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Pero qué hacemos todos viendo los JJOO (o el encanto de disfrutar de lo que no entendemos)
Nos gustan las cosas que no terminamos de entender y que, por ello, producen cierta fascinación, algo cada vez más difícil. Son deportes con aura en un mundo tecnificado
Me sorprendí la mañana de este miércoles contemplando la prueba de triatlón femenino. Pasé un buen rato obnubilado hasta que por fin me pregunté ¿cómo he llegado hasta aquí? ¿Por qué un deporte que no veo nunca, que ni conozco, que ni entiendo (por un momento pensé que estaban retransmitiendo a la vez la prueba de natación y de ciclismo: perdón) de repente me interesaba, me hacía sufrir, incluso me emocionaba? ¿Soy así de manipulable?
Es una experiencia universal. No me refiero a ver los Juegos Olímpicos, que también, sino preguntarse por qué uno ve los Juegos Olímpicos. El metajuego. Lo he hablado con toda clase de gente estos días y todos tenían su vaguedad para ofrecer, pero ninguno una idea clara, tan solo intuiciones. No me termina de convencer la más recurrente, que es la de que lo hacemos por la nostalgia de aquellos veranos de la infancia. No puede ser que la nostalgia sea la causa última de todo, y no hay nada más nostálgico que achacar todo a la nostalgia.
Más bien, creo que es lo contrario, que nos gusta ver el deporte olímpico por su capacidad de hacernos sentir que el mundo que nos rodea es extraño. Esa es mi principal hipótesis. Nos gustan las cosas que no terminamos de entender y que, por ello, producen cierta fascinación, algo cada vez más difícil de encontrar en un mundo explícito. Son deportes con aura, por utilizar el término de Walter Benjamin. La competición olímpica, al menos en mi caso, aún genera esa magia de aprender algo nuevo, y sobre todo, aprenderlo para nada, aprenderlo para olvidarlo, aprenderlo sin terminar de entenderlo. Cuando ves al piragüista dando un bandeo equivocado y sabes que es imposible que gane, sientes la satisfacción del que entiende algo cuando le hablan en chino: ay, amigo, ya comprendí.
Una magia perdida que está relacionada con la creciente tecnificación de nuestro mundo y, sobre todo, del deporte. Su pérdida de aura. Se ha escrito mucho durante los últimos años sobre cómo la ciencia y el big data han provocado que deportes competitivos de masas como el fútbol o el baloncesto sean cada vez más previsibles, estén más cerrados, hayan reducido la posibilidad de que ocurra algo inesperado. En definitiva, que hayan perdido la magia del caos. El fútbol me aburre cada vez más porque tengo la sensación de que son partidas de ajedrez que se inclinan a un lado o al otro por pequeños detalles, cuando no, errores garrafales.
Los Juegos, como el verano, son el momento de las aficiones ligeras y sin compromiso
¿Quiere eso decir que los deportes olímpicos no sufren de la misma enfermedad? Seguro que sí o incluso peor, pero no lo sé. La gran diferencia se encuentra en que desconocemos por completo su funcionamiento, aunque intentemos dar la apariencia contraria. Vemos el producto final, pero ignoramos todo lo que hay detrás. No conocemos cómo funciona el mecanismo del reloj, y por ello mismo, aún es capaz de producir la misma fascinación que un espectáculo de marionetas donde los niños ignoran que debajo de los muñecos hay manos de adultos. La tramoya está oculta: es un secreto esperando a ser descifrado.
Esta teoría contradice la popular lógica del perfeccionamiento de las aficiones, que tiene mucho de olímpica (y platónica). Esta argumentación viene a decir que cada cual encuentra en su vida unos hobbies que encajan más con su personalidad que otros, y que vuelve a ellos una y otra vez. Por eso mismo, se convierte en experto en dichas materias, lo que le permite apreciarlas más, en un ascenso imparable hacia el conocimiento absoluto. Frente a ello, los Juegos Olímpicos, como el verano, es el momento de las aficiones ligeras, de las que podemos disfrutar y olvidarnos de ellas en un par de semanas como el que se come una sandía.
Los Juegos Olímpicos son un espacio seguro para el ignorante porque nadie te mira mal si no tienes ni idea de nada. Nadie la tiene, por mucho que haya quien hace alarde de sus descubrimientos recién adquiridos un par de horas antes de la retransmisión, o quien lamente que el público general solo presta atención a determinados deportes durante estos días. La competición olímpica nos emociona en parte porque no nos exige comprometernos con ella, no tenemos que invertir tiempo, dinero ni esfuerzo en comprenderla, la podemos aparcar hasta dentro de cuatro años y nadie nos mirará mal. Estamos todos en el mismo bando.
Eso contrasta, por ejemplo, con la percepción que tenemos de los festivales de música, donde es habitual lamentar que la mayor parte del público (que, casualmente, nunca es uno mismo) no va a conciertos en salas durante el resto del año. Que su relación con la música es superficial y, por lo tanto, no es capaz de disfrutar al mismo nivel que aquellos que sí la vivimos día a día. Me crie en un tiempo en el que las aficiones culturales eran muy exigentes: había que estar a la altura de los que más sabían, y leer muchos libros, ver muchas películas y oír mucha música.
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Pero eso, a mí me empieza a ocurrir cada vez más lo contrario. Detesto ese elitismo de los sentimientos y aprecio más a la gente capaz de emocionarse y de apreciar la música en un concierto sin terminar de entender su funcionamiento, porque me recuerda qué me llevó ahí en primer lugar cuando era adolescente. En un momento de profesionalización de los hobbies, donde no es tan raro que uno termine monetizando su pasión hasta que deja de serlo, me alivia saber que no me ganaré la vida comentando los JJOO. Qué descanso.
Los JJOO son un espacio seguro para el ignorante porque nadie te mira mal si no tienes ni idea
Algo que está ocurriendo de verdad
Me lo decía el compañero Alberto Ramírez, jefe de Deportes de este periódico: "Es habitual ver el fútbol y decir este es muy bueno, pero muy gilipollas". En cambio, hay algo al mismo tiempo misterioso y cotidiano en los deportistas olímpicos. Eres consciente de que realizan proezas sobrehumanas, que han dedicado gran parte de su vida a perfeccionarse, pero podrían ser tu vecino. Y de repente aparece Yeji Kim y todos queremos ser ella. No son estrellas, pero pueden ser héroes por un día. Además, ayuda que los JJOO tengan lugar en escenarios concretos (el Budokan japonés, el Sena), no en ese metaespacio anónimo en que se han convertido los intercambiables estadios globales.
Lo escaso siempre tiene más valor que lo abundante, y Juegos Olímpicos solo hay cada cuatro años. Al ver la prueba de halterofilia, sabes que estás presenciando un bien valioso y escaso; que será tu última oportunidad hasta dentro de casi otro lustro, que a saber dónde estás. No solo eso, sino que estás viendo escribirse la historia en directo. En un mundo en el que no dejan de ocurrir cosas pero nunca ocurre nada realmente, te conmueve un poquito ver algo que se imprimirá en un libro de historia, aunque sea con letra pequeña. Los Juegos marcan la pauta de nuestra existencia. Casi todos recordamos qué hacíamos o dónde estábamos en cada uno de ellos, aunque no recordemos los detalles.
Es una de las pocas experiencias compartidas que nos quedan a nivel global. Algo que está ocurriendo en todas partes al mismo tiempo y que, a diferencia del viral imbécil de la semana, tiene un componente épico. Que las reglas del deporte no hayan cambiado sensiblemente a lo largo del tiempo le confiere cierta atemporalidad, pero también lo ha sacado de las garras del espectáculo televisivo moderno, ese que tiene que competir con nuestros móviles para captar nuestra atención. No tiene sentido ver el tiro olímpico con el móvil en la mano.
El deporte olímpico es el opuesto del doomscrolling, ese gesto compulsivo que nos lleva a consultar el móvil una y otra vez hasta que agotamos todo el contenido banal con el que nos podemos topar. Por alguna razón, estas competiciones, por aburridas que sean (y muchas lo son), restauran mi capacidad de atención, me sacan del no-presente continuo del algoritmo codificado a mi imagen y semejanza y me vuelven a introducir en cierto presente histórico. En un segundo de gloria para el ganador y años de olvido para el perdedor. Nosotros podemos simpatizar con ambos, por un segundo, desde el sofá.
Me sorprendí la mañana de este miércoles contemplando la prueba de triatlón femenino. Pasé un buen rato obnubilado hasta que por fin me pregunté ¿cómo he llegado hasta aquí? ¿Por qué un deporte que no veo nunca, que ni conozco, que ni entiendo (por un momento pensé que estaban retransmitiendo a la vez la prueba de natación y de ciclismo: perdón) de repente me interesaba, me hacía sufrir, incluso me emocionaba? ¿Soy así de manipulable?
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