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La Niña, la carabela que se sabía el camino
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La Niña, la carabela que se sabía el camino

Antonio Pérez-Henares recrea en La Española (Harper Collins) los agitados años en los que en una isla del Caribe comenzó a gestarse un imperio. Publicamos el primer capítulo.

Foto: Vista en 2009 del Muelle de las Carabelas, en Palos de la Frontera (Huelva), con las réplicas de las tres embarcaciones usadas por Cristóbal Colón en su primera viaje a América.
Vista en 2009 del Muelle de las Carabelas, en Palos de la Frontera (Huelva), con las réplicas de las tres embarcaciones usadas por Cristóbal Colón en su primera viaje a América.

—Ese es cristiano, seguro. Tiene barbas y los indios no las tienen—le dijo Juan de la Cosa a Alonso de Ojeda señalando el cadáver varado en la escollera.

No era el primer muerto que veían al llegar a las aguas por las que De la Cosa, el piloto de Santoña, ya había andado y en las que había perdido su Santa María. Buscaban el Fuerte Navidad, donde el almirante Colón había dejado hacía ya diez meses a treinta y ocho españoles. A los dos primeros los hallaron flotando a la entrada de un estuario, atados sus brazos a unos maderos en forma de cruz, y no alcanzaron, por lo descompuestos que estaban, a saber si eran castellanos o no. Pero en uno vieron que se mecía a su lado una soga, que llevaba atada al cuello, y tuvieron el presentimiento de que no eran indios.

Poco más adelante, divisaron a otros dos más en unos charcones entre rocas dejados por la marea baja, y se acercaron con tiento para no encallar con el batel. Estaban destrozados también, pero a uno, que flotaba panza arriba, se le veían las barbas.

—Del Fuerte Navidad, Juan, no quedarán sino tizones —concluyó Ojeda.

—Ya le dije al almirante que no se entretuviera navegando entre las islas pequeñas y buscando tierra firme y que, cuanto antes acudié ramos a socorrer a los que dejamos, mejor sería —reflexionó el piloto con gesto adusto—. Pero todo cuanto yo diga le contraría. Desde que me acusó de haber sido el culpable del hundimiento de la Santa María no solo no me escucha, sino que hace por tenerme alejado de él cuanto puede. Él sabía, como ya todos nosotros, que unos indios son tímidos y pacíficos, pero otros son terribles y caníbales. Regresemos y demos cuenta de lo que hemos hallado y de lo que tememos encontrar. El fuerte está a poco más de una legua de aquí.

placeholder Portada de 'La Española', el nuevo libro de Antonio Pérez-Henares.
Portada de 'La Española', el nuevo libro de Antonio Pérez-Henares.

No era la primera vez que su camarada le escuchaba resentirse por aquello. Habían hecho la travesía juntos y, durante ella, amigado. Don Cristóbal no había querido tener en esta ocasión al muy mentado piloto a su lado, como sí hizo en la expedición primera. Pero como, igual que la anterior vez, bien sabía que el llevarlo consigo era decisión real y de la reina Isabel más todavía, hubo de aceptarlo en ella. Lo destinó a otra nao, la Niña, la veterana carabela de Palos que había ido y vuelto ya una vez de las Indias y con viejos conocidos, la familia de los Niño. En ella se había topado con Ojeda, el pequeño, fibroso y temible conquense.

—Si es como decís y bien parece que así es, don Juan, más valdrá que andemos avisados y con las armas a la mano —observó Ojeda, que no se separaba de su espada ni para dormir siquiera.

Con ella en la mano un día en la cubierta de la carabela, Juan de la Cosa había comprobado que era mejor no comérselo de vista, cuando en un visto y no visto, con la velocidad de una serpiente, había despachado a un mozallón santanderino, paisano suyo, que había cometido la imprudencia de ofenderle, lo que era bastante fácil, de encampanarse luego con mucha soberbia y encima y para colmo empezar a soltar denuestos y acabar por cagarse en la Virgen. Que fue esto último lo que le pudo costar la vida, pues esa era una línea que era letal cruzar ante Alonso de Ojeda.

No hubo más ni otros gritos, ni casi se formó tumulto ni alcanzó a llegar el maestre Juan Niño a cortar la pendencia. Desenvainaron, el montañés lanzó un mandoble, le paró Ojeda el hierro y con el siguiente giro de muñeca y una entrada a fondo ya tenía el mozo una estocada metida en el vano entre el pecho y el hombro que le hizo soltar su acero y le empapó de sangre la camisa.

Tuvo mucha suerte. Eso le dijeron todos y se lo repitió el propio Juan de la Cosa, que tenía sobre él, por experiencia y paisanaje, mucha ascendencia.

placeholder El escritor Antonio Pérez-Henares.
El escritor Antonio Pérez-Henares.

—Ya puedes darle gracias a la Virgen María, en la que te cagaste, de estar vivo, pues es un milagro suyo el que lo estés. ¿No sabes quién es, mentecato? No hay en las diecisiete naos y entre los centenares de hombres duchos en la guerra que en ellas vamos quien pueda enfrentarse a él en un duelo. Dicen que son cientos los que ha tenido y ni siquiera han conseguido tocarle. Cuando sanes mejor dale tus disculpas, que las aceptará sin dobleces, pues es tan pronto de genio como hombre cabal y bueno.

Esa fue la primera vez que los dos grumetes de la Niña, uno el hijo del propio maestre Juan Niño, Alonso de nombre como el duelista, y el otro un arrapiezo huido de la miseria, huérfano de un arriero de Atienza, una ciudad encastillada de por las Alcarrias ya al lado de las sierras de la Castilla más dura, de nombre Trifón y como Trifoncillo y hasta Trifoncejo mentado, ambos de edad pareja, vieron al de Cuenca tirar de espada y despachar un rival en un verbo. Y los dos, trasconejados detrás de unos costales y unas maromas, lo eligieron para siempre como su héroe y paladín, y ambos luego intentaban imitar sus fintas y estocadas con algún palo, pues ni el uno tenía ni al otro le dejaba todavía su padre andar con acero alguno.

Habían conformado ambos, a muy poco de embarcar en Cádiz, una provechosa sociedad en la que se conjugaban la pillería del huérfano castellano, curtido en penurias, con la condición de hijo del patrón del no menos avispado andaluz. No les faltaba de nada, pues por un lado o por otro había siempre un descuido o una mano generosa, y de todo se enteraban, el uno por lo que oía entre los marineros y el otro por lo que escuchaba a su señor padre. El caso es que de lo que pasaba en la Niña y hasta de lo que pasaba en la armada se les escapaba muy poco.

Al decir de su dueño, Juan Niño, la Niña era, de toda la flota de diecisiete barcos, doce carabelas y cinco naos que componían la escuadra de este segundo viaje, la única que se sabía el camino

La amistad entre el piloto De la Cosa, apodado el Vizcaíno a pesar de su origen montañés, y el ya curtido soldado Ojeda, a quien a no tardar acabarían por mentar como el Capitán de la Virgen, había fraguado durante el reciente viaje en la Niña. Fueron presentados antes de salir de Cádiz, pues ambos eran de los que tenían y llevaban

por delante un nombre: ni el uno era solo un marinero de cubierta, ni el otro un soldado de los de a pie, sino de los de a caballo, y además ya se sabía que allí estaba por un padrino poderoso, el obispo Fonseca, que era el que más mandaba en las cosas de las Indias, tan solo por debajo de los reyes. Se contaba ya mucho también de su genio, su audacia, su destreza, y al piloto montañés le habían dicho que no era menos viva su generosidad y galanura si se sabía tratarle. Predominaban en él la hombría y bonhomía sobre los arrebatos, y ello lo tenía en mayor estima que blasón alguno. A Ojeda, su espada y su hidalguía le sobraban como título.

Se habían hecho amigos, y el soldado natural de Torrejoncillo del Rey, en las tierras de Cuenca, que pocos navíos había pisado en vida si es que había subido antes a la cubierta de alguno, había ido aprendiendo del otro con verdadero entusiasmo, y no se cansaba de oírle lo mucho que sabía de los mares, las naos, las mareas, los rumbos y las tempestades. A él, que era de tierra adentro y muy de secano, le parecía que más que nadie, y que en ello el Vizcaíno no tenía quien le superara y hasta con el almirante iba parejo en esas sabidurías.

placeholder Miguel de La Quadra-Salcedo y Antonio Pérez-Henares en isla Colón tras el paso de un huracán.
Miguel de La Quadra-Salcedo y Antonio Pérez-Henares en isla Colón tras el paso de un huracán.

Alonso de Ojeda de lo que ya sabía era de guerras y combates, que de estos había catado muchos, y en la de Granada se había tirado desde que apenas había cumplido los quince años hasta que acabó por entregar las llaves Boabdil a sus católicas majestades. Ahora andaba por los veintiséis y había ganado ya reputación y dado muestras de mucho valor, y hasta le había valido para tener un buen caballo un agarre a través de su familia con el Fonseca. Eran estas las mejores referencias, y aunque corto de dineros, le sobraban las ansias de conquistar él solo las Indias, convertirlas a la fe de Dios y de la Virgen y volver cargado de fama y oro a España. Y hacerlo todo de buen grado si se podía, y si no, como se había hecho en Granada con los moros.

El De la Cosa le sacaba diez años largos y llevaba toda una vida en el mar. En su Cantábrico primero, por las costas portuguesas luego (se decía que de espía al servicio de la reina), para terminar aposentado y vecino en El Puerto de Santa María y rematar en ser el maestre que en su propia nave, que se llamó un día la Gallega, otro la Mariagalante y concluyó como capitana y de nombre la Santa María, llevó al almirante Colón a bordo en su primer viaje rumbo a las Indias.

En aquella ocasión la pequeña flota la completaron los Pinzón en la Pinta y los Niño, con quienes en esa travesía primera ya hizo buenas migas, y en cuya Niña habían vuelto ahora por vez segunda a las Indias, siendo la única de las tres naves que repetía. Así que, al decir de su dueño, Juan Niño, la Niña era, de toda la flota de diecisiete barcos, doce carabelas y cinco naos que componían la escuadra de este segundo viaje, la única que se sabía el camino. Lo decía con un retintín orgulloso de cuyo motivo sabían los conocedores, pues los hermanos Pinzón de Palos no habían acabado bien con los Niño de Moguer, a pesar de haber sido amigos durante largos años, cuando estos unieron su suerte al almirante Colón mientras que los Pinzón entraron con él en pleitos y agravios.

Eso se lo había de explicar muy bien el Vizcaíno al capitán conquense, al que ciertos vericuetos y manejos de poder no se le daban demasiado bien.

placeholder Recreación de la carabela Colón navegando en una tormenta.
Recreación de la carabela Colón navegando en una tormenta.

Los hermanos Martín Alonso, Francisco Martín y Vicente Yáñez, por los Pinzón, y Juan, Pedro Alonso, Francisco y Cristóbal, por los Niño, eran muy bragados fletadores de barcos y marineros de aquel sur, que lo mismo navegaban por el Mediterráneo que por el Estrecho, que bajaban por el Atlántico a las costas de África a pescar, o, si se terciaba, se ponían al corso contra naves consideradas extranjeras, que podían ser moras, portuguesas o aragonesas, si a su alcance se ponían. Por alguna de aquellas andanzas habían andado los unos y los otros en algún trance, hasta con la justicia, de los que se contaban en las tabernas, pero que no eran de pregonar en según qué sitios.

El prestigio que por su saber marinero tenían ambas familias había sido decisivo para convencer a las gentes de la mar de que se enrolaran en aquella temeraria expedición. Y a ellos se había unido, por indicación de la Corona, el santoñés Juan de la Cosa.

En la primera todos, dos Niño y tres Pinzón, habían estado juntos y hasta revueltos. En la Santa María, que iba por capitana y con el almirante al frente, habían ido De la Cosa como patrón y maestre, y Pedro Alonso Niño como piloto. En la Pinta había ido por capitán el mayor de los Pinzón, Martín Alonso, y como segundo y piloto el segundo de la dinastía, Francisco Martín. Y en la Niña habían ido Vicente Yáñez Pinzón como capitán y Juan Niño, el mayor de su linaje, como dueño y maestre.

Fue la Pinta la que llegados a las Indias se separó de las otras dos, y aunque luego se volvió a juntar con ellas, ya quedó sombra con los Pinzón en el ánimo del almirante. El de Palos se excusó por ello y echó la culpa a los vientos, pero Colón se malició que se había ido por su cuenta a descubrir y rescatar oro, que más que él encontró, por cierto. Pero hizo como que se avenía a sus razones por la cuenta que le tenía, pues ya solo le quedaba un barco: cuando se produjo el reencuentro, la Santa María ya era empalizada del fuerte donde dejaron a los treinta y ocho, y los restantes de aquella tripulación iban entonces en la Niña.

placeholder Réplica de la carabela Santa María.
Réplica de la carabela Santa María.

De hecho, el almirante había estado buscando a la Pinta, y avisado por los indios de que habían visto sus velas cerca de la costa de La Española, había intentado encontrarla sin éxito. Ya se disponía a partir solo con la Niña e irse océano adelante cuando se había topado con ella.

Las dos emprendieron juntas el camino de regreso, pero acabaron por llegar a España separadas otra vez, y cada una por su cuenta. Cerca de las Azores una tempestad terrible les hizo perder contacto, siendo la Pinta la que llegó primero a España, tocando en Bayona, mientras que la tormenta obligó a Colón a arribar a tierra portuguesa antes de poder alcanzar luego Sevilla. Y en las dos había un Pinzón, pues Vicente Yáñez volvía en la Niña.

Fue el mayor de los hermanos, Martín Alonso, tras desembarcar en Bayona, el primero en escribir a los reyes y por quien se enteraron el día 4 de marzo del 1493 en Barcelona de lo acaecido, mientras que la carta de Colón, retenido en Portugal, no salió hasta que pudo llegar a Sevilla, y no llegó sino casi dos semanas después.

Pero los reyes esperaron al almirante y no quisieron recibir al Pinzón. A su retorno, don Cristóbal se hospedó en Moguer en la casa de los Niño y fue con Juan Niño con quien viajó a Barcelona a presentar su descubrimiento y hazañas a don Fernando y a doña Isabel. Desde ahí la amistad cuajó entre ambas familias y para el siguiente viaje en vez de dos Niño fueron cinco.

En su Niña navegaba el mayor, Juan Niño, como maestre, su hermano Francisco como piloto y el hijo del primero, Alonso, con tan solo catorce años, como grumete. El mediano, Pedro Alonso, que había sido piloto en la Santa María en el viaje inicial con Colón, volvía a ocupar el mismo cargo en la nueva nao capitana. El quinto de la familia, Cristóbal Niño, iba como maestre en otra carabela, la Caldera.

placeholder Cristóbal Colón en la corte de los Reyes Católicos (cuadro de Juan Cordero).
Cristóbal Colón en la corte de los Reyes Católicos (cuadro de Juan Cordero).

A Juan de la Cosa se le asignó sitio en la Niña con papel indeterminado, aunque en función de sus sabidurías cosmográficas y náuticas, y el acabar en ella tuvo que ver tanto con amistades como con recelos. A Colón, a quien le habían obligado casi a llevarlo, el que estuviera con sus amigos los Niño le convenía para tenerlo controlado. Estos, además, habían hecho buenas migas con el Vizcaíno.

Los Niño en este segundo viaje tenían gran predicamento al lado del almirante y de ello era muy consciente la flota entera. Y no solo porque llevara a uno de ellos a su lado en la capitana, sino porque eran frecuentes sus consultas. Los Niño se habían ganado su afecto cuando en el primer viaje le apoyaron más que nadie en los momentos de zozobra y hasta de motín al pasar los días y no avistarse tierra. El arrimo fue todavía mayor luego, tras la desafección de los Pinzón.

Que según hubo de explicarle también De la Cosa a Ojeda, habían tenido todavía un mayor porqué y un ya muy encendido encono por ambas partes tras lo acaecido en el viaje de regreso y la arribada a España, cuando la enemistad entre el almirante y los de Palos estalló con toda virulencia.

Esa singladura de vuelta de las Indias había sido, al decir de Juan de la Cosa, el momento de más peligro, mucho más que a la ida, y donde estuvieron en un tris de irse a pique y que de su descubrimiento se hubiera sabido poco, o hasta nada.

La Niña las pasó mucho peor y tan a punto estuvo de irse a pique que el almirante hizo promesa, tras encomendarse a Dios, a todos los santos y, de especial manera, a la Virgen María, de procesionar todos en camisa al primer lugar donde a Nuestra Señora se le rindiese culto, amén de arrepentirse de todos sus pecados y hacer las penitencias precisas si les salvaba la vida

Lo peor había acaecido a la llegada a las Azores. La tempestad fue tan horrorosa que se tragó muchas naos de las que navegaban por sus aguas, y solo un milagro y la pericia de sus capitanes y pilotos salvaron a las dos que volvían de descubrir las Indias. La Pinta, que se zafó mejor del temporal, fue a dar, empujada Atlántico arriba, con Bayona. La Niña las pasó mucho peor y tan a punto estuvo de irse a pique que el almirante hizo promesa, tras encomendarse a Dios, a todos los santos y, de especial manera, a la Virgen María, de procesionar todos en camisa al primer lugar donde a Nuestra Señora se le rindiese culto, amén de arrepentirse de todos sus pecados y hacer las penitencias precisas si les salvaba la vida.

La pericia marinera de Colón y de sus acompañantes logró, al cabo, que pudieran surgir entre las olas embravecidas frente a la isla de Santa María de las Azores, en cuyo puerto fueron invitados a resguardarse.

—Lo mismo te digo una cosa que te digo la otra —le aseveró Juan de la Cosa a Alonso de Ojeda—. Te he señalado no pocas tachas de don Cristóbal, pero te aseguro que el almirante salvó todas nuestras vidas y su coraje nos libró luego del cautiverio. Aquella galerna pudo muy bien echarnos al fondo del mar si no hubiera él dado la orden de llenar las pipas, que llevábamos vacías, para hacer de lastre y conseguir la estabilidad que nos faltaba. Nos salvó, hay que decirlo, y luego su coraje ante los portugueses, que quisieron apresarnos y con la mitad tal hicieron, consiguió que pudiéramos retornar a casa. De aquellas noches tenebrosas bien pudo resultar primero que, con nuestra muerte, hubieran sido los Pinzón quienes hubieran tenido la gloria del descubrimiento, y si los portugueses le hubieran llevado, y a nosotros con él, preso, tampoco alcanzo a imaginar qué hubiera pasado.

—Pero ¿qué sucedió con los portugueses, acaso no están nuestros reinos en concordia? —le había preguntado Ojeda.

—Eso suponía también el almirante y eso pareció cuando al arribar a la isla de Santa María el capitán que allá mandaba, un tal Juan de Castañeda, nos envió mensajeros con provisiones y mucha zalema al saber que no veníamos de la costa de África ni habíamos invadido la zona que reconocemos suya, sino del otro lado del océano. Arguyó que por ser el Día de Carnestolendas no venía él a visitarnos, y que lo haría al siguiente día deseoso de conocer con detalle las nuevas de las que había sido informado.

—Ese es cristiano, seguro. Tiene barbas y los indios no las tienen—le dijo Juan de la Cosa a Alonso de Ojeda señalando el cadáver varado en la escollera.

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