¿Son los partidos las nuevas religiones?
El filósofo Javier Sádaba reflexiona en este artículo sobre las "perversas similitudes" que existen entre los creyentes religiosos y quienes profesan la fe partidista
La religión lo invade todo y es un error decir que abarca una sola parte de nuestras vidas. Porque existe una serie de características que son compartidas por muchas de nuestras conductas. Obsérvese el comportamiento de los partidos políticos que nos rodean. Forman un grupo en el que los individuos se mueven codo a codo, se apoyan contra otros grupos a los que se considera enemigos o rivales y siguen al que veneran y obedecen en lo que dicta y manda. Los disidentes son expulsados en cuanto ponen en cuestión la autoridad del jefe o la doctrina del partido.
Una fe distingue a los militantes llegando al fanatismo más insoportable. No se dialoga y se va construyendo una identidad que sirve para dar sentido a la existencia de los adeptos. Los que están situados en la cima del partido teorizan y divulgan las supuestas verdades y bienes que dicen poseer. Se augura una vida mejor, si se cumplen los programas, se preparan las elecciones como si fuera lo más importante y decisivo dejando de lado cualquier otro deber. Si los programas no se respetan y las contradicciones entre lo que se promete y lo realizado son descomunales no se deja de creer en los carismáticos líderes y sus sacerdotes. Los ritos unen a los miembros en la forma de mítines, fiestas o manifestaciones. No habrá modo de desmontar la obcecada postura de unos seguidores a aquel partido que funcione como medio de salvarles. Se podría continuar exponiendo más características pero valgan las dichas como muestra de lo que sucede y es imposible negar.
Si nos volvemos a las religiones, nos daremos cuenta que la estructura es la misma. No existe la autocrítica ni argumento que haga dudar lo que se considera una verdad absoluta que escriben con mayúsculas. El militante se revolverá ofendido contra lo que acabamos de decir. Y después de indignarse al considerar que hemos interpretado con perversidad una necesaria acción democrática, contraargumentarán diciendo que los contenidos son radicalmente distintos. La política se refiere a este mundo mientras que la religión se pierde en un vaporoso y alienante más allá.
Quien piense que una cultura laica es fundamento de una sociedad racional y libre responderá que el envoltorio, al ser el mismo, diluye lo que sería el contenido. Más aun, la política partidista puede alienar más, puesto que se monta sobre los individuos como si se tratara de algo que se puede probar empíricamente. Esto hace más incautos a quienes profesan la fe partidista. Los creyentes religiosos, al perderse en las brumas de lo místico, están sometidos a la duda permanente. Una cultura laica tiene que poner ante los ojos estas perversas similitudes. Y avanzar así hacia una racionalidad democrática que desea que la autonomía y la rebelión de la gente se liberen de la presencia de una tradición que dificulta que seamos dueños de nosotros mismos.
La religión lo invade todo y es un error decir que abarca una sola parte de nuestras vidas. Porque existe una serie de características que son compartidas por muchas de nuestras conductas. Obsérvese el comportamiento de los partidos políticos que nos rodean. Forman un grupo en el que los individuos se mueven codo a codo, se apoyan contra otros grupos a los que se considera enemigos o rivales y siguen al que veneran y obedecen en lo que dicta y manda. Los disidentes son expulsados en cuanto ponen en cuestión la autoridad del jefe o la doctrina del partido.