Es noticia
Hiroshima: la superviviente de la bomba atómica y el 'fantasma' de la niña que le pidió agua
  1. Cultura
Prepublicación

Hiroshima: la superviviente de la bomba atómica y el 'fantasma' de la niña que le pidió agua

Agustín Rivera, ex corresponsal en Japón, publica 'Hiroshima: testimonios de los últimos supervivientes' (Kailas periodismo). Este es uno de los capítulos más estremecedores.

Foto: Las nubes de hongo en Hiroshima (izquierda) y Nagasaki (derecha). (George R. Caron)
Las nubes de hongo en Hiroshima (izquierda) y Nagasaki (derecha). (George R. Caron)

Tarde del 6 de agosto de 1945. Hiroshima es un infierno.

La niña no tenía agua y no sentí la necesidad de detenerme en mi camino. Es el tormento de mi vida. ¿Por qué no la ayudé? Siempre ha sido un peso en mi corazón.

La temperatura era cien veces mayor que la de ahora. Algunos caían al río y se ahogaban. En el agua flotaban muchos cadáveres. Olían a muerto, como si fueran pescado podrido. Todavía veo el color negro de los cuerpos descompuestos.

La poca gente que había en la calle tenía la espalda carbonizada y de los cadáveres putrefactos salían gusanos, que luego se convertían en moscas. Y esas miles de moscas, las únicas que se movían con libertad, volvían a posarse en los cuerpos de los muertos. Los heridos caminaban en silencio.

placeholder Portada de 'Hiroshima: testimonios de los últimos supervivientes', del ex corresponsal en Japón Agustín Rivera.
Portada de 'Hiroshima: testimonios de los últimos supervivientes', del ex corresponsal en Japón Agustín Rivera.

Setenta y cuatro años después de la tragedia, en el atiborrado salón de su casa de la avenida de la Paz de Hiroshima, Mori-san relata lo que ocurrió ese día. Lleva unas gafas de pasta roja y la sonrisa y la dulzura reinan en la expresión de su cara. Tiene el cuerpo encorvado hacia el lado derecho. El cabello, muy poblado, está algo revuelto.

La Segunda Guerra Mundial se acabó cuando ella contaba diecinueve años. "La edad en la que he estado más hermosa", asegura. Estudiaba tercer grado en la Escuela de Formación Profesional para Niñas de Hiroshima (actual Universidad de la Prefectura). En el momento en que arrojaron la bomba se encontraba en uno de los edificios del Cuartel General de la Marina, que fue evacuado parcialmente a la aldea de Iguchi (hoy barrio de Nishi). Y lo recuerda con total nitidez. No olvida lo que ocurrió.

Se ríe, y habla bajito, en un japonés estándar, sin dialectalismos. Pero se pone seria cuando enseña fotografías. Su amiga, una profesora veinte años más joven que también lleva gafas, le acompaña en la conversación. Cuenta que es la primera vez que Mori-san habla con un extranjero, y ella, que no quiere que se desvele su nombre, escucha con atención las explicaciones de su maestra de vida.

En una parte de su rostro se advierte una mancha de unos cinco centímetros. Con el dedo índice de la mano izquierda va señalando cosas, objetos e, incluso, ideas. Gesticula con la mano derecha, pero también con la izquierda. Agita ambaspara aportar más viveza a su relato, sereno, vívido, oscuro, luminoso. Y revelador.

Cuando comprende algo, dice "Okey!" y dibuja el gesto en el aire con un círculo que tiene como protagonista absoluto al dedo gordo. En "Okey!" alarga mucho la "e" y la "i griega", unos tres segundos, para que el interlocutor se dé cuenta de su aprobación.

Lleva puesto un vestido azul ribeteado con flores verdes. Suena el teléfono, por primera vez. Se levanta y responde: "Hai, moshi-moshi?".

Le ha dicho a su amiga que ahora mismo está ocupada. Que la llame más tarde. Nos invita a un té verde delicioso, y Apolo, el perrito de aguas saltarín que recibe al visitante como si fuera el mejor regalo del mundo, se queda muy tranquilo debajo de la mesa rectangular mientras escucha a su dueña. El dios del sol se hace fuerte en Hiroshima. En la calle, la temperatura sobrepasa ya los 35 grados a las 10.07 horas.

placeholder Masayo Mori. TOÑI GUERRERO
Masayo Mori. TOÑI GUERRERO

Cuando Japón invadió Manchuria, yo tenía cinco años. Fui completamente feliz en la escuela hasta que, con el paso del tiempo, todo se fue tiñendo de guerra. En los libros de texto se repetían palabras y oraciones como "flor", "paloma", "judía", "paraguas", "sombrilla de papel", "cuervo" o "gorrión", palabras que realzaban las características idílicas de la vida tranquila en un país agrícola como Japón. Sin embargo, yo comencé a notar que la guerra se acercaba cuando me llevaban una vez al mes a rezar por la victoria a los dioses sintoístas del santuario de Shirakami, o cuando adorábamos el Palacio Imperial. En secundaria entré en un colegio femenino de Hiroshima. Y de manera gradual, poco a poco, las milicias empezaron a sospechar del centro. La gente comenzó a pensar que era un colegio-espía. Porque lo dirigían cristianos protestantes. De ellos y de la Biblia aprendí que hay que buscar el amor auténtico, que un amor sin acción es algo vacío. Es como si arrojas dinero al suelo y no suena. El amor se convierte en algo hueco. Es muy importante promover la oración y la acción de gracias.

En el colegio teníamos entre siete y ocho profesores estadounidenses que daban clases de Inglés, Educación Física, Música y Piano. Me acuerdo de uno que se llamaba Cooper. Era el único centro de Hiroshima con profesores americanos. Había un ambiente muy internacional y atractivo, aunque también elitista, sin duda. A mí me encantaban la caligrafía y dibujar con pinceles. También disfrutaba con el escondite y las casitas, y practicaba juegos malabares.

placeholder Detalle de la casa de Masayo Mori. TOÑI GUERRERO
Detalle de la casa de Masayo Mori. TOÑI GUERRERO

Cuando las cosas empezaron a ponerse tensas, la Junta de Educación de la ciudad les dio a los profesores la orden de regresar a Estados Unidos. Los maestros llevaban mucho tiempo en Hiroshima y la despedida fue un poco dramática. "¡Espías, espías!", les gritaban.

Y a veces les lanzaban piedras. Los niños tiraban arena cuando veían a estudiantes de mi colegio, y en Hiroshima había una oposición general a que siguiera abierto. Intentaron cerrarlo muchas veces y hasta querían arrancarle la placa con el nombre. Para los profesores era muy difícil mantenerse allí. Todos los días había problemas y era complicado ir a clase. La Policía Militar examinaba cada rincón de las instalaciones y se criticaban y perseguían los cursos sobre la Biblia y la letra de los salmos, igual que los profesores extranjeros.

Recuerdo con dolor cómo trataron a Mitsui-san, el director del colegio. Las autoridades de la prefectura lo presionaban para que dejara el cargo, pero no lo hizo. Las milicias le interrogaban todos los días sobre qué era más importante, el cristianismo o el emperador. O también sobre el judaísmo. En ese momento sentí el terror del nacionalismo y del autoritarismo de mi país, aunque más tarde supe que esas prácticas eran muy comunes en Japón. Todo eso siempre me recuerda los horrores de un país militarizado.

El gobierno ordenó que los jóvenes dejáramos de estudiar y nos dedicáramos a trabajar, sobre todo en labores relacionadas con la Armada. Cada vez sufríamos más bajas y las unidades se reducían poco a poco, así que empezaron a enviar barcos privados que eran empleados por el Ejército, porque el estado les pagaba a las empresas que los ofrecían para la guerra.

¿Que qué hacía en concreto? Pues revisar los contenidos de los manifiestos de carga de los barcos que transportaban mercancías y pasajeros desde Manchuria a las islas del sur. Los informes daban cuenta de las bombas que se habían lanzado o explotado, de los barcos que volvían y de los hundidos; se reseñaba cualquier accidente. Trabajé en eso durante un año y medio. Y cuando recibía los informes me daba cuenta de que las cosas no podían ir bien. El gobierno nos decía que iba ganando la guerra, pero los datos que yo tenía indicaban lo contrario.

No puedo olvidar el impacto de la noticia del bombardeo de Tokio del 10 de marzo de 1945. Los estadounidenses enviaron trescientas unidades de aviones B-29 que ejecutaban formaciones en círculo. Los edificios, hechos de papel y madera, comenzaban a arder y nadie podía huir. Eran homicidios contra civiles.

El peligro siempre acechaba

En casa tapábamos las ventanas con materiales muy gruesos para que la luz no saliera al exterior. Y no podíamos hacer casi nada. Había miedo a que los B-29 detectaran cuáles eran las casas habitadas. Los vigilantes hacían rondas, y cuando alguno veía luz que salía de las casas, se acercaba y les pedía por favor que cerraran las ventanas. No usábamos velas, pero la luz eléctrica era muy débil, muy poco brillante. Y por mucho que quisiéramos no se podía leer.

Durante la guerra existían grupos de mujeres que se organizaban para practicar técnicas de defensa ante un posible ataque de los americanos. Apuñalaban con bambús y también apagaban incendios con agua y arena. Y a los soldados que se iban al frente les despedíamos al grito de Banzai!, banzai! (¡Larga vida al emperador!).

placeholder Dos jovenes, rezando ante el cenatofio de Hiroshima en memoria de las víctimas de la bomba atómica. TOÑI GUERRERO
Dos jovenes, rezando ante el cenatofio de Hiroshima en memoria de las víctimas de la bomba atómica. TOÑI GUERRERO

Como no había comida, las raciones de bento se elaboraban como la bandera de Japón: arroz y una frutita roja colocada en el centro. No había más. Todo se hacía por el país y todos aguantábamos, aunque no hubiera alimentos, ni ropa, ni zapatos. Todo era para Japón. En aquella época había dos lemas nacionales: "No quiero nada hasta ganar" y "El lujo es un enemigo". Aquella mañana del 6 de agosto yo estaba trabajando, como cada día, con los manifiestos de los barcos. Y militares, civiles, sirvientes y estudiantes movilizados hacían cola para recibir instrucciones de los oficiales. Todo pasó muy rápido. Fue una luz muy fuerte. Y luego un estruendo. Pensé que había explotado algo cercano a nosotros. Pregunté y nadie sabía exactamente qué había pasado. Primero creímos que era una bomba, digamos, normal. Pika!, Pika! ("¡Una bomba, una bomba!").

Mori-san pronuncia la "a" muy larga y la sostiene durante tres segundos. Y mueve la mano hacia la derecha con la velocidad de una adolescente.

Fuimos de inmediato a un refugio antiaéreo que habían construido para evitar que nos pasara lo mismo que en los bombardeos de Tokio. Corrimos hacia allí nada más escuchar la explosión. El lugar estaba en alto. Cabíamos unos veinte y estuvimos allí un tiempo.

La cultura japonesa y su idioma han forjado una alianza formidable con lo ambiguo. Shibaraku (un tiempo), repite Mori-san, que se niega a precisar.

La gran nube

Empezamos a salir poco a poco y vimos una nube sobre la ciudad. Lo único que sabíamos era que había ocurrido algo importante, inusual. Pero ese fue el momento en que Hiroshima se convirtió en una ciudad de muerte. Pronto comenzaron a llegar los primeros heridos. No estaba muy claro cómo habían venido, quizá caminando, o quizá los trasladó alguien.

La idea de que hubiera caído una bomba atómica no existía todavía en nuestro imaginario. Ni se nos pasaba por la cabeza.

El día antes de que la tiraran, al acabar el trabajo, me despedí de Yasuko Nakazawa, una amiga de mi misma unidad. "Mañana no vendré porque tengo que ir a la demolición de viviendas", me dijo. No sabíamos dónde estaba, pero sí que su localización se encontraba muy cerca del hipocentro del estallido. Y fui a buscarla junto con un militar y un estudiante. Era mi deber. Pero nos encontramos con muchos cadáveres amontonados. Era la primera vez que veía un muerto. Me quedé conmocionada. Recuerdo las ampollas, del tamaño de cuencos de madera, visibles sobre sus cuerpos.

Para llegar a la ciudad teníamos que tomar un barco de vapor, pero había dejado de funcionar. Junto con otro amigo, y escoltados por un sargento experimentado, cogimos un bote, el único medio de transporte posible en ese momento. Cuando puse un pie dentro del gran edificio del ejército, que se llamaba Kaisenkan, me esperaba un mundo muy impactante.

Personas quemadas y heridas que huían de la ciudad. En la periferia del Campo de Instrucción Militar, al lado de algunos árboles, un gran agujero que ya se estaba utilizando para incinerar cadáveres. En las ramas de los árboles colgaban trozos de papel y, cuando me acerqué, pude leer los nombres de personas a quienes conocía que ya habían sido incineradas. También me llamaron la atención las protecciones que se ponían sobre las botas a modo de cubierta. De allí salía líquido. Pero no era agua, sino que procedía de las heridas y las quemaduras.

placeholder El periodista Agustín Rivera junto a Masayo Mori, superviviente de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima. TOÑI GUERRERO
El periodista Agustín Rivera junto a Masayo Mori, superviviente de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima. TOÑI GUERRERO

La mayoría de la gente buscaba supervivientes. Muchos se dirigían al santuario sintoísta Tosho-gu, hacia el norte de la ciudad, cerca de la estación de tren. El santuario ya no tenía techo, pero había algunos heridos. Deseaba que mi amiga Yuko estuviera allí y caminé entre ellos, entre personas que no sabía si estaban vivas o no.

Nakazawa! ¡Yasuko-san!", clamé sin suerte.

De mala gana, supe que era el momento de salir de allí. Y tras varias horas me rendí y decidí marcharme. Pero cuando salía del santuario, oí la voz de una niña pequeña, de unos cinco o seis años, completamente encorvada. Y vi unos bracitos delgados que me acercaban una taza de arcilla rota por la explosión. Se detuvo para pedirme agua con un recipiente tan roto que no podía contener nada. Unas manitas que sostenían una taza inservible. Era una voz muy débil, muy tenue. Solo la escuché y seguí caminando. No me paré. No tenía agua, y aunque la hubiera tenido tampoco podía saber si la niña habría sobrevivido o no. Pero el caso es que no me conmoví, ni siquiera sentí la necesidad de detenerme.

Más tarde supe que no era solo sed, sino que el cuerpo de aquella niña, con quemaduras de tercer o cuarto grado, ya no debía tener líquidos y necesitaba reponerlos. También vi muchos cadáveres dentro de los edificios derrumbados. No había mucha gente caminando y la mayoría tenía gran parte de la espalda carbonizada.

Después crucé un puente para entrar en la ciudad. El primer vistazo rápido me mostró Hiroshima como un mar de escombros y, al caminar más, el hedor de los muertos se hizo mucho más fuerte. El olor a carne humana podrida era tan intenso que deseé marcharme y pensé que quizá la gente estaba aplastada bajo todas esas casas derrumbadas. Era un mundo siniestro que no se podría describir con palabras. A pesar de que el sol del verano brillaba con fuerza, nadie sudaba ni una gota. La temperatura de la bolsa de fuego de la bomba alcanzó los 12.000 grados y la explosión secó el aire y a la gente.

Los cadáveres que estaban más a la vista fueron trasladados para quemarlos. Y otros, más difíciles de mover, quedaron enterrados en sus casas. Transcurridos unos días, la mayoría de los heridos había muerto, así que los supervivientes no estaban tan mal, en apariencia. Lo que me seguía extrañando era que, pese a que hacía mucho calor, la gente no sudaba.

Mientras caminaba por aquella ciudad de la muerte llegué a las inmediaciones del lugar donde vivía, donde ahora se encuentra el jardín Shukkeien. El elegante edificio de ladrillo de la escuela en que estudiaba había quedado destruido. Solo seguían en su lugar dos pilares de la puerta principal, y estaban casi a punto de caerse. Fue una visión muy desoladora, vacía y solitaria. Vi tres objetos rojos alineados. Y cuando me acerqué descubrí que eran cuerpos humanos increíblemente hinchados. Cuerpos rojos, montañas de cuerpos rojos por la ausencia de piel. En los depósitos de agua, construidos con cemento por si había incendios, también había cadáveres. Al principio fue muy impactante ver todas esas escenas. Todo era cruel y terrible. Pero con el paso del tiempo me fui acostumbrando.

La enfermedad de la bomba atómica

A principios de septiembre, dos semanas después de la rendición de Japón, me caí en un jardín y me hice un pequeño rasguño en una rodilla. La herida empezó a infectarse y cada vez era más profunda. Llegué a los cuarenta grados de fiebre y tuve síntomas de radiación, con ronchas moradas por todo el cuerpo. Hubo que llamar a un médico.

El doctor metió gasas en el agujero de la herida, que supuraba. Toda mi habitación olía mal. La infección continuó y se abrió otro agujero en la rodilla. Introdujo más gasas, pero no había anestesia y el tratamiento era "en seco". También tenía quemaduras en la espalda y casi no podía recostarme. Las heridas más pequeñas se pueden complicar fácilmente a causa de la radiación. Me dolía todo el cuerpo y no soportaba ningún contacto físico. La fiebre alta me duró mucho, hasta que finalmente empezó a bajar. Pero, en vez de una chica de veinte años, parecía una mujer mayor llena de arrugas. Se me empezó a caer la piel de la cara, y también la de las plantas de los pies. No podía ni caminar, como si fuera un recién nacido. Por aquel entonces el médico desconocía que se trataba de los efectos de la radiación.

Mucho tiempo después llegó un diagnóstico y todo el mundo supo que se trataba de la "enfermedad de la bomba atómica".

Mas tardé me enteré de que las manchas moradas en la piel y los cuarenta grados de fiebre eran síntomas habituales de los pacientes sometidos a radiación. A veces, la piel que se me secaba era del tamaño de una hoja de papel e incluso era posible que tuviera manchas. Mi madre oyó decir que podía infectar a otras personas y la quemaba en el jardín todos los días. Al final, cuando tuve la mínima capacidad de subirme a un tren, fui directamente a la estación de Tsuyama, en la prefectura de Okayama, donde ya tenía a algunos hermanos, para que me admitieran en un hospital. Y estuve allí ingresada desde agosto hasta finales de diciembre. Durante ese periodo, la mayor parte de los supervivientes murieron, pero yo fui de las afortunadas que sobrevivió para poder contar esta historia.

La niña que pedía agua

Empecé a mejorar y a preocuparme mucho por la niña que me había pedido agua. Y eso se convirtió en un problema para mí. Me pasaba la vida pensando en si habría logrado sobrevivir, si alguien le habría dado agua y si, en ese estado de sed terrible, acabó muriendo. ¿Qué le pasó? ¿La ayudó alguien? Yo no hablaba de mis problemas, solo de la niña. Las heridas corporales se curan, en cambio las del corazón, no. Han pasado ya muchas décadas, pero aquello me ha causado una discapacidad emocional. La guerra cambia a las personas. Y muchas perdieron su corazón, su kokoro.

En Okayama viví dos años y medio y volví a Hiroshima, junto a algunos parientes, en 1948, el año 23 de la era Showa. Durante cuarenta y cinco años fui profesora de japonés en el Hiroshima Jogakuin Junior and Senior High School, en el distrito de Naka. Al principio, el edificio no estaba totalmente arreglado y dábamos clase en barracones. No me lo esperaba, eso de dedicarme a la enseñanza. Fue algo repentino. A muchos compañeros les pasó lo mismo. Empecé a leer libros y a formarme. Estudié el existencialismo y cambió mi manera de ver el mundo y de concebir al ser humano. Utilicé todo lo que pude para intentar responder a dos preguntas: ¿qué hace humano a un ser humano? y ¿qué significa estar vivo?

Ahora quiero hablar de unas fotografías. Las publicó Asahi Graph. La revista está ya deteriorada, con las páginas desgastadas de tantas veces que las he mirado y enseñado. El terror absoluto de los niños antes de ser asesinados. A las personas que salen en estas imágenes las mataron segundos después de tomar las fotos.

Muestra unas fotografías de la guerra de Vietnam, de marzo de 1968, y publicadas en 1969.

Cuando leí este reportaje, me formé la concepción que tengo sobre la guerra. Y la he relacionado siempre con la vivencia de la niña que me encontré aquella tarde del 6 de agosto de 1945. Dentro del caos que es cualquier guerra —y también la de Vietnam, por supuesto—, el teniente William Calley Jr. ordenó matar a todos los que podían mantenerse en pie en Son My.

Son My se encuentra en la zona central de la costa vietnamita. Los estadounidenses la llamaron My Lai. Allí asesinaron a 504 civiles, de los cuales 182 mujeres, 173 niños (56 bebés) y 60 ancianos. También destruyeron 247 viviendas, mataron a todo el ganado y quemaron los arrozales.

Este fue el resultado de la masacre. Y esta es la fotografía de un niño que ayuda a su hermanito. Lo que más me impactó de la revista fueron estas dos fotografías. Es la cabeza de un niño pequeño. Eso me llamó la atención. Pero lo más chocante es ver a los soldados que se ríen. Observar sus rostros, incluso el de este hombre, con una sonrisa débil junto a los despojos de un niño.

Para mí, la guerra es exactamente esto. Esta es la realidad. Aquí pueden parecer unos monstruos, unos ogros pero, si no fuera por la guerra, estos soldados serían padres amorosos, hermanos: hombres normales. Los conflictos bélicos generan rostros sonrientes incluso en masacres como esta. Y eso está relacionado con mi experiencia con la niña y cómo la abandoné.

placeholder Dos niñas ante el Genbaku, el monumento de la paz de Hiroshima. TOÑI GUERRERO
Dos niñas ante el Genbaku, el monumento de la paz de Hiroshima. TOÑI GUERRERO

El momento en el que la niña me pide agua y los rostros de la fotografía de Vietnam están conectados. Es algo que crea la guerra. Y fue exactamente lo que me pasó cuando observaba a las víctimas, a los heridos que caminaban moribundos. No sentía nada. Es lo más aterrador que tiene, hacer que llegues a ese estado de moralidad. A los diecinueve años se suponía que yo debía ser una mujer joven sensible. Pero las disculpas no arreglan lo irreparable. El miedo me congeló las emociones. Perdí mi humanidad. Y la vida me atormenta.

No paro de pensar en esa niña.

La niña, insiste una y otra vez. Cada vez que habla de ella, agacha la cabeza, como si quisiera implorarle su perdón. A los "bracitos" de la pequeña.

La temperatura a la que se llegó tras la explosión fue de entre 3.000 y 4.000 grados centígrados. En un día muy caluroso, aquí podemos tener hasta 38 grados. El cuerpo humano está compuesto por un 75% de agua. Y en el caso de la niña no es que tuviera sed, sino que su cuerpo entero demandaba líquido.

No sé si Japón puede volver a la guerra. Me preocupa que nuestro primer ministro, Shinzo Abe (dimitió el 28 de agosto de 2020 por problemas de salud y fue asesinado el 8 de julio de 2022 mientras daba un mitin en Nara), quiera modificar el artículo 9 de la Constitución [donde se deja claro que Japón renuncia a la guerra] para que podamos tener ejército. Lo que tenemos ahora son solo Fuerzas de Autodefensa.

A Mori-san le vuelve a cambiar el rictus. Se torna todavía más serio y más duro. Acurrucado en la alfombra, Apolo parece dormido. Su amiga atiende las respuestas con movimientos sutiles de los ojos y va modificando su expresión facial. Cuando no sabe qué contestar, sus gafas miran hacia el techo del apartamento.

Del castigo al pacifismo

El objetivo de Estados Unidos era que Japón no se metiera en la guerra. Yo lo percibí más bien como una especie de castigo, para intentar que no tuviéramos ejército. Sin embargo, nuestro país transformó el "castigo" en pacifismo. A partir de entonces se volvió hacia el mundo para promover el fin de las guerras.

Ahora Japón está protegido por el paraguas nuclear de Estados Unidos, pero la posición de nuestro gobierno es muy ambigua. Los americanos tienen aquí muchas bases militares, como la de Iwakuni, y yo no entiendo cómo ningún alcalde de Hiroshima ha dicho nunca nada sobre las bases. Eso me enfurece bastante. Y me gustaría que Estados Unidos se retirara de aquí. En estos momentos Japón está comprando muchas armas a los americanos. Se está invirtiendo el dinero en eso y no en cultura, educación o universidades. Japón es un país con muchos desastres. Tras el terremoto de 2011 de la región de Tohoku, que provocó un tsunami y el accidente nuclear de Fukushima, hay mucha gente que desde entonces no tiene casa y no recibe ayudas. El primer ministro dice que su labor tiene que ser proteger a los ciudadanos y garantizar sus derechos sobre su propiedad, pero se está gastando todo el dinero en Defensa.

¿Sabe una cosa? Si un soldado estadounidense mata a una chica aquí, dentro de alguna de sus bases militares, Japón no puede hacer nada, ni juzgarle, ni quejarse. Es como un país dentro de un país. En realidad, los años de ocupación no han terminado y aquí los americanos siguen siendo intocables. En Japón estamos peor que en Italia o Alemania, que también fueron perdedores de la Segunda Guerra Mundial, porque cedimos toda la autoridad a Estados Unidos.

Los japoneses deben saber lo que hizo Japón. Es algo necesario, pero no ha sucedido. El ejército utilizó al emperador. Los militares trasmitieron que todo estaba aprobado por Hirohito, pero no era así. En realidad fue un títere. Japón atacó Pearl Harbor porque le habían cortado el suministro de petróleo y había que actuar de alguna forma. Aunque se contaron muchas historias, como que algunos americanos sabían que iban a ser atacados y permitieron que Japón golpeara primero para poder entrar en guerra. El gobierno nipón también tiene una importante responsabilidad, por supuesto.

¿Por qué la bomba? ¿Por qué a nosotros? Para Estados Unidos fuimos un experimento

También es necesaria una disculpa de Estados Unidos. Pero antes los norteamericanos deben conocer los detalles de lo ocurrido. En este momento no tienen la sensación de que esto tuviera relación con ellos. Y, de hecho, hasta se sienten afortunados de que la bomba atómica acabara rápido con la guerra. El presidente Obama tuvo una gran oportunidad cuando vino a Hiroshima en 2016. Le recibimos de forma muy amistosa. Fue el primer presidente estadounidense que vino a Japón, pero no pidió perdón. Era una oportunidad magnífica para que se disculpara. El alcalde de Hiroshima o el gobierno japonés deberían haberle preguntado sin rodeos: «¿Por qué lanzaron aquí la bomba?». Es decir, que tendrían que haber transmitido el sentimiento de los hibakusha, pero no se hizo. No hubo ninguna reunión concreta con nosotros. Sí que abrazó a unos cuantos supervivientes, pero solo para la foto. Algunos se pusieron muy contentos, y nada más.

¿Por qué la bomba? ¿Por qué a nosotros? Para Estados Unidos fuimos un experimento.

Nagasaki. La segunda bomba atómica. La ciudad eclipsada por Hiroshima en el holocausto nuclear. Obama ni siquiera la visitó. Y tras Nagasaki también cayó una tercera bomba que afectó involuntariamente a la población civil. El 1 de marzo de 1954, Estados Unidos realizó un ensayo nuclear en el atolón Bikini, en las islas Marshall, situadas en el Pacífico Sur.

Debería haber más unidad entre ambas ciudades. Así nuestra posición sería más fuerte, pero no hay demasiada conexión. Hiroshima es Hiroshima y Nagasaki es Nagasaki. Pero no debemos olvidar este enfado. No es resentimiento, sino furia y enojo por lo que pasó. Para Estados Unidos era evidente que Japón estaba perdiendo y que no era necesario lanzar ninguna bomba. Nosotros no podíamos continuar la guerra y ya sabíamos que íbamos a perder. ¿Por qué lo hicieron?

Contra la guerra, diálogo

Seguimos con el movimiento para acabar con las armas nucleares, que está muy bien pero, aunque consigamos eliminarlas, la guerra tiene muchas caras. Y acabar con ella solo se consigue con el diálogo entre países. Los humanos somos los únicos con capacidad para hablar, y esa capacidad permite que podamos comunicar nuestras ideas. Cuando eso falla, entonces la gente recurre a las armas.

En este momento Mori-san sonríe. Ofrece más té verde y unos pastelitos de judía envueltos en un papel muy fino y delicado. Si por ella fuera, ya estaríamos comiendo uvas, sandía o higos, sus frutas preferidas. Apolo percibe cierto movimiento en el salón y ladra con tibieza, como si apenas quisiera interrumpir la conversación: solo para advertirnos que él no se ha ido, que está aquí. La hibakusha se acerca el teléfono inalámbrico para no tener que levantarse si vuelven a llamar. Y continúa hablando, siempre con energía, clara en sus convicciones.

Estoy muy contenta de ver que existe una oportunidad única de que mis ideas salgan un poco a la luz. Mi deseo más grande es que la guerra desaparezca y la gente pueda vivir de forma pacífica y tranquila. Muchos extranjeros que viajan a Hiroshima como turistas solamente visitan el Parque de la Paz y el museo de la bomba atómica. Lamento que solo se queden en eso. Tienen que observar y recibir lo que Hiroshima les transmite. Para mí, hablar y compartir es lo más importante. Ahora me siento con más energía. Y me encantaría que la literatura sobre la bomba atómica (genbaku bungaku) se extendiera por todo el mundo para que se conociera la cultura de paz, que se transmite en poemas como este de Sankichi Toge:

Devuélveme a mi padre.

Devuélveme a mi madre.

Devuélveme a mis mayores. Devuélveme a mis hijos.

Devuélveme a mí mismo.

Devuélveme a cuantos están ligados a mí.

Devuélveme la paz,

una paz que no se pueda romper

mientras exista la sociedad de los hombres

y la vida humana.

Muchos libros de aquellos años se adaptaron a la terminología militar. Algunos autores japoneses "arreglaron" por su cuenta ciertos textos para recuperar su hermosura anterior. Y se cambiaron conceptos clásicos de la literatura japonesa relacionados con la cultura de la belleza y la armonía. A mí me gustó reescribirlos luego para devolverlos a su forma original, pero en aquellos años la literatura conformaba la moral de todo un país. La moraleja de todos los libros tenía que ver con cómo proteger a una comunidad y cómo hacer más equipo para mentalizarse sobre la guerra.

Tras la rendición, había que romper con ese modelo y yo empecé a trabajar con los libros existencialistas, que ofrecían una forma de ver a la humanidad distinta a la establecida. Por iniciativa propia, me apoyé en Nietzsche y en Kafka para romper mi esquema mental. No solo para ser profesora, sino también para mí. Necesitaba "romper la jaula". Porque durante la guerra me sentía atada y no podía hacer mucho. Cuando llegó la paz, el existencialismo estaba de moda y en las librerías abundaban obras de este tipo. Yo conseguí liberar la mente a través de esos libros. Ahora pienso que los dos años posteriores a la guerra fueron cruciales porque crecí y llegué a formarme como persona. Y todo fue gracias a los libros.

placeholder Una madre y su hijo miran una fotografia con la nube que desencadenó el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima. EFE
Una madre y su hijo miran una fotografia con la nube que desencadenó el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima. EFE

Nunca he escrito ninguna novela o ensayo. Solo poesía, y artículos de vez en cuando. Estaba muy ocupada con mi trabajo de profesora y apenas tenía tiempo, porque me dedicaba a intentar cambiar la educación y eso requiere muchas horas de esfuerzo. Como docente, no hacía lo mismo que el resto. Y eso me trajo muchos problemas con mis compañeros, que me pedían que no me saliera de la raya. Algunas discusiones fueron muy grandes. Tanto que, si hubiera sido en otra escuela, estoy segura de que me habría quedado sin trabajo. Quería hablar en clase de Vietnam o de la bomba atómica, y algunos profesores no querían que tomara partido. Yo les respondía que no me posicionaba, sino que enseñaba a los estudiantes que en el caso de Vietnam existía un país dividido en dos que estaba en guerra. Quería mostrar la realidad. Después de 1945 empezaron a abrirse las primeras escuelas mixtas. Yo enseñaba en un colegio femenino y me mostré partidaria de hacer intercambios con un colegio masculino, pero los padres se opusieron porque alegaban que si sus hijas estaban en esa escuela era porque no querían contacto con chicos. Pero me permitieron empezar a desarrollar un programa de educación para la paz.

En muchos colegios, y no solo en el mío, se daban clases en barracones, había edificios en ruinas y sufríamos racionamiento de alimentos. No teníamos nada. Recibíamos muchas donaciones que eran un chiste, la mayoría ropa usada. Los americanos son grandísimos, muy altos, y nos daban zapatos enormes que no nos podíamos poner. Y, aunque laváramos la ropa, no se quitaba el olor de tanto que apestaba. Los pobres de Estados Unidos no la querían y nos la enviaban a nosotros. No entiendo por qué no donaban alimentos. Había escasez de comida y no queríamos dinero, sino cosas que se pudieran comer. Recuerdo que mi madre se fue al puerto y subió a un barco para ir a otro lugar donde sí tenían alimentos. Recurrir al trueque era algo común y quiso cambiar un kimono por comida. Era un kimono muy bonito, fino y pequeño, que habían encargado cuando yo era un bebé. Lo apreciaba mucho, era rojo y llevaba dibujos de flores.

Estábamos muy ocupados trabajando para recuperar lo perdido. Sé que en otras ciudades japonesas [sobre todo en Tokio] sufrieron problemas de inseguridad, pero en Hiroshima yo no los tuve. No vi prostitución en las calles, pero sí que es verdad que muchos huérfanos se ponían a trabajar como limpiabotas para sobrevivir.

Boda con un 'hibakusha'

Mi marido se llamaba Kiichiro Mori y era ingeniero de Mitsubishi, igual que Tsutomu Yamaguchi, el hombre que sobrevivió a las dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Viajaba mucho al extranjero, en especial a la India, y falleció en 2004. No era muy guapo [se ríe un par de segundos], pero venía, me pedía, rogaba, y al final no tuve otra opción [carcajada]. Me casé en 1950. La ceremonia se celebró en casa de un amigo de mi marido y solo invitamos a diez personas. No teníamos mucho dinero.

Kiichiro también era hibakusha, pero no le gustaba hablar de su experiencia. Con nadie. Lo único que sé es que no sufrió daños en la explosión. Estuvimos juntos en la India y en Francia, pero no viajábamos mucho a Tokio porque yo siempre estaba muy ocupada con mi trabajo. Él había estudiado más que yo y a veces me decía en broma: "¿Con esos conocimientos eres profesora?".

Y en un salón de té que se llamaba Música, y que estaba en la calle Enho Bashi, cerca de la estación de tren y del actual estadio de béisbol, escuchaba una música clásica exquisita que sonaba en el fonógrafo cuando me escapaba entre clase y clase. Allí conocí a Kiichiro y allí se relacionaron algunos profesores y algunas personas que tuvieron papeles activos después de la guerra.

"¡Escucha esto, mira qué bonito suena!". Nos recomendábamos cosas, pero solo música clásica; nada de composiciones contemporáneas. Yo creo que mi hija, mi única hija, tomó el camino de la música por influencia de mi marido. Junko es chelista y profesora en la Facultad de Educación de Hiroshima.

Cuando tenía sesenta años le costaba caminar y moverse. La operaron del corazón, le introdujeron varios catéteres y, tras esa operación, se sintió mucho mejor y ahora lleva una vida normal. No padece los efectos de la radiación ni se enferma con facilidad. A Mori-san no le gustan los aviones, pero sí conocer lugares. Alma de nómada con billete de vuelta.

Enumera sus viajes a Europa y, si sus piernas se lo permitieran, seguiría haciendo maletas. Se refugia en la lectura de los centenares de libros que se agrupan por temas en su salón, en medio de figuritas de gatos de la suerte y marcos de fotografías antiguas, la mayoría de color sepia. Algunas se asemejan al del Súper 8.

Me suelo levantar a las ocho u ocho y media de la mañana porque no me duermo temprano, nunca antes de la una de la madrugada. Estoy acostumbrada a ese horario. Como profesora tenía mucho trabajo y aprovechaba las noches para la lectura. Y se me quedó ese hábito. Leo mucho la poesía clásica del Manyoshu. Y me gustan novelas de autores japoneses como Soy un gato, de Natsume Soseki. Cuando me mudé a esta casa, hace unos diez años, no disponía de tanto espacio como en la anterior y regalé parte de mi biblioteca a librerías de segunda mano de la ciudad. En la habitación de al lado también hay un montón de volúmenes, agrupados en cajas. Además, tengo sobre todo ensayo, libros de crítica literaria y de Historia. Y poesía, claro.

Cuando era más bonita en mi vida,

las ciudades se derrumbaron

y el cielo azul apareció en los lugares más inesperados.

Cuando era más bonita en mi vida,

muchas personas a mi alrededor fueron asesinadas,

en fábricas, en el mar y en islas sin nombre.

Perdí la oportunidad de vestirme como debería

hacerlo una chica.

Cuando era más bonita en mi vida,

ningún hombre me ofrecía regalos bien pensados.

Solo sabían saludar al estilo militar.

Todos se fueron al frente, dejando atrás sus hermosos ojos.

Cuando era más linda en mi vida

mi país perdido en una guerra.

«¿Cómo puede ser verdad?», pregunté,

caminando, con las mangas arremangadas, a través de la ciudad sin orgullo.

Cuando era más bonita en mi vida,

la música de jazz se escuchaba desde la radio.

Sintiéndome mareada, como si hubiera roto

la resolución de dejar de fumar,

devoré la dulce música de una tierra extranjera.

Cuando era más bonita en mi vida, era más infeliz,

era más absurda,

me sentía indefensamente sola.

Por eso decidí vivir mucho tiempo,

si podía, como el viejo Rouault de Francia,

que pintó magníficos cuadros en su vejez.

Este poema es de Noriko Ibaragi, una poeta que tenía mi edad cuando lo escribió, diecinueve años, pero lo publicó en 1957, con más de treinta. Simboliza los sentimientos de las mujeres de mi generación, que perdieron su juventud a causa de la guerra.

Los jóvenes japoneses deberían tener una posición más fuerte contra la guerra y a favor de la paz

Ahora los jóvenes no piensan mucho en los hibakusha. Hay muy pocos estudiantes que se interesen por nosotros. En general lo que noto es que todo el mundo quiere vivir mejor, tener una vida más fácil, y que no les interesa la política. Y me preocupa, porque eso significa que están satisfechos y no quieren que haya cambios, que todo siga tal como está. Los jóvenes japoneses deberían tener una posición más fuerte contra la guerra y a favor de la paz. Por ejemplo, contra las bases militares americanas. Yo espero más oposición. Aquí cayó una bomba atómica y debería haber más voces activas en contra de todo eso.

Nunca me he parado a pensar en si fui feliz, porque siempre estuve trabajando. Con trabajar y sobrevivir bastaba. No tuve tiempo de pensarlo. Ni siquiera pude disfrutar de criar a mi hija, porque estaba muy ocupada y a menudo pedía a mis familiares que la cuidaran.

Para mí es impresionante escuchar la palabra hibakusha de alguien que habla español. No me habría imaginado que gente de su cultura supiera lo que significa esa palabra. Tengo ya noventa y tres años y no sé cuánto me queda de vida. Ojalá nos veamos otra vez. See you again!

Y Mori-san dice y gesticula "Okey!", pronunciando la "e" y la "i griega'"muy largas, como su intensa vida.

Tarde del 6 de agosto de 1945. Hiroshima es un infierno.

Nuclear Japón Libros Historia Segunda Guerra Mundial