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'Cristo está en Tinder': queridos tuiteros, youtubers e influencers, Rodrigo García os desprecia infinito
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'Cristo está en Tinder': queridos tuiteros, youtubers e influencers, Rodrigo García os desprecia infinito

El director y dramaturgo regresa a los escenarios para arremeter contra el universo de las redes sociales en el Teatro de La Abadía

Foto: Rodrigo García dirige 'Cristo está en Tinder'. (Teatro de La Abadía)
Rodrigo García dirige 'Cristo está en Tinder'. (Teatro de La Abadía)

Susú está en la cocina, haciendo huevos fritos y tostadas para el desayuno. Se da la vuelta y descubre a su pareja. Qué haces, le pregunta. "No me canso de mirarte", responde él, mientras se baja los pantalones, le baja a ella los suyos y "se la folla por el culo como todas las mañanas". Chunchuna y Beba charlan en el spa de la urbanización La Zagaleta. Hablan de las posibles opciones de pareja ideal: el gruñón que te lleva la contraria, el pobre diablo que te dice que sí a todo o ese otro espécimen humano "que pasa de ti como de comer mierda". Una de ellas resuelve que la mejor forma de convivir en pareja es la última porque ya lo dijeron Shakespeare, los Sex Pistols, Bach, Dante y Homero: "Qué solos estamos cuando estamos en la misma y reiterada compañía". O sea, esa soledad de gente que parlotea de forma compulsiva, que comparte ruido e intrascendencia, que busca distracciones, que caza novedades, gente con "tristezas redondas, soledades cónicas y ansiedad piramidal". Esa gente somos nosotros, claro.

Así comienza Cristo está en Tinder, del director y dramaturgo hispano-argentino Rodrigo García, el creador más influyente e irreverente del teatro español de las tres últimas décadas, director del Centro Dramático Nacional de Montpellier entre 2014 y 2017. La pieza, estrenada en el Teatro de La Abadía, que nace del asombro y el desprecio que le provoca al autor el universo de las redes sociales y comienza así, con sus intérpretes —Elisa Forcano, Selam Ortega y Carlos Pulpón— convertidos en personajes de fotonovela, en pantalla, con un fondo de croma, manteniendo diálogos absurdos a medio camino entre el chat de WhatsApp y el bocadillo de cómic, personajes surrealistas que irán apareciendo a lo largo de la pieza y que se llamarán Nélida Lobato, Mimí Pons, Beba Bidart o Chunchuna, nombres de vedettes argentinas de los años 70. Y este es el primer truco que usa Rodrigo García en esta obra: "Yo no escribo personajes, sino frases sueltas, pero aquí hago una trampa y divido el texto en boca de personajes que quería que tuvieran un nombre cachondo, divertido, y uso los nombres de grandes actrices de televisión y revista argentinas, de cuando yo estaba en la pubertad y me volvían loco sexualmente, nombres con una sonoridad que me gusta", explica a este diario.

Una moto cubierta de barro

"Una moto embarrada con una persona encima también llena de barro", esa es la imagen de la que partió Rodrigo García para empezar a escribir Cristo está en Tinder, una pieza que nace de la extrañeza e incomodidad que le provoca "esta forma de vivir y de relacionarnos mediante redes en la que he decidido no participar, con las que no tengo contacto, y que observo con la mirada de un viejo, casi con ternura, porque parece que tenemos una nueva identidad, nos hemos convertido en turistas y es extraño y apasionante, pero también es decadente".

placeholder Un momento de 'Cristo está en Tínder'. (Teatro de La Abadía)
Un momento de 'Cristo está en Tínder'. (Teatro de La Abadía)

En escena, una pantalla blanca y un suelo de moqueta blanca, esa moto de cross embarrada aparcada en un extremo y un puff enorme, de color marrón, un objeto tan blando y maleable como nuestras opiniones en redes sobre el que se sentarán y tumbarán los tres performers, como si aquello fuera un chill out en el que estuvieran pasando el rato y hablando de sus cosas. Junto a Pulpón, Ortega y Forcano, el músico Javier Pedreira, que tocará la guitarra, a veces colocada sobre sus rodillas, durante casi toda la pieza. Y un perro, un perro robot llamado Tito que se moverá por el escenario y compartirá con el público un diario en el que registrará sus reflexiones: “No tengo ni tendré arrugas con los años. No tendré achaques. No conoceré el amor. No sentiré envidia. No odiaré una ciudad ni me reiré de sus costumbres, nunca detestaré el brócoli ni querré ver muerto a nadie. Nunca sabré lo que se siente al hacerse viejo, ni al beber whisky, nunca le tendré miedo a la muerte”, escribirá.

García se reencuentra en esta pieza con Carlos Marquerie, que firma el diseño de luces tras varios años sin colaborar juntos, pero es la primera vez que el director trabaja con actores tan jóvenes (a alguno de ellos le saca 40 años) y tan alejados del registro y el compromiso con su obra de quienes le han acompañado a lo largo de gran parte de su trayectoria —Juan Loriente, Gonzalo Cunill, Patricia Lamas, Nuria Lloansi, Miguel Ángel Altet o Juan Navarro— intérpretes con los que García comenzó a hacer teatro en los 90, cuando llegó a Madrid y empezó a estrenar la Sala Pradillo o en la Cuarta Pared piezas como El dinero, Protegedme de lo que deseo, Conocer gente, comer mierda o Haberos quedado en casa, capullos. Rodrigo García se la juega en esta obra, y esa decisión de riesgo le honra, con actores a los que no conoce, con los que no comparte generación, intérpretes que no observan con extrañeza ese universo virtual que al director le provoca rechazo, una decisión que adoptó, dice, “para llegar más frágil a trabajar, me junté con otras generaciones porque quería comprenderlas, entender su mundo, el mundo que compartimos actualmente".

placeholder Otro momento de la obra. (Teatro de La Abadía)
Otro momento de la obra. (Teatro de La Abadía)

Cristo está en Tinder supone la vuelta de García a los escenarios después de tres años de ausencia tras el estreno en febrero de 2020, justo antes de la pandemia, de PS/WAM (Piano Sonatas/ Wolfgang Amadeus Mozart), una pieza performativa a modo de instalación con el escenario de la Nave 11 de Matadero repleto de objetos, entre los que deambulaba el público junto a los actores Juan Loriente y Daniel Romero, con textos escritos en rollos de papel e imágenes en pantalla. Aquella fue una obra fallida, explica el director, “me pegué un tortazo impresionante, me pasé tres pueblos porque era tan instalativa que nos fue muy mal, nadie la compró”. Y, sin embargo, Rodrigo mantiene en Cristo está en Tinder varias decisiones que tomó en aquella obra (también algo antes) y que definen de forma importante por dónde va su teatro ahora.

La persona más despreciable del mundo

En Cristo está en Tinder, uno de sus intérpretes se pregunta si debería "follar con su hija y su marido" y otro le responde "sí, los lazos afectivos se consolidan". Rodrigo García parodia y ridiculiza a tuiteros, youtubers, influencers, emprendedores y celebrities varios a través de una voz, la suya, la voz de alguien despreciable, una voz que no puede ser interpretada de forma literal: "Intento ser la persona más despreciable del mundo, que el espectador vea un discurso despreciable y no sé por qué la gente no es capaz de ver que todo esto es una ficción. Macbeth es un personaje perverso, pero a nadie se le ocurre pensar que Shakespeare pensaba o era como Macbeth. Lo mío también es ficción y confieso que también es una maldad que me divierte mucho", dice.

Son escenas hacia dentro, cerradas, con cuerpos que despliegan una conversación entre ellos y no un diálogo con el espectador

Esos textos en los que Rodrigo vuelca toda esa visión cáustica y corrosiva que tiene de la sociedad en la que vive son dichos en playback por los actores, con voces grabadas, una decisión que provoca distanciamiento, resta brutalidad, rebaja la violencia y convierte preguntas tan terribles como esa en algo casi banal, casi cómico, textos que el autor y director usa para atacar tanta adhesión y tanto rebaño, al tiempo que plantea esa defensa del pensamiento individual que ha permanecido inmutable a lo largo de toda su trayectoria:"“Basta de adoctrinamientos, ser un enfermo mental con extraños pensamientos como recurso literario no significa que sea un nazi. Me asombra que se pierda la capacidad de pensamiento individual", dice.

Y ese playback marca también una distancia con el público que ya estaba en PS/WAM, un público al que Rodrigo parece no reconocer como interlocutor colectivo, sino individual, en una pieza de estructura fragmentada en la que no solo hay fotonovelas, también mucha danza, la primera de sus obras en la que tiene tanto peso el movimiento. Pero son escenas hacia dentro, cerradas, con cuerpos que despliegan una conversación entre ellos y no un diálogo con el espectador, como si esos intérpretes también se sintieran solos rodeados de la misma y reiterada compañía, nosotros.

Menos violencia y más ternura

A pesar de que sigue escribiendo salvajadas, Rodrigo García prescinde de esa violencia orgánica tan habitual en su obra. Ya no le interesa hacer piezas espectaculares, ese tipo de montajes en los que sus intérpretes se escupían, se vomitaban, se pegaban o acababan pringados y embadurnados de todo tipo de fluidos. "Estoy en un plan más tranquilo, ya no estoy ahí, se puede hacer poesía sin violencia, sin tirar mierda por ningún lado", confiesa a quien escribe. Cristo está en Tinder es una pieza limpia, impoluta, un poco fría, con una vocación más poética, más abstracta, más conceptual y más cercana al lenguaje del arte contemporáneo que del teatral, en la línea de las últimas piezas de Angélica Liddell o El Conde de Torrefiel. Si tiene que elegir entre ver teatro o irse a la Bienal de Arte de Venecia, García optará por lo segundo.

Lo único sucio en esta obra, lo único orgánico que veremos en escena será esa moto embarrada, una moto que quizá sea un símbolo de libertad, esa posibilidad de poder correr campo a través escapando del asfalto y la estupidez. Junto a esa imagen, la más icónica del montaje, otra espectacular: el cuerpo desnudo de Elisa Forcano, que se tiende sobre un lecho de patatas fritas, con movimientos lentos y amplificados por un micrófono que nos hará creer que ese cuerpo se está rompiendo mientras se va tumbando sobre ellas.

La imagen más icónica del montaje es la del cuerpo desnudo de Elisa Forcano, que se tiende sobre un lecho de patatas fritas

El director construye imágenes cuyo significado no siempre es claro, concebidas como si estuviera componiendo un cuadro abstracto, y vemos a sus intérpretes vestidos con abrigos de piel y moviéndose a ras de suelo como animales, o acercándose, empujándose y alejándose con violencia, con un hacha en una mano y una peluca en la otra, para acabar mordiéndose el cuello o besándose en la boca. Los veremos también en pantalla precipitándose a una fosa, mientras en escena sus cuerpos se entrelazan y se funden en un amasijo hermoso. Maravilloso el trabajo y el movimiento en escena de Elisa Forcano y Selam Ortega, dos actrices a las que hay que seguir, junto a Carlos Pulpón, un actor versátil y sabio.

Pero hablemos de la ternura, el gran hallazgo de esta pieza. "En esta casa todo es artificial. ¿Qué fue de los llamados materiales nobles?", dice Carlos Pulpón con la nariz llena de algodón y esparadrapos en uno de los dos únicos textos sin playback de la obra, en el que propone "fabricar helados y elevar murallas, conseguir en el mercado las frutas de estación y en las canteras las piedras más resistentes y con formas bellas, defender la crema helada con cañones si hace falta, disparar al enemigo balas de todos los sabores. La idea es poner una tienda de chuches en el espacio sideral, la primera tienda de chuches en el espacio y que a medio plazo se convierta en una franquicia interplanetaria".

Rodrigo García ha vuelto, más sereno, más poético, pero igual de interesante

Y esas palabras cargadas de una inocencia infantil tienen algo de respuesta a todo ese universo que Rodrigo desprecia, que no entiende, que le produce asombro y que le parece ridículo y decadente, tanto como la educación normativa, a la que opondrá la lectura y los libros ("¿Puede el ser humano vivir en paz consigo mismo luego de pasar por la escuela primaria?: ni lo sueñes"), y a Sandokan y Tom Sawyer como antídoto para sobrellevar el sempiterno “debes esforzarte más” escrito en su cuaderno de deberes.

Rodrigo García ha vuelto, más sereno, más poético, pero igual de interesante, igual de libre, igual de brutal. Y para quien se quede con ganas de más, la obra se acompaña de una exposición en el Absidiolo del Teatro de La Abadía en la que se pueden ver dibujos, bocetos y materiales del proceso creativo de Cristo está en Tinder, una muestra que coincide con otra, llamada Bienvenidos a Mohenjo-Daro, en la galería madrileña La Caja Negra, en la que Rodrigo reinterpreta en clave contemporánea y con formato de instalación la antigua ciudad del Valle del Indo, considerada uno de los primeros vestigios de comunidad, en la que usa la Teoría de cuerdas para articular un universo de materiales y objetos reciclados: botes de detergente, zapatillas de deporte, esponjas o muñecos.

Cristo está en Tinder. Autor y director: Rodrigo García. Intérpretes: Selam Ortega, Elisa Forcano, Carlos Pulpón y Javier Pedreira. Hasta el 11 de junio en el Teatro de La Abadía.

Susú está en la cocina, haciendo huevos fritos y tostadas para el desayuno. Se da la vuelta y descubre a su pareja. Qué haces, le pregunta. "No me canso de mirarte", responde él, mientras se baja los pantalones, le baja a ella los suyos y "se la folla por el culo como todas las mañanas". Chunchuna y Beba charlan en el spa de la urbanización La Zagaleta. Hablan de las posibles opciones de pareja ideal: el gruñón que te lleva la contraria, el pobre diablo que te dice que sí a todo o ese otro espécimen humano "que pasa de ti como de comer mierda". Una de ellas resuelve que la mejor forma de convivir en pareja es la última porque ya lo dijeron Shakespeare, los Sex Pistols, Bach, Dante y Homero: "Qué solos estamos cuando estamos en la misma y reiterada compañía". O sea, esa soledad de gente que parlotea de forma compulsiva, que comparte ruido e intrascendencia, que busca distracciones, que caza novedades, gente con "tristezas redondas, soledades cónicas y ansiedad piramidal". Esa gente somos nosotros, claro.

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