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José María Aguirre Gonzalo, el plutócrata de San Sebastián
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Hombres de fortuna IX

José María Aguirre Gonzalo, el plutócrata de San Sebastián

Continuamos con el serial de historia "Doce relatos sobre hacedores de empresa" con el hombre de negocios y banquero que creó Agromán y levantó un imperio

Foto: José María Aguirre Gonzalo.
José María Aguirre Gonzalo.

El poder absoluto, que es el del dinero, necesita atributos que acrediten ante los demás, pero también a mayor gloria de quienes lo ejercen, su capacidad de dominio. Los reyes construyen castillos. Los emperadores componen escudos de armas con iconos de sus dominios geográficos. Los hombres de negocios alzan inmensos edificios de cristal y acero para situarse por encima de su contexto social. Otros disimulan su influencia detrás de una máscara humana. Éste es el caso de José María Aguirre Gonzalo, uno de los grandes banqueros de la España contemporánea.

Su nombre quizás no le diga mucho a los nacidos en la última década de la pasada centuria. Las entidades financieras ahora son marcas globales. Nombres corporativos. Antes no era así: importaba –y mucho– quién estuviera a los mandos. La personalidad de sus dueños y de sus ejecutivos, ambas condiciones solían coincidir, las distinguía.

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Aguirre Gonzalo.

Hombre tradicional y plutócrata de San Sebastián, Aguirre se sentó durante años entre los siete grandes banqueros de la España del franquismo y la Transición. Todos ellos, los señores del dinero, que controlaban el 80% de los depósitos bancarios, aparecen sonrientes en una mítica foto de la familia. En el centro de la imagen, con terno negro, bigote y como expectante, aparece el presidente del antiguo Banesto. La reunión era una despedida convocada en su honor. Le quedaban cinco años de vida. Murió con 90 años camino de la clínica Ruber de Madrid, donde era trasladado para extraerle una flema. Las esquelas del tiempo resaltaban un día después sus méritos, valores e insignes títulos, entre ellos su etapa en el Banco Guipuzcoano, que presidió entre 1956 y 1988.

Quienes lo conocieron dicen que le gustaban los placeres de la buena mesa y que, en todas las comidas del día, sin saltarse una, bebía un vaso de zumo de limón puro, sin agua. También era aficionado al ácido ascórbico, un remedio vitamínico para conjurar los quebrantos de la edad. Se lo hacía traer –en polvo– de Estados Unidos. Su dosis diaria: ocho gramos. Al término de las comidas bebía ginebra inglesa. Le gustaba cuidarse.

Encarnación del industrial decimonónico

Cuentan que tenía una memoria milagrosa y un carácter particularmente desinhibido. Nada extraordinario si se tiene en cuenta que fue procurador vitalicio en las Cortes franquistas y un banquero a la antigua usanza en el mundo del capitalismo castizo de su tiempo. Encarnaba al industrial decimonónico: participaba en más de medio centenar de empresas, llamaba a los periodistas “los chicos de la prensa” y, aunque sufrió los golpes del destino –se le murió una hija con 37 años de edad y quedó viudo antes de tiempo–, tuvo una vida plena, aunque en las fotos apareciera con abrigo largo y un aspecto entre soviético y militar.

La sala de reuniones del Banco Guipuzcoano alberga un retrato en su honor pintado por Manuel Vázquez Díaz. Existen otros óleos con su figura, lo que indica una indudable vanidad. Apellidos, le sobraban: José María Domingo Hilario Aguirre Gonzalo Sagastume Yarza. Donostiarra de 1897. Los tiempos de la burguesía patriótica que disfrutaba de los veranos suaves de la playa de la Concha, donde acudían al Gran Casino, veían corridas de toros y pasaban las veladas con valses de Chopin y Foppe.

No cazaba, no navegaba en yate. Participaba en empresas constructoras, inmobiliarias e industriales. Y para ser banquero –o quizás justo por eso– tenía fama de lenguaraz

El día del nacimiento de Aguirre Gonzalo, María Cristina de Hausburgo paseaba en un coche tirado por mulas por la idílica costa del Norte camino de las fiestas en el Hotel Miramar. Cuba y Filipinas todavía eran españolas. Su padre, José María Aguirre Sagastume, había emigrado a Cuba para montar un negocio de muebles. Ganó lo suficiente como para volver a España y no trabajar más. Su madre, Hilaria Gonzalo Yarza, retratada en las primitivas placas de vidrio vestida de oscuro de la cabeza a los pies, era hija de una vendedora de pescado y angulas de Donosti. Su nieto residía entre el Hotel Palace de Madrid y el Londres de San Sebastián. No cazaba, no navegaba en yate. Participaba en empresas constructoras, inmobiliarias e industriales. Para ser banquero –o quizás justo por eso– tenía fama de lenguaraz.

La vida, en general, le sonrió. En su casa pensaban que se dedicaría al sacerdocio, pero prefirió la Escuela de Ingeniería de Madrid. Su primer empleo fue como técnico en la empresa que construía la línea Sol-Cuatro Caminos del Metro. A la vuelta de su luna de miel, lo despidieron. De esta forma, se convirtió en empresario. Junto al que fuera su jefe, Alejandro San Román, crearon una sociedad para vender trabajos de ingeniería: Aguirre-San Román Ingenieros, el embrión de Agromán, que nació en 1927. Lograron un contrato en el puerto de Bilbao; más tarde fueron adjudicatarias de la Ciudad Universitaria de Madrid –lo que le permitió relacionarse con Alfonso XIII– y del enlace ferroviario de la Castellana, donde conoció a Indalecio Prieto.

Uno de los grandes beneficiados del franquismo

La República lo encarceló brevemente por un conflicto en una huelga de la construcción. La guerra civil la contempló desde San Sebastián, donde siguió trabajando. Sería uno de los grandes beneficiados por el nuevo régimen: Agromán se repartiría con Dragados el negocio de la reconstrucción durante la posguerra. Su cliente esencial era el estado franquista, pero no confiaba en la Administración. En los años 50 su empresa era la primera constructora de España gracias a las obras públicas. Junto a otras compañías, fue una de las encargadas de construir el Valle de los Caídos, mausoleo del dictador. En la década de los 80 la compañía estuvo al borde del precipicio por los retrasos de la Administración, su cliente principal, a la hora de pagar y el incremento de los tipos de interés. La suspensión de pagos pudo evitarse recurriendo a Banesto.

Agromán fue sólo el embrión de su imperio. Aguirre Gonzalo culminaría su ascenso llegando a la cúspide del sector financiero, donde estaría trece años. Sus intereses se extendieron a la industria metalúrgica, la publicidad, la tecnología, la energía, las porcelanas, la electrónica, el textil, el urbanismo, la alimentación y el transporte (Renfe). En 1960 se convirtió en accionista de la empresa del Metro de Madrid, de donde fue despedido. Sus actividades comprendían medio centenar de empresas, entre ellas periódicos, la Universidad, el Colegio de Ingenieros de Caminos, el Colegio de Estudios Financieros de directivos de banca y el sindicato del régimen.

'Ser rico sirve para no pensar en el dinero y no hacer caso a tus ejecutivos', bromeaba

En plena posguerra, ya pisaba las alfombras del poder financiero en el Banco Guipuzcoano, símbolo de la oligarquía y la burguesía vasca, que terminaría presidiendo en 1956 y fue su plataforma social y para acceder a Banesto, fundado por empresarios franceses y en cuyo consejo se sentaban las familias patricias de Madrid y Barcelona. Entre estos clanes ejerció como árbitro y mediador. También lo hizo hacia fuera: semanalmente almorzaba con sus competidores y con las autoridades monetarias y representaba los intereses de inversores como la Banca Rothschild, Comerciale Italiana, Deutsche Bank, JP Morgan y el Banco Mundial. Su predicamento era tal que sus intervenciones alteraban el humor de los ministros y hacían subir o bajar la bolsa.

El rostro simpático del empresario

Aguirre Gonzalo fue el primer contribuyente fiscal individual de España. Su fortuna –decía– le sirvió “para comer la mejor merluza del país y disfrutar de la libertad de decir lo que pensaba”. “Ser rico sirve para no pensar en el dinero y no hacer caso a tus ejecutivos”, bromeaba.

Hizo política entre bambalinas, pero no ambicionó cargos gubernamentales. Hubieran sido malos para sus negocios. En 1958 Franco le ofreció ser ministro de Vivienda, pero declinó la propuesta. Todavía se sentaba en las Cortes, como representante gremial, cuando se negociaba la Ley de la Reforma Política. Siempre fue un hombre conservador, con cierta tendencia al paternalismo y, en ocasiones, autoritario, pero construyó su perfil público con la lógica opuesta: el rostro simpático del empresariado en un país que salía de la autarquía y se abría al capitalismo internacional. El día de su muerte, con 90 años, su sepelio congregó a las fuerzas vivas de la España oficial. El orfeón donostiarra lo despidió cantándole el Agur Asusen Ama.

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El poder absoluto, que es el del dinero, necesita atributos que acrediten ante los demás, pero también a mayor gloria de quienes lo ejercen, su capacidad de dominio. Los reyes construyen castillos. Los emperadores componen escudos de armas con iconos de sus dominios geográficos. Los hombres de negocios alzan inmensos edificios de cristal y acero para situarse por encima de su contexto social. Otros disimulan su influencia detrás de una máscara humana. Éste es el caso de José María Aguirre Gonzalo, uno de los grandes banqueros de la España contemporánea.

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