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Por qué hay que reflexionar
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Por qué hay que reflexionar

Javier Sádaba ofrece en su nuevo libro, 'El arte de filosofar' (Almuzara), una compilación de reflexiones para entender la realidad: desde el amor y la muerte a la eutanasia y la gestación subrogada. Publicamos algunas de ellas

Foto: Estatua del filósofo Platón en Atenas. (iStock)
Estatua del filósofo Platón en Atenas. (iStock)

La evolución ha dado a los humanos un cerebro que les obliga a pensar. Pensar se puede hacer de muchas maneras, mucho o poco, mejor o peor, bien o mal. Y la reflexión consiste en darse cuenta de cómo se piensa, en hacer pausas para fijarse en qué es lo que hacemos para vivir nuestra vida. Vida llena de obstáculos, de idas y venidas, con pésimos momentos y grandes placeres.

La reflexión, así, es la brújula de la vida, el descanso para seguir andando, el parón para seguir caminando, lo que nos orienta en la existencia.

La reflexión es lo que posibilita elegir lo que nos importa, lo que evita caer en las apariencias y no dejarse llevar del primer deslumbrón

La reflexión nos defiende de la tonta credulidad, de la inercia, de debilitar más y más la voluntad. La reflexión es, por tanto, el antídoto contra dicha inercia, lo que posibilita elegir lo que nos importa, lo que evita caer en las apariencias y no dejarse llevar del primer deslumbrón. Y cosa importante, de no entrar en una sexualidad que nos lleve a situaciones de las que arrepentirse o a un supuesto amor que solo es flor de unos días y penitencia de años.

Se preguntará inmediatamente cómo se lograría. Una respuesta inmediata y que no es simple tautología consistiría en que la reflexión se consigue reflexionando. Y otra, con mayor contenido que dicha reflexión, hay que ejercitarla colocándose en aquellos ambientes en donde el pensar no fuera mera estupidez, que no se ciñera al puro existir o a la carencia de conversar. Y consiste en leer, estar atento a lo que sucede en la actualidad, abrirse al mundo y huir de la imbecilidad.

Lo dicho no es autoayuda. Lo dicho es reflexionar.

placeholder Portada de 'El arte de filosofar', el nuevo libro de Javier Sádaba.
Portada de 'El arte de filosofar', el nuevo libro de Javier Sádaba.

Amor

Decir algo sobre el amor da pereza y produce miedo. Da pereza porque no se sabe por dónde empezar o continuar. Tantos son sus flecos. Y produce miedo, puesto que se ha escrito o cantado tanto sobre el amor, que toda palabra parece una palabra de más. O repite lo que otros ya dijeron. O cae, sin más, en lo trivial. El amor, sin embargo, sustrayéndose a la más generosa definición, nos persigue con su cuerpo real, con su poder absorbente. El más preciado de los bienes que decía Platón y el más peligroso de los males, que hace llorar al que sucumbe en el trapecio del desamor.

Por otro lado, el filosofar no tiene, a lo que parece, credencial alguna, para hurgar en este siempre delicado tema y ofrecernos alguna especial visión que nos posibilite pasar de la ceguera, que puede acechar al enamorado, a la contemplación sosegada de ese tan humano fenómeno.

Digamos, por el contrario, que la filosofía tiene, si no carta blanca, sí la capacidad de darle vueltas a la razón y los sentimientos, a analizar nuestro lenguaje, a colocarnos en disposición de entender o aprender más de todo lo que vive y se mueve. Y también de lo que muere. Es desde lo que muy, muy sintéticamente, voy a hablar. Y lo haré del amor, pasión, las mariposas del alma, de lo que da tanta luz que sus destellos pueden cegarnos. Además, doy por supuesto que tiene sus muy decisivos sustratos genéticos y neuronales. Que, en suma, la oxitocina o la dopamina nos envuelven. Lo que sucede es que vivimos culturalmente. Y la cultura es la última capa de nuestra existencia.

Calmado ya el impulso primero, lo que se ama es posible juzgarlo con mayor objetividad, continuar lo que fue un inicio o abandonarlo

El enamoramiento y el amor son dos procesos o etapas distintos. El enamoramiento es como un rayo del que no podemos defendernos, un golpe que nos da la naturaleza dejándonos en manos de lo que nos sorprende, entusiasma, gusta. El amor es un momento bien distinto. Calmado ya el impulso primero, lo que se ama es posible juzgarlo con mayor objetividad, continuar lo que fue un inicio o abandonarlo. Esto es decisivo. Y no tenerlo en cuenta lleva a la pérdida de tiempo, a lo que se suele denominar tóxico, y a la zozobra.

Lo dicho debería ser de sobra conocido, pero conviene recordarlo constantemente, al igual que los ritos de paso que estudian los antropólogos y que nos van introduciendo en la madurez.

placeholder El filósofo Javier Sádaba.
El filósofo Javier Sádaba.

Pero existe otro estadio más avanzado y que constituye la piedra angular del amor. Es la del amor maduro, lo que continúa en el tiempo, lo que es retrato de nuestra vida, lo que nos da sentido o aquello en lo que tropezamos y caemos.

¿Qué tendría que decir la filosofía a esto último? Aparte de mostrar un respetuoso silencio... Que el vivir es una sensata lucha contra la inercia, que hay que cultivar el huerto del amor, que hay que pensarlo, que hay que gozarlo día a día y, cosa importante, que hay que insertarlo en una gran conversación, que es el retrato, más joven o más viejo, de lo que somos.

Los gestos

Los gestos acompañan a las palabras. Hay gestos que las enfatizan, hacen volar lo que se dice, suplen el silencio, apuntan a lo que se quiere alcanzar y no se puede. El gesto, así, es un lenguaje añadido, una sombra que quiere dar luz al lenguaje.

Hay gestos feos, gesticulación zafia, movimientos que, en vez de acercar, apartan. Son los gestos carentes de elegancia, brutos o bobamente simples.

Pero hay gestos exquisitos. Son los que nacen entre los amantes. Un beso que sella un silencio pleno o un beso sin fin que es como la unión perfecta de dos que se aman.

Ese gesto que rodea la piel, enciende la mirada, aprieta los cuerpos, busca lo infinito, es presagio de felicidad, es decir, todo sin decir nada... es el que yo quiero que te llegue, mi muy amada Ana.

placeholder El filósofo Friedrich Nietzsche en 1894. (iStock)
El filósofo Friedrich Nietzsche en 1894. (iStock)

Nihilismo

Es fácil escuchar a la gente definiéndose nihilista o tachando a otros de serlo. Pero la palabra tiene más de un significado y no estará de más abundar en ello.

Nihilismo viene de la palabra latina que, etimológicamente, quiere decir "nada". Por eso se suele afirmar que el nihilista no cree en nada. En sentido estricto es imposible. Si alguien no creyera absolutamente en nada tendría que callarse o habría que encerrarlo.

En ocasiones, el llamado nihilista que no acaba de creer no está suficientemente fundamentado. Se trata de una actitud prudente. Otras veces, se la equipara al escepticismo. En este caso se pone el acento en la debilidad de nuestras capacidades para comprender la realidad en sí misma o a la mucha mentira que generamos los humanos en sociedad. Y, por agotar algunos de sus usos más relevantes, en el lenguaje sería propio de los pesimistas. El pesimismo nace de una psicología que tiende a fijarse antes en los males que en los bienes. Este tipo de nihilismo es bastante insoportable.

El pesimismo nace de una psicología que tiende a fijarse antes en los males que en los bienes. Este tipo de nihilismo es bastante insoportable

Históricamente, dejando de lado a Agustín de Hipona que llamaba a los no cristianos nihilistas, Nietszche pasa por ser el padre de esta corriente filosófica. Pensaba que había que destruir los valores heredados, subvertirlos, porque, en verdad, no valían y entorpecían la vida.

Pero el nihilismo en estado puro lo encontramos en Rusia.

Frente a la corrupción de los zares, un grupo radical se alzó proponiendo destruir todo. Habría, sin más, que destruir. A quienes esto piensan también se les acostumbra a llamar anarquistas.

Un sano anarquismo debería tener como tarea destruir la falsedad que nos envuelve

Dostoievski lo criticó, y es que destruir sin construir es lo mismo que autodestrucción.

Me quedo con Dostoievski. Añado que, un sano anarquismo hoy, debería tener como tarea destruir la inmensa falsedad que nos envuelve, proponiendo, eso sí, algún mundo alternativo que, con modesta decisión, querríamos ver hecho carne algún día.

placeholder Sigmund Freud. (CC)
Sigmund Freud. (CC)

La angustia

La angustia es como un dolor del alma, un sentirse mal en general, un estado en que todo se nubla y una extraña congoja se apodera de nosotros. No es miedo o temor a algo concreto. Se instala a nuestro alrededor y hace que salten las lágrimas con facilidad.

Etimológicamente quiere decir "estrechez" y es que en vez de expandirnos nos comprimimos. Freud pensó que era consecuencia de la represión sexual y los existencialistas la ven como el terror que nos produce el tiempo en su avanzar hasta la muerte. Muchos existencialistas la han manoseado tanto que a veces se presenta como una actitud elegante y propia de burgueses que se miran con falsa ternura a sí mismos. Al mismo tiempo, muchos psicólogos dan banales consejos a quienes les llegan angustiados, mientras les exprimen el bolsillo. La angustia del despertar, la más universal de las angustias, es el recuerdo de que volvemos, con sueños y pesadillas, a un mundo que es mudo y siempre muestra un rostro hostil. Es un recuerdo de que estamos radicalmente solos. Es un recuerdo de nuestro pasado lleno de heridas. Es un recuerdo de que, queramos o no, nos movemos en el reino de la mentira.

Pero es una ocasión para reírnos de nosotros mismos, dar y recibir una caricia y no olvidar lo reparador que es un vaso de buen vino.

La evolución ha dado a los humanos un cerebro que les obliga a pensar. Pensar se puede hacer de muchas maneras, mucho o poco, mejor o peor, bien o mal. Y la reflexión consiste en darse cuenta de cómo se piensa, en hacer pausas para fijarse en qué es lo que hacemos para vivir nuestra vida. Vida llena de obstáculos, de idas y venidas, con pésimos momentos y grandes placeres.

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