por eso me parece que el shikata ga nai se puede conciliar con cierto estoicismo cristiano o que el espíritu japonés del enryo —olvidarse de sí mismo o poner a los demás en primer lugar— está fuertemente emparentado con la humildad del católico.

Volviendo a mi vivencia inicial, mi reacción inesperada supuso verme a mí misma rezando el Ave María durante tres horas —como plegaria y forma de meditación, si quieren—, hasta que me confirmaron que el corazón del bebé seguía latiendo. Apuntaba Pedro Arrupe en Yo viví la bomba atómica que es en los momentos de dolor cuando más cerca se siente a Dios —sin ánimo de equiparar sufrimientos tan desiguales—. Mi particular defensa del shikata ga nai implica evitar las lamentaciones fútiles y aceptar la adversidad que viene dada y no podemos cambiar, al modo japonés, pero sin caer en el fatalismo, la inacción o la renuncia a la agencia. Las historias cercanas de los hibakusha no deben servir únicamente para descongelar las emociones o la compasión, deben ser el motor para que repensemos la naturaleza humana y el calado moral de lo que sucedió en Hiroshima, que no fue un desastre natural y que tuvo unos culpables, que puede que se comportaran como soldados pero nunca como guerreros.

Foto: Leyendo todo lo que no puedes leer el resto del año. (Reuters/Marco Bello)
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Finalmente, a donde quiero llegar es a que deberíamos estar orgullosos de ese catolicismo —al menos cultural— que permite, entre otras cosas, que un liberal como Jano García pueda hablar con un comunista como Santiago Armesilla y encontrar posiciones comunes desde el respeto y el diálogo. Una compatibilidad similar a la que San Francisco Javier encontró en el mismo Japón en 1549, donde a pesar de las distancias abismales y de que Ninxit, uno de los bonzos más sabios con los que había mantenido conversaciones, no sabía determinar "si poseemos alma inmortal o si muere juntamente con el cuerpo", lo consideraba tanto su amigo "que es maravilla". Porque ni todas las culturas son iguales ni la multiculturalidad es positiva per se; debemos preservar nuestras herencias más valiosas sin dejar de adoptar otros rasgos culturales enriquecedores —las religiones no son compatibles, algunas culturas sí—. Por tanto afirmo —con toda la violencia de la generalización— que debe de haber cierta oscuridad en la mentalidad protestante que facilitara el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre población civil, y que es nuestra obligación moral tener presente que la hegemonía propagandística anglosajona nos sigue haciendo creer que así se salvaron vidas.

Estando embarazada de apenas dos meses sentí un dolor agudo, similar al de la menstruación, y comencé a sangrar abundantemente. Con toda la serenidad que fui capaz de atesorar llamé a mi ginecóloga. Me indicó que me pusiera una inyección de progesterona y que fuera a urgencias. Poco más se podía hacer. Al clavar la jeringuilla sobre mi abdomen me impresionó lo mucho que me temblaban las manos. En el hospital me admitieron muy rápido y me llevaron a una cama a la espera del reconocimiento. Allí estuve sola y en silencio hasta que a las tres horas, después de ir al baño, supliqué que me ofrecieran alguna certeza. Mi mayor miedo, aparte de perder el bebé, era no llegar a verlo. No pude llorar. Hacía todo lo que estaba en mi mano.

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