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Por qué los optimistas son casi todos pijos
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'TRINCHERA CULTURAL'

Por qué los optimistas son casi todos pijos

El optimismo aparece frecuentemente en el debate público, pero estaría bien precisar qué se quiere decir cuando se utiliza ese término. Porque el uso que están haciendo de él las clases con más recursos resulta perverso

Foto: Vamos de fiesta y nos sentimos optimistas. (EFE/Giorgio Viera)
Vamos de fiesta y nos sentimos optimistas. (EFE/Giorgio Viera)

El debate optimistas contra pesimistas aparece con mucha frecuencia en las conversaciones públicas, pero también en las privadas. "Hay que ser optimista, yo soy optimista", son frases que se escuchan muy a menudo. En fin, ver el vaso medio vacío o medio lleno, pensar en el futuro desde una perspectiva esperanzadora o fatalista, son elementos que salen a relucir habitualmente cuando se apela a estas ideas. Estamos demasiado acostumbrados a tomar en cuenta las esencias conceptuales y mucho menos a abordar cómo son aplicadas en la vida diaria; utilizamos en exceso el idealismo, y analizamos mucho menos de la realidad. En la confrontación entre optimismo y pesimismo, esta mirada es tan común que me genera un cansancio infinito.

El pesimismo goza de mala fama, y es natural. En una época como la nuestra, complicada y con retos serios que afrontar, ya tenemos suficientes problemas como para que nos los vengan a recordar todo el rato. Las posturas que se centran en el "va a salir mal" terminan por agotar. Pero hay una tendencia muy perniciosa, cuando se trata de debates políticos, económicos o sociales, que identifica análisis y razón con pesimismo: si se hace un diagnóstico de una realidad que no es especialmente atractiva, la manera de no afrontarla es tachar a quien lo formula de pesimista. La realidad se convierte en una cuestión de actitud personal: no se trata de que las cosas estén bien o mal, sino de que eres un pesimista. Y se acabó el diálogo.

Las clases con más recursos de nuestra sociedad han encontrado en el optimismo un sustitutivo secular de la fe

El optimismo puede ser estupendo, pero a menudo quienes lo utilizan sufren de confusión temporal. El optimismo es sano, pero después, no antes. Si se afrontan los problemas y se trata de cambiar lo que está mal, la esperanza es muy útil. Es mucho mejor creer que las cosas van a salir bien que no al revés. Si te diagnostican una enfermedad, intentas poner los remedios necesarios para curarla, y en ese tránsito, reconforta tener confianza en que todo irá correctamente. Pero saltarse el paso necesario, y no tratar la enfermedad con el argumento de que "hay que ser optimista", implica convertirse en un iluso. Socialmente, es de eso de lo que estamos hablando: cada vez que se plantean asuntos que tensan las estructuras, que obligan a repensar las creencias o que fuerzan a introducir cambios, la respuesta suele ser "las cosas están mal, pero hay que ser optimista".

Los nuevos dioses

Es parte de esa extraña reacción de las clases con más recursos de nuestra sociedad, que han encontrado en el optimismo un sustitutivo secular de la fe. Hay quienes, y en otros tiempos era frecuente, al serles expuestas las dificultades, contestaban "no lo pienses más, reza, ten fe y todo se solucionará". Ahora lo que está de moda es utilizar el mismo argumento, pero cambiando la fe por la confianza en el futuro. Quizá sea su forma de rezar al dios del destino, o la diosa Gaia, para que venga en su ayuda, pero como mecanismo intelectual es bastante endeble.

No podemos obviar que este asunto tiene una deriva política muy evidente. La derecha tiende a hacer un diagnóstico negativo, a menudo catastrofista, de la situación española, en lo institucional y lo económico. La izquierda, sin embargo, suele resaltar los aspectos positivos, ve el futuro desde una buena perspectiva e insiste en que hay que generar ilusión. De modo que las acusaciones cruzadas de agoreros y mentirosos, al hilo de las posturas optimistas y pesimistas, se suceden en la vida pública. Haríamos mal en pensar que esto es una dinámica pura entre izquierdas y derechas; tiene mucho más que ver con la relación entre gobierno y oposición: el primero dice que las cosas van bien, y que, por tanto, tienen que seguir en el poder, y la segunda que van fatal y que es urgente sacar al presidente de Moncloa. Sería muy parecido si fuera al revés y la oposición estuviera gobernando. Es parte de la dinámica política.

La posición social

No obstante, en el terreno ideológico, el apuntado es un aspecto secundario. Lo curioso es que donde más ha penetrado la fe en el optimismo, y donde más utilizado resulta, es en entornos sociales constituidos por personas a las que les va bien o muy bien, y que además creen que así será de manera permanente (y a menudo con razón). Son integrantes de clases sociales favorecidas, que gozan de recursos suficientes y que no ven su posición amenazada. De modo que cuando se les expone a una situación complicada, o se subrayan problemas reales, la respuesta "hay que ser optimista, yo soy optimista" quiere decir "no me molestes con tus problemas, pobre".

Se trata, en el fondo, de que no quieren afrontar los problemas del común de la población. Pero es normal, no son los suyos

En otras épocas, los campesinos iban a solicitar al señor medidas de alivio después de la sequía y el noble los contestaba "hay que tener fe, rezad", mientras exigía el pago de los tributos. Por exagerado que parezca, algo de esta actitud permanece en la utilización del optimismo como elemento social: las clases altas y las medias altas son las más acostumbradas a solucionar los debates por la vía del optimismo, simplemente porque no quieren afrontar los problemas del común de la población; es normal, no son los suyos.

Hay ejemplos continuos de estos comportamientos, pero por citar uno menor. El Foro de Davos, es decir, la reunión de un montón de millonarios, transmitió en sus conclusiones que había razones para la esperanza: las transformaciones geopolíticas, las dificultades económicas y las tensiones crecientes dentro de los países, e incluso la guerra, estaban ahí fuera, pero había que ser optimistas. Es lógico: pese a todo, los intercambios globales funcionaban, las cuentas de resultados eran brillantes, y seguían ganando mucho dinero. No pasaba nada, en realidad, y el futuro, el suyo, no iba a ser malo. De modo que dijeron "hay que ser optimistas" y se fueron a las múltiples fiestas que habían organizado, que para eso estaban en Davos.

El otro populismo

Lo malo es que esta mentalidad acaba por trasladarse a otras clases sociales que carecen de razones para la ilusión. Les pasa como a los campesinos: muchos de ellos regresaban a casa y rezaban a Dios con más fervor para que les ayudase. Al final, el noble tenía soldados, y ya que no iban a conseguir nada, mejor negar la realidad y aumentar el tiempo dedicado a las plegarias. En nuestra sociedad ocurre algo similar, y muchas de las clases medias y populares han tomado el optimismo como algo positivo, cuando de lo que se trata, en lo político, es de borrar el debate.

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Por supuesto, es mucho mejor tener esperanza que carecer de ella, es mejor afrontar el futuro pensando que se va a alcanzar la meta, que estar convencido del fracaso, y así sucesivamente. Pero no estamos hablando de eso, sino de un mecanismo de evitación de la realidad que suelen practicar aquellos a los que la realidad común no les causa ningún perjuicio. Es un mecanismo de renuncia al diálogo y a la reflexión; es la sustitución de la razón por la fe. Y esto es llamativo, porque son esas clases sociales, elitistas, las que suelen quejarse de que la política, y la vida pública en general, se han convertido en un cúmulo de pasiones que aprovechan los populistas. Harían bien en constatar que alguien ha empezado todo esto.

El debate optimistas contra pesimistas aparece con mucha frecuencia en las conversaciones públicas, pero también en las privadas. "Hay que ser optimista, yo soy optimista", son frases que se escuchan muy a menudo. En fin, ver el vaso medio vacío o medio lleno, pensar en el futuro desde una perspectiva esperanzadora o fatalista, son elementos que salen a relucir habitualmente cuando se apela a estas ideas. Estamos demasiado acostumbrados a tomar en cuenta las esencias conceptuales y mucho menos a abordar cómo son aplicadas en la vida diaria; utilizamos en exceso el idealismo, y analizamos mucho menos de la realidad. En la confrontación entre optimismo y pesimismo, esta mirada es tan común que me genera un cansancio infinito.

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