Protagonistas

El pintor con brotes psicóticos que desmonta el mito de la genialidad de la locura

Por Irene Hdez. Velasco

‘Kafka et l'écureuil’, 2019, Gérard Garouste © Bertrand Huet / courtes Galerie Templon

Se publica en España ‘El Intranquilo. Autorretrato de un pintor, de un hijo, de un loco’, el libro en el que el francés Gérard Garouste se abre en canal.

El primer brote de su enfermedad mental le golpeó sin previo aviso, durante unas vacaciones de verano. Su mujer, Élisabeth, se encontraba embarazada de cinco meses y, huyendo del calor infernal de París, la pareja se había refugiado en casa de unos amigos en el sur de Francia. Entonces, una mañana, se levantó y huyó, sin decirle nada a nadie. Tenía 28 años.

Hizo autostop y al conductor que le paró le regaló su anillo de boda. Le soltó un billete de 500 francos (unos 500 euros) a un conserje del hotel Ritz en París y consiguió que le dieran una suite, pero como no le gustaba la decoración se puso a arrancar las colgaduras y las cortinas. Se cruzó con un grupo de chiquillos y les dio también a ellos varios billetes de 500 francos. Se empeñó en ver al cura de una iglesia y, al no encontrarlo, recaló en un café cercano, donde causó varios destrozos. Los camareros avisaron a la policía y acabó en un psiquiátrico. Estuvo allí dos meses y medio.

“Las palabras para referirse a mí han ido variando según las épocas: me han llamado maníaco-depresivo o bipolar… Un siglo antes me habrían calificado simplemente de loco. Me parece bien”, señala Gérard Garouste (París, 1946), uno de los artistas contemporáneos más importantes y reconocidos, un pintor tan genial como inclasificable.

Gérard Garouste. Foto: Mirela Popa

Sus obras alcanzan precios elevados (un lienzo suyo no suele venderse por menos de 50.000 euros). Ha expuesto varias veces en la mítica galería de Leo Castelli en Nueva York, el Centro Pompidou de París le dedicó en 2022 una amplia retrospectiva y sus cuadros forman parte de importantes colecciones públicas y privadas. Sin embargo, las más de 600 obras que Garouste ha pintado a lo largo de su vida las ha realizado a pesar de la enfermedad mental que sufre, en los momentos que su trastorno bipolar y los brotes psicóticos le han dado tregua.

“Cuando pinto sé que estoy bien. Cuando estoy mal estoy bloqueado, soy incapaz de pintar”, nos cuenta Garouste por videoconferencia. “La gente tiende a pensar que las enfermedades mentales ayudan a la creatividad, pero es al revés. Van Gogh era un genio, pero estoy seguro de que si hubiera dispuesto de los avances de la medicina actual su obra sería aún mejor. Muchas personas tienden a pensar que su obra es genial porque estaba loco, pero no es así. Van Gogh llevaba la genialidad dentro”.

La autobiografía de un hombre atormentado

Garouste hace ya tiempo que se desnudó ante el mundo, que reveló públicamente sus problemas mentales y sus numerosas angustias existenciales. Fue en 2009, cuando publicó El Intranquilo. Autorretrato de un pintor, de un hijo, de un loco. Un libro brutalmente honesto e impactante, escrito en colaboración con la periodista Judith Perrone y que por fin ve la luz en España de la mano de la editorial Errata Naturae. Se trata de la autobiografía de un hombre atormentado, sin paz interior, en busca constantemente de sí mismo y protagonista de rebeliones varias a fin de encontrar a su verdadero yo.

El Intranquilo arranca con una escena sobrecogedora: la noche en la que, en medio de la cena, el padre de Garouste amenazó de muerte a su madre por algo tan tonto como haber cogido la jarra por el cuello y no por el asa, subió a por su revolver y lo puso sobre la mesa. A partir de ahí el artista analiza la complicada relación que siempre mantuvo con su padre, un hombre autoritario, intransigente y profundamente antisemita que llegó a desprenderse de sus bienes más preciados para evitar que tras su muerte fueran a parar a manos de su único hijo, y que incluso le pidió a este que firmara una carta renunciando a su herencia. Algo que el artista firmó, a pesar de que el documento no tenía ninguna validez legal, y sobre todo cumplió: rehusó a la herencia de su padre y la misma pasó a sus propios hijos.

“Mi padre fue un tirano, un psicópata, según diagnosticó un psiquiatra que me trató durante años y al que le hablé mucho de mi infancia”, revela a El Confidencial Garouste, quien no derramó una sola lágrima en el funeral de su padre, al que no veía desde hacía tres años.

Creció escuchando los comentarios antisemitas de su padre, un vendedor de muebles que se enriqueció durante la guerra recuperando y revendiendo los bienes de judíos expoliados y deportados, en un ambiente empapado de violencia y agresividad, oyendo cada dos por tres a su madre decirle a su padre: “No, delante del niño no”. “Esa frase me daba muchísimo miedo. Yo no sé cuáles eran las dinámicas entre mis padres, lo que sé es que me angustiaba muchísimo”.

Todos los días, al salir de clase y tener que regresar a su casa, se le hacía una bola en el estómago. Así que cuando su padre le propuso ir a un conocido (y muy exclusivo) internado, aceptó encantado. “Creo que es lo único bueno que hizo conmigo: llevarme a un internado muy caro, donde había niños judíos, no judíos, niños de todas las procedencias, un lugar muy abierto, con un espíritu muy positivo y que para mí supuso una liberación. Estaba tan contento allí que incluso me gustaba la comida, que según recuerdan todos mis amigos del internado era absolutamente espantosa”.

El colegio de los niños olvidados

Ese colegio distaba mucho de ser el paraíso. Mantenía una férrea disciplina y, en algunos casos, era el lugar donde algunos ricachones ‘aparcaban’ a sus hijos. El escritor y premio Nobel de Literatura Patrick Modiano, que también asistió a ese internado y allí se hizo amigo de Garouste, recuerda en uno de sus libros el caso de un niño brasileño que llevaba dos años sin saber nada de sus padres. “Como si lo hubieran dejado en la consigna de una estación olvidada”, en palabras del escritor.

Garouste fue un mal estudiante. Pero sabía dibujar. Así que acabó ingresando en Bellas Artes, en contra de la opinión de su padre. “Fracasaba en todos los proyectos que empezaba. Ya entonces dibujaba y pintaba, y me gustaba la idea de acudir a la escuela de Bellas Artes. Además, Bellas Artes tenía carácter universitario, te daba derecho a comer por 2,5 francos (unos 2,5 euros)”, recuerda.

‘Le Coup de pied de l'étrier’, 2007, Gérard Garouste © Bertrand Huet / courtes Galerie Templon
‘Alt-Neu-Shul sur le Pont-Neuf’, 2020, Gérard Garouste © Bertrand Huet / courtes Galerie Templon

Eran tiempos en los que el arte conceptual arrasaba, tiempos en los que la figuración se consideraba absolutamente muerta y enterrada. Pero fue justo a la pintura figurativa a donde se encaminó Garouste, experto en nadar a contracorriente, en rechazar lo que otros le habían asignado y en buscar su propio lugar en el mundo. “Me frustraba mucho no tener un padre, y en la pintura figurativa encontré una especie de padre. La pintura figurativa tiene memoria, tiene recorrido, tiene tiempo, y ahí yo podía encontrar una figura de paternidad. En la época estaba muy de moda el arte conceptual, pero ahí yo no hallaba eso que estaba buscando”, nos cuenta.

“Un pintor siempre tiene un padre y una madre, no surge de la nada”, decía Picasso. Garouste surgió de la nada, en una familia dedicada desde hacía dos generaciones a la venta de muebles. Pero, por si acaso, decidió matar a Marcel Duchamp, padre del arte conceptual y uno de sus maestros, y consagrarse a la pintura figurativa, a los empastes, a las veladuras.

Una retrospectiva en el Pompidou

Pero esa no fue su única rebelión. También se casó con Élisabeth, una judía, aunque asegura que no fue para darle en las narices a su padre antisemita. “Cuando empecé a salir con ella como novios no me planteé si era judía o no. Pero al conocer a su familia me di cuenta de que eran especiales: eran personas de izquierdas, muy abiertas. Y su madre era muy fuerte, lo contrario que la mía”. Así que empezó a interesarse por la cultura judía, a estudiar La Torá e incluso el hebreo.

Mientras tanto, un lienzo suyo viajó a Nueva York y atrajo la atención de Leo Castelli, el primer galerista moderno, el marchante que descubrió el pop art, que se quedó embelesado con la maestría de Garouste y con la riqueza simbólica de sus cuadros, repletos de alusiones a la mitología, a la literatura, a la Biblia, a los estudios talmúdicos… “Para mí la pintura tiene una enorme dimensión simbólica. El arte conceptual no tiene límites: podemos coger un teléfono, podemos cortarle los cables, hacer con él cualquier cosa que nos dé la gana. Pero para mí esa es una falsa libertad. La libertad que yo considero tal es la que viene ceñida por fronteras, por las limitaciones que impone la amplia y larga historia y tradición de la pintura figurativa, por el espacio represivo que supone el marco de un cuadro”, explica.

‘Caved’, 2007, Gérard Garouste © Bertrand Huet / courtes Galerie Templon

Garouste tuvo en 1983 su primera exposición en la galería de Castelli de Nueva York, a la que seguirían otras. El entonces director del Centro Pompidou de París asistió a esa primera muestra de Garouste en Castelli. “Viajó hasta allí para decirme que sentía nulo aprecio por mi pintura, que no era en absoluto representativa del arte francés”, recuerda el artista. Cuatro décadas después, el Pompidou se rendiría a sus pies y le dedicaría a una amplia retrospectiva.

Garouste y Castelli trabajaron juntos durante años. “Nunca le dije una palabra acerca de mis brotes psicóticos, de mi paso por distintos psiquiátricos ni de lo que tardaba en volver a coger los pinceles, meses, unos meses larguísimos que me costaron buena parte de mi carrera”, escribe en “El Intranquilo”. “No supo nada. No intuyó nada de mis angustias”.

Garouste sigue angustiado, sigue medicado. “Soy frágil las veinticuatro horas del día”, reconoce en El Intranquilo. Pero hace ya 13 años, desde que salió el libro en Francia, que no ha tenido que ingresar en un psiquiátrico. Ha aprendido a captar los síntomas que anuncian un brote. “Ahora detecto cuando me acerco a momentos de delirio, y también mi mujer, y sabemos cómo afrontarlo. En cualquier caso llevo siempre conmigo el móvil, con línea directa a mi psiquiatra, con quien sigo haciendo sesiones todos los meses y quien me ayuda a gestionar los momentos en los que estoy muy arriba y los que estoy muy abajo. Y por supuesto sigo medicado, no podría vivir sin medicación”.