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Lavapiés, el barrio de los guiris ruidosos y los yonkis
A este distrito madrileño que ansió mejoras y limpieza le ha tocado bailar en su modernización con las dos más feas convirtiéndose en un barrio esquizofrénico
Hace ya unos años, en la era prepandémica, una persona muy cercana me contó esta historia: él y su grupo de amigos eran fieles de una taberna castiza —antes de que este adjetivo fuera nombre de bar— del barrio madrileño de La Latina, aunque en puridad habría que decir de la Cava Baja. Era una zona que estaba bastante de moda. Ellos iban, pedían varias rondas y casi comían de las tapas que les ponían. Pero un día la tapa desapareció y no volvió más. Él y sus amigos preguntaron por tamaña volatilización, a lo que el tabernero contestó sin ningún remilgo: los guiris no la piden, así que no la sirvo, y total, los guiris se renuevan cada semana. Por supuesto, él y sus amigos tampoco regresaron, pero ya daba igual: el cliente fiel acababa de ser condenado a la pena de muerte.
Tuve una vez un jefe que decía que cuando uno cree que ha tocado fondo siempre se puede escarbar. Y pienso en ello cuando recuerdo esta anécdota que ya nos enfadó a unos cuantos en su día. Efectivamente, todo podía ir a peor porque en la era prepandémica aún no conocíamos el aluvión de los pisos turísticos, ni las colas en cafés cuquis ni el estallido, por un lado, ruidoso, y por otro, inflacionario, de la muchedumbre. Vivíamos en Babia, que es donde se suele vivir la mayor parte del tiempo hasta que te calzan la bofetada.
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Y si aquella historia sucedía en La Latina la que ahora voy a contar transcurre en Lavapiés, un barrio que a comienzos de siglo fue obrero y medio pobretón, y digo medio, porque lo que vivía era clase trabajadora, no los pobres de solemnidad que decía Galdós en su novela Misericordia sobre los marginales del barrio de las Injurias que bordeaba el Manzanares (y en el que ahora tampoco te puedes comprar un piso si eres clase media). En Lavapiés vivían familias trabajadoras y de aquí salió y vivió más de un vecino célebre como el escritor Arturo Barea, el actor Pepe Ysbert y la poeta Gloria Fuertes, entre otros. Incluso el fundador del Opus Dei, Escrivá de Balaguer, fue capellán y rector del Patronato Santa Isabel en los años treinta y cuarenta.
Lavapiés, según cuenta el estupendo libro de Carlos Osorio Lavapiés. El Rastro (en la colección Barrios de Madrid, de Temporae) salió de la época de las corralas para toparse con la Movida madrileña y, sobre todo, las riadas de droga y asaltos a farmacia y joyerías como la de la calle Tribulete que precisamente provocaría el famoso caso El Nani sobre la violencia policial ochentera. Sorteó la llegada del milenio con perfil bajo, mientras Malasaña, Chueca y La Latina, se llevaban el gato al agua del moderneo, el movimiento LGTBI y todo el fulgor económico de los primeros 2000. Y aunque también se quitó bastante del yonki de la heroína (como, afortunadamente, todo el país), Lavapiés era en esta primera década pobrete, sucio y todavía baratillo. Y una lo dice porque ya estaba allí.
En la era prepandémica aún no conocíamos el aluvión de los pisos turísticos, ni las colas en cafés cuquis ni el estallido ruidoso
Y se miraba con cierta envidia el halo gentrificador que a otros barrios les había limpiado la cara. En Malasaña, que todavía guardaba ciertas esencias con bares míticos que aún no entraban en la Lonely Planet, ya no te podías imaginar que un músico como Enrique Urquijo hubiera muerto de una sobredosis en un portal. En Lavapiés, por el contrario, aunque sin droga, lo que había era mierda por un tubo en unas calles a las que todavía no quería venir demasiada gente. Y claro que se querían mejoras para el barrio. Pero como sucede con el titular famoso del clickbait, no te puedes imaginar lo que ocurrió después.
Lo que ocurrió fue una pandemia y lo que ocurrió fue que Lavapiés, sabe Dios por qué, apareció como uno de esos barrios cool que tienes que visitar en la vida porque no hay nada que se le dé mejor a este tipo de guías de viaje que romantizar la basura, pero no para mejorarla, sino para hacerle la foto y subirla a Instagram. Y ahí llegaron los pisos turísticos y muchas más cosas.
El periodista Jorge Dioni en libros como El malestar de las ciudades (Arpa) ha estudiado muy bien lo que ocurre con este tipo de barrios que se convierten en miel para la fauna más salvaje del Oeste en el que vivimos. Yo solo cuento lo que vi con mis ojos y fue cómo en solo dos-tres años los alquileres se dispararon —también la compra de la vivienda— y muchos se reconvirtieron en pisos vacacionales, pero no para hacer turismo, para visitar el Prado, el Reina Sofía, el Thyssen, el Palacio Real que es lo que se vende en nuestro folleto turístico… La pandemia madrileña había abierto una veda mejor: ¿por qué no hacer de ese piso un bar? ¿por qué no pillar ese pisito entre unos cuantos amigos —guiris y no guiris— llevar bebidas y pasar la noche? ¿Por qué no pillarlo para después regresar todos borrachos dando voces en el portal? Y, como además son corralas, ¿por qué no usar las zonas comunes para fumar un pitillo con una cerveza? Si total, el vecino molestado podrá llamar a la policía…, que al fin de semana siguiente habrá otro grupo de “turistas”. Como ocurría con aquella famosa tapa del bar de La Latina.
No obstante, lo más llamativo de Lavapiés no es su turistificación ni que mientras su plaza se llena de Ubers con "turistas" que llegan para poblar sus pisos —creo que nunca antes se ha pagado tantísimo por el transporte privado como ahora: a mí siempre me pareció un bien de lujo— sino que el barrio ha recuperado su antiguo esplendor. Es decir, el de la droga. Son noticias conocidas las de los narcopisos en calles como Amparo y Mesón de Paredes, son conocidas las broncas y peleas en la plaza de Nelson Mandela y también se vuelven a ver drogadictos en los portales. ¿Por qué se ha producido esta recuperación del mercado de la droga? ¿Alguien quiere que esos pisos se vendan rápido y a bajo precio?
Sin embargo, el que llega despreocupado, imaginando ese barrio cool, lo que hace es fotografiar este casticismo madrileño, esta autenticidad. Y creo que no hay casi nada tan peligroso en esto del turismo como la búsqueda de lo auténtico que no es más que un puro trampantojo de algo que igual estaba bien que acabara.
¿Por qué se ha producido esta recuperación del mercado de la droga? ¿Alguien quiere que esos pisos se vendan rápido y a bajo precio?
A Lavapiés, ese barrio que ansió mejoras y mucha más limpieza, le ha tocado bailar en su modernización con las dos más feas, el guiri ruidoso y el yonki, convirtiéndose en un barrio esquizofrénico, en un barrio olvidado y en un barrio que además solo se le ataca por ese flanco ahora tan de moda: la inmigración. Cuando, como vecina, habría tantísimas cosas que arreglar.
Hace ya unos años, en la era prepandémica, una persona muy cercana me contó esta historia: él y su grupo de amigos eran fieles de una taberna castiza —antes de que este adjetivo fuera nombre de bar— del barrio madrileño de La Latina, aunque en puridad habría que decir de la Cava Baja. Era una zona que estaba bastante de moda. Ellos iban, pedían varias rondas y casi comían de las tapas que les ponían. Pero un día la tapa desapareció y no volvió más. Él y sus amigos preguntaron por tamaña volatilización, a lo que el tabernero contestó sin ningún remilgo: los guiris no la piden, así que no la sirvo, y total, los guiris se renuevan cada semana. Por supuesto, él y sus amigos tampoco regresaron, pero ya daba igual: el cliente fiel acababa de ser condenado a la pena de muerte.
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