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La derecha que robó el punk
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'TRINCHERA CULTURAL'

La derecha que robó el punk

Hoy parte de la izquierda no indigna, se indigna, y en esa literalidad está perdiendo el sabroso don de la provocación

Foto: El líder de Vox, Santiago Abascal. (EFE/J.J. Guillén)
El líder de Vox, Santiago Abascal. (EFE/J.J. Guillén)
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A uno siempre le ha gustado tocar los cojones. Parece ser, según cuentan mis progenitores, que de bien crío, 4 o 5 años, padecía la inevitable tentación de palpar el trasero de aquella mujer bien nalgada que estuviera a mi vera. Desde el carrito de niño, se me iba la mano hacia esos musculosos cojines haciendo carne la expresión "las manos van al pan".

Las féminas objeto de mis atenciones infantiles, al percatarse del tocamiento, se giraban indignadas con toda la razón del mundo. Mi madre (quien habitualmente cargaba con la tarea de pasearme por las calles, ¡loada sea ella!), moría de vergüenza cada vez que ocurría.

Los motivos definen la temperatura moral de la idea y así es cómo la inconsciencia y la plena consciencia se reúnen en sus extremos

Afortunadamente, todas comprendían al estudiar la situación que se trataba del impulso inconsciente de un niño, casi un bebecín, que declaraba admiración por sus traseros con un desafortunado gesto. El incómodo cabreo se tornaba entonces en risa, ternura, incluso en cierta complicidad conmigo. Si hubiese tenido bigote y las pelotas con un suspensorio, otro gallo habría cantado...

¿A dónde voy con esto? A que el contexto lo es todo en los gestos. Los motivos definen la temperatura moral de la idea y así es cómo la inconsciencia y la plena consciencia se reúnen en sus extremos. Ninguna de aquellas mujeres sintió que mis deslices fueran un aprovechamiento meditado, así como nadie dijo que los Sex Pistols fueran nazis por llevar esvásticas. Ellos eran punkis. Seres de la provocación. Y quien los acusara de practicar el onanismo con fotos del tío Adolf, fue porque no tenía ni pajolera idea de qué iba la fiesta.

Ignatius Farray dijo en su reciente entrevista con Évole que la derecha había robado el punk. Tiene toda la razón. Porque hace décadas la indignación la provocaba la izquierda con sus pintas, sus luchas por la libertad, su arte y su ir a contracorriente. Hoy parte de la izquierda no indigna, se indigna y lo hace además con dosis de humor tan bajas que parece un aquelarre de seminaristas amargados. Su literalidad amenaza con ser tan descarada que es incapaz de prestar atención a la provocación, al menos, a aquella que no le convenga. Y la derecha, por su parte, saca mantequilla de esa tostada.

Foto: Foto: EFE/Eliseo Trigo.
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Quien tenga el usufructo de la provocación está llamado a reunir a las masas incómodas. Los que se dicen ansiosos por romper reglas o reivindicarse, buscan su espacio en lugares ajenos a las normas que precintan las tablas de la moral. Y es trabajo de la izquierda pisparse de lo imposible de achicar las mareas de la irreverencia. Antes o después, habrá de volver a reivindicarlas. Por lo menos, desde sus recién paridas atalayas de corrección. Es eso, o encaminarse a la ceniza restricción conservadora que a tantos movió hacía a los húmedos senderos de la libertad décadas atrás. Siendo hoy muñecos de la derecha quienes enarbolan esa palabra; libertad, como si fuese la sangre de sus antecesores ideológicos la que regara las cunetas y cárceles de este país. Flaco favor le hace el identitarismo ultraofendido a quienes picaron los derechos de los que gozan hoy muchas inmensas minorías.

Resulta insultantemente real que la rebeldía es un capricho goloso. Si midiéramos los porcentajes de simpatizantes jóvenes del comunismo durante los años 80, puede que diésemos con un porcentaje similar al de aquellos que simpatizan hoy con... Vaya, me cuesta aclararme. ¿El conservadurismo? ¿Los reaccionarios? ¿El fascismo?... Ahora ninguno tiene un territorio claramente definido. A Vox se lo tilda de fascista y, sin embargo, ha demostrado ser obscenamente neoliberal (antítesis del fascismo). ¿Conservadores? ¿De derechas? Me cuesta pensar en los jóvenes proxenetas del sexo esporádico, la cogorza findesemanera, el reguetón y el twerking dándoselas de parroquianos domingueros.

El asunto está diluido y, seguramente, las viejas etiquetas: "facha", "marica", "roja", "mojigato" o "zorra" estén tan pasadas como el eMule. En cambio, lo que está más de moda que nunca es la brecha adquisitiva; del facha al marica, la roja o la zorra, poco importa su nomenclatura. Pero supongo que aceptar eso nos haría más iguales y, por tanto, insignificantes…

Foto: Foto: EFE/Andreu Dalmau.

Oh, hablando de insignificancia… Para mí, quien mejor definió la experiencia de nuestra insignificancia en tiempos de crisis fue Milan Kundera. El muy checo (dicho como si eso fuera un insulto…) tuvo el genial olfato de desenterrar las florituras y cojeras de saber despachar una sonrisa desentendida de cara al terror.

Kundera, con sus bromas, sus amores, su insoportable levedad y su digna risa olvidada fue capaz de acuñar una tesis, para mí, intachable: "La insignificancia es la esencia de la existencia. Está presente incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Se necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y para llamarla por su nombre. Pero no se trata tan solo de reconocerla, hay que amar la insignificancia, hay que aprender a amarla". Y, lo cierto es que, por mucho que nos pensemos imprescindibles, somos insignificantes. Poco importa si creemos defender la causa más justa de todas, la más honesta o digna. Nada escapa a la insignificancia, sobre todo nuestras convicciones. Deshacerse de la ofensa orgánica es un billete VIP a la estimulación de la duda, de la razón intransigente que está mucho más guapa cuando se la azota. Y eso, oye, es muy punki.

¿Qué queréis que os diga? A mí, cuando me han llevado la contraria con argumentos bien pertrechados, sobre todo con su puntito de humor, me he emocionado. Me he sentido humilde. Jodida y acertadamente cuestionado. Y he pasado de odiar los toros, a leer con asombro las versadas críticas de Alfonso Navalón, de cascarme con nazis (sin que esto quiera decir que dejaría de hacerlo), a maravillarme con los textos de Hamsun, o de minusvalorar la teoría queer, a ver en Judith Butler ejercicios de genialidad.

Los humanos manipulamos con el deseo y hay pocos deseos más congénitos que el de ser libres de realizarnos

La provocación siempre ha sido, y siempre será, llevar la contraria. Pero quizás la forma más honesta de provocación no sea contradecir al resto, sino contradecirnos a nosotros mismos. La contracultura, en este mundo de opiniones intransigentes y partidismos, ha pasado de ser un arrebato contra lo establecido a una profunda revisión de lo que creemos que nos define. Puñetero individualismo… A veces, aunque parezca mentira, en el veneno está la medicina.

Quién tenga la provocación, quien tenga el punk, tendrá el poder de la contracultura que, previa a su digestión por el sistema, es fuente de pasiones insobornables. Porque la provocación es síntoma de libertad. De realización…

Los humanos manipulamos con el deseo y hay pocos deseos más congénitos que el de ser libres de realizarnos. Hoy las opciones en este campo se ven cada vez más reducidas por la precariedad. Por eso las nuevas generaciones, en vez de pelear contra algo que les parece casi inaccesible, como la paridad económica, acaban machacando la lengua por luchas en las que se sienten protagonistas y con la legitimidad de los resultados.

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Como no son capaces de poner bridas al poder económico, se encaman con la revolución permanente, que lleva a la crisis de lo práctico y se inclina al belicismo dialéctico. Ahí es donde se diseña la piel fina; la trampa de una lucha arropada por un poder al que le conviene aliarse en la ofensa para seguir esquivando todo cuanto ataque los pilares donde verdaderamente se sostiene.

¿Qué la derecha ha robado el punk? Pues yo que me alegro, mientras eso haga despertar a la izquierda sobre lo importante que es saberse insignificante como para reírse de sí misma. Sin ese fertilizante de la razón y la autocrítica, presos así de la censura y la literalidad, amenazan con convertirse en los déspotas de los que, tradicionalmente, sus ideas han dicho querer librar al mundo.

A uno siempre le ha gustado tocar los cojones. Parece ser, según cuentan mis progenitores, que de bien crío, 4 o 5 años, padecía la inevitable tentación de palpar el trasero de aquella mujer bien nalgada que estuviera a mi vera. Desde el carrito de niño, se me iba la mano hacia esos musculosos cojines haciendo carne la expresión "las manos van al pan".

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