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La izquierda tiene una nueva propuesta política: la "buena vida"
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La izquierda tiene una nueva propuesta política: la "buena vida"

Los partidos progresistas han dejado de ser el motor ideológico en Europa. Sin embargo, tratan de retomar ese papel de impulsores de la Historia con un programa diferente de futuro

Foto: Una buena vida para el que la puede pagar. (iStock)
Una buena vida para el que la puede pagar. (iStock)

La izquierda no goza de buena salud en Europa. En Alemania, los socialdemócratas están flanqueados por el FDP en la vertiente económica y por los verdes en la geopolítica, lo que limita mucho su capacidad real de acción. En Francia, el papel central lo ejerce Macron, mientras que Mélenchon y su Nupes están cada vez más divididos. En Italia no parece haber fuerzas que puedan competir hoy con el bloque de las derechas. En España, además del PSOE, contamos con una izquierda menguante, la de Podemos, y otra que aún no ha salido a la arena política, la de Yolanda Díaz; y hay bastantes dudas de que, entre todas ellas, puedan conservar el gobierno.

Sin embargo, y más allá de los resultados electorales, lo que parece evidente es que la izquierda europea ha perdido la capacidad motora. La derecha populista está ejerciendo mucho más de fuerza de futuro, en distintos sentidos. Más allá del crecimiento en los países del sur, lo significativo es que gobiernos antes denostados, como el polaco, ahora se conviertan en el centro de Europa.

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La falta de arraigo de las propuestas progresistas resulta paradójica, en la medida en que las condiciones estructurales de la época, las tensiones geopolíticas y las necesidades nacionales son muy favorables a programas tradicionales de la izquierda.

En esa pérdida de motor ideológico tiene mucho que ver la conversión de los partidos progresistas mayoritarios en partidos ESG, dedicados a impulsar la sostenibilidad y a cumplir con los criterios ambientales, sociales y de gobernanza. Pero también hay responsabilidad más allá de las formaciones tradicionales, porque los partidos más a la izquierda entraron en una deriva autorreferencial que les impedía proponer un futuro atractivo para el conjunto de la sociedad. Su escasa comprensión de la actual estructura de clases es una de las causas más evidentes de su declive, lo que se hace patente en sus propuestas estrella.

La ciudad de dos horas

La ciudad de 15 minutos es un buen ejemplo. Parte de una propuesta razonable, la de vivir en espacios donde todo esté a la mano: barrios en los que haya centros de salud, comercios, lugares de encuentro y servicios públicos a una distancia que pueda recorrerse a pie, o que, en su defecto, esté rápidamente conectada a través del transporte público. Es difícil oponerse a una visión de esta clase. El problema reside en que justo lo que hace imposible ese tipo de ciudad para buena parte de la población no está sujeto a la acción gubernamental o a la de consistorios locales: la gente trabaja allí donde puede, y eso supone muy a menudo desplazarse hasta lugares alejados de su hogar.

Lo que no se paga en dinero, se paga en tiempo: mucha gente tiene que vivir lejos de su trabajo porque no puede afrontar los costes

Esto tiene mucho que ver con la estructura de clase que determina tiempo y espacio en las ciudades más grandes. En la medida en que el coste de las viviendas, compradas o en alquiler, consume buena parte de las rentas, mucha gente, y en especial la que menos recursos tiene, se ve obligada a residir lejos si quiere mantener unas condiciones habitacionales dignas. Lo que no se paga en dinero, se paga en desplazamientos, es decir, en tiempo. Residir cerca del trabajo es posible para las personas que cuentan con recursos suficientes, o a las que sus demandadas titulaciones les permiten tener en cuenta la cercanía como elemento relevante a la hora de escoger entre diferentes ofertas. Pero esos estratos sociales no constituyen la mayoría de la población, más al contrario.

Si no se opera sobre este elemento, que constituye la mayor parte de los desplazamientos, la ciudad de 15 minutos no es más que rebranding: nos venden algo habitual mediante un término nuevo. Sin arreglar el problema de la distancia del centro de trabajo, la propuesta queda reducida a la necesidad de aumentar de todo tipo de dotaciones de los barrios. Y es buena idea, pero también es cierto que, en abstracto, es algo que la gran mayoría de las formaciones políticas proponen, unas con más voluntad real que otras.

A veces, estas propuestas encuentran aliados inesperados. Las conspiraciones alrededor de la ciudad de 15 minutos, de las que se ha llegado a afirmar que era una manera de encerrarnos en nuestros barrios, ayuda a la difusión de la idea. Sitúa a la izquierda en su marco preferido, el de seres infrapensantes que dan pábulo a todo tipo de noticias falsas y que se convierten en fuerzas de choque reaccionarias. A pesar de la polémica, que ha quedado encerrada en el circuito habitual, en especial el de Twitter, la ciudad de 15 minutos no es algo que haya penetrado en el imaginario colectivo como aspiración general. Por algo será.

Dimite quien puede

Esa misma falta de comprensión y de aceptación social se produjo con el debate sobre la gran dimisión, que fue celebrada por la izquierda como una contestación al sistema: la falta de satisfacción de la gente con sus trabajos, ya fuera por los salarios o por las condiciones laborales, llevaba al abandono en masa. Como era una tendencia de la que se estaba hablando en EEUU, los medios occidentales pecaron de provincianismo y se hicieron eco rápidamente de ella. No hubo gran dimisión: las pequeñas renuncias fueron limitadas y se terminaron cuando EEUU dejó de enviar los cheques pandémicos, pero se nos vendió como un fenómeno de grandes dimensiones.

La realidad es que normalmente abandona el trabajo quien puede, no quien quiere. La gente que opera en sectores demandados no tiene demasiado problema en marcharse, porque algo encontrará, mientras que los demás no pueden dejar de pagar las facturas. Cuando pasó la ola dimisionaria, se nos dijo que lo que estaba operativo era la dimisión silenciosa. Era una definición extraña, porque venía a decir que la gente iba a trabajar, pero sin ganas. Hubo quienes se sintieron reconocidos en esta expresión, ya que se percibían poco valorados en su trabajo o creían que merecían mucho más de lo que obtenían, y esa falta de entrega era una exteriorización rebelde de su malestar interior.

La gran dimisión creó debate en determinadas clases sociales, pero la mayoría de la gente no sabía de qué se estaba hablando

Sin embargo, el mero hecho de pensar de esa manera revelaba su posición social: trabajaban en puestos cualificados donde se suponía que la dedicación era relevante. La mayoría de la gente no vincula el empleo con las ganas: es complicado levantarte y sentirte pletórico porque vas a poner copas, o a sepultarte en un montón de papeles o a cargar en Mercamadrid.

Tras la desaparición de la dimisión silenciosa, nos han contado que la gran dimisión no había sido posible más que para ese grupo reducido de personas que contaban con recursos para dejar su empleo e irse de viaje por Asia o emplear el tiempo en hacer surf. Todo esto era evidente desde el principio, pero aun así, la expresión se convirtió en un tema habitual de debate. En determinadas clases sociales, claro, porque a la gente común este tipo de cosas les resultaban extemporáneas.

Trabajo o renta

La semana laboral de cuatro días se mueve en una contradicción similar. Mucha gente querría trabajar cinco días, ya que no tiene empleo o es contratada a tiempo parcial; mucha gente, también, querría trabajar cinco días, porque su semana es de seis, o porque su horario excede de las 8 horas diarias. Los cuatro días a la semana son posibles en sectores concretos, en empleos cualificados o en partes de la administración, pero el resto de la gente no lo ve como una opción, sino como alguno que le resulta completamente ajeno.

Y algo de esto hay también en el teletrabajo. Si bien es cierto que a muchas personas la posibilidad de realizar su tarea laboral en remoto le resulta una gran ventaja, y las medidas tomadas en ese sentido son muy útiles, también lo es que buena parte de los empleos no incluyen esa opción: ni al bombero, al camarero o al transportista, entre muchos otros sectores, les es posible teletrabajar. Podríamos continuar con otros ejemplos, como la renta básica, el rentismo para pobres. La mayoría de la gente prefiere tener un empleo, y mejor si está bien pagado, que depender de una ayuda. Hay quienes aspiran a otro tipo de vida, en la que el trabajo no determine su existencia: podrían ser cineastas o diseñadores, y dedicar su tiempo vital a aquello que les satisface interiormente. La renta básica ayudaría a realizar esos proyectos vitales: si alguien puede dejar el trabajo y marcharse a hacer surf o de viaje a Asia, por qué ellos no. Es una postura legítima, pero también hay que reconocer que hoy no es un proyecto social mayoritario.

El estado del autobienestar

El núcleo que recorre propuestas tan dispares, las que conforman el ideario de la izquierda más progresista, es que se trata de políticas pensadas en primer lugar para mejorar la vida de quienes las enuncian. Esto es llamativo, ya que cuando se preguntan acerca de cómo mejorar la vida de la gente, piensan que la mayoría de las personas tienen los mismos problemas que ellos. Un número elevado de fenómenos sociales son entendidos desde esta perspectiva, el último la fascinación con el ChatGPT, y la misma transición climática se ha desplegado mediante un discurso entroncado con esta mirada.

Por lo tanto, solo pueden conformar opciones políticas autocentradas, que son proyectos de una clase social, las de las capas urbanas, progresistas y formadas, que distan mucho de ser las mayoritarias en un país, y más aún en uno como el nuestro. Esa desconexión entre las visiones de la sociedad entre unas clases sociales y otros explica en buena medida por qué, en un instante en que la política es más necesaria que nunca existe un espacio vacío, que a veces es ocupado por las derechas populistas, otras por opciones regionalistas, y que en otras cae en la abstención.

Hay parte de la progresía urbana, la más pendenciera, que se resiste a salirse de sus privilegios de clase

Durante mucho tiempo, a la gente común le ha tocado perder: varias crisis han golpeado a poblaciones como la española de maneras muy distintas. La de 2008 supuso pérdida de empleo, después ha llegado la inflación y siempre la pérdida de recursos. El aumento del coste de los bienes esenciales, desde la vivienda hasta la energía, pasando por el transporte o por los alimentos, ha sido habitual, en unos sectores u otros, en los últimos 20 años, mientras que los salarios y las retribuciones no han crecido, ni mucho menos, en el mismo porcentaje. Se ha generado así un efecto de desposesión que continúa avanzando. Constatemos que la Sareb se formó con los activos inmobiliarios “malos” de los bancos, y ahora es el turno de las pymes quebradas. Es un paso más.

En ese escenario, la izquierda, más que en políticas del Estado del bienestar o en intentar crear prosperidad, se ha especializado, a menudo de manera autorreferente, en políticas del bienestar a secas: semana de cuatro días, ciudad de 15 minutos, teletrabajo, sostenibilidad. Y no son malas ideas, pero a menudo se despliegan a costa de invisibilizar el problema de fondo, la desposesión que sufre la mayoría de la sociedad.

En lugar de entender la sociedad de la que forman parte, se empeñan en que los demás adopten su perspectiva sin ofrecer nada a cambio

Dado que no son direcciones incompatibles, tampoco habría mucho problema en complementarlas. Pero hay parte de la progresía urbana, la más pendenciera, que se resiste a salirse de sus privilegios de clase, y en lugar de entender la sociedad de la que forman parte, se empeña en que los demás adopten su perspectiva sin ofrecer nada a cambio. Lo llamativo aquí es la agresividad que exhiben: quien pone el acento en la desposesión es necesariamente un reaccionario. A veces, esta defensa de preferencias privadas o grupales alcanza extremos satíricos, como en el caso de Rodríguez Pam negándose a aceptar que una mayoría de las mujeres prefieran la penetración a masturbarse. Muchos de los integrantes de la progresía actúan sistemáticamente con la misma soberbia y el mismo desprecio por las preferencias de los demás.

Todos estos elementos subrayan una mirada particular en las izquierdas europeas, y en las españolas como parte de ellas. Podemos representa una posición cada vez más melenchonista, pero está dedicado a combatir al estado profundo y al machismo, lo que le deja en un lugar muy secundario del espectro político, En su lugar, la ideología que está emergiendo es la ligada a una suerte de buena vida, a la propuesta de condiciones de bienestar, físico y emocional, que se sustentan en un cierto optimismo y en la confianza en el futuro. Es difícil que esto arraigue, y mucho más en esta época. No se trata sólo de que la buena vida, como la vida cara, no la tiene quien quiere, sino quien puede; se trata más bien del enredo mental de quienes, representando a una parte de la sociedad, en general bastante favorecida, creen que los problemas y las aspiraciones de los demás son los mismos que los suyos. Y que si no es así, deberían serlo.

Por tanto, lo que impide que la izquierda actual tenga recorrido es su génesis: sus ideas han surgido de una pequeña parte de lo sociedad que se percibe como la avanzadilla de la historia. En lugar de tejer proyectos que puedan ser atractivos para la mayoría de la gente, se revuelven cuando no se les concede la razón, ya que va de suyo que el resto de la sociedad debería respaldar sus posiciones de clase. Así es muy difícil ejercer de motor ideológico. La política, hoy más que nunca, cuando estamos en un cambio de época, requiere pensar desde una perspectiva común los problemas que sufre la mayor parte de la sociedad. Con ese punto de partida es posible que los proyectos avancen.

La izquierda no goza de buena salud en Europa. En Alemania, los socialdemócratas están flanqueados por el FDP en la vertiente económica y por los verdes en la geopolítica, lo que limita mucho su capacidad real de acción. En Francia, el papel central lo ejerce Macron, mientras que Mélenchon y su Nupes están cada vez más divididos. En Italia no parece haber fuerzas que puedan competir hoy con el bloque de las derechas. En España, además del PSOE, contamos con una izquierda menguante, la de Podemos, y otra que aún no ha salido a la arena política, la de Yolanda Díaz; y hay bastantes dudas de que, entre todas ellas, puedan conservar el gobierno.

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