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'Babylon': cocaína, lluvia dorada y carreras truncadas en el Hollywood de los locos años veinte
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'Babylon': cocaína, lluvia dorada y carreras truncadas en el Hollywood de los locos años veinte

Damien Chazelle retrata el Hollywood de los años veinte en una película encorsetada —y al mismo tiempo dispersa— protagonizada por Brad Pitt

Foto: Diego Calva y Brad Pitt, en un momento de 'Babylon'. (Paramount)
Diego Calva y Brad Pitt, en un momento de 'Babylon'. (Paramount)

Dicen que Hollywood, en los años veinte del siglo XX, fue algo así como la Sodoma bíblica, el Wall Street de los ochenta o el backstage de los Red Hot Chili Peppers en cualquier década de su carrera. Los primeros trabajadores del cine, las gentes de las barracas y del espectáculo circense, se comieron lo que todos los pioneros: mucha mierda en condiciones precarias, pero mucha proyección de futuro. En esos años veinte, el cine ya empezaba a convertirse en el espectáculo de masas más importante de la humanidad —hasta que llegó internet—, es decir, ya empezaba a mover ingentes cantidades de dinero y a ofrecer salarios astronómicos, incluso por el trabajo más absurdo, como el de chico-para-todo. Y el dinero siempre sobrevuela la norma, con lo que, aunque en el resto del país imperase la ley seca, en las mansiones de la soleada California existía una Babilonia de manantiales en los que brotaba el maná destilado entre montañas de cocaína y montes de Venus, donde caía lluvia dorada y donde el bufón de la corte era ahora el rey.

Después de dedicar sus tres anteriores películas (Whiplash, La La Land y First Man) al sacrificio personal para la consecución de la perfección (en el arte o en la ciencia), Damien Chazelle ha querido dejarse llevar por los efluvios etílicos y el exceso de los roaring twenties en una explosión de barroquismo cinético y presupuestario con Babylon, una visita al desbarre dentro y fuera del set en la época de las primeras estrellas de cine, de los primeros magnates del celuloide, de los Rodolfo Valentino y las Louise Brooks y los Samuel Goldwyn. En un arrebato megalómano como los de aquella época de dulce precrisis, Chazelle ha dirigido una fantasía art decó de más de 80 millones de dólares en la que Brad Pitt —que además de protagonista es productor—, Margot Robbie, Jovan Adepo (The Leftovers) y el mexicano Diego Calva cruzan sus trayectorias de ascenso a la cima y descenso a los infiernos de la meca del cine.

placeholder Otro momento de 'Babylon', de Damien Chazelle. (Paramount)
Otro momento de 'Babylon', de Damien Chazelle. (Paramount)

A los pocos minutos de empezar Babylon, Chazelle propone una fiesta con elefantes, mujeres y hombres desnudos, jazz y un festival de estupefacientes con cientos de extras pavoneándose por delante de una cámara que no deja de moverse. La música convulsiva y metálica de la banda sonora de Justin Hurwitz, entre el jazz de tugurio y la pista circense, adentran al espectador en un caos de estímulos imposible, que llega aturullar. Aquí una starlette meándole en la cara a un sumiso seboso —en una situación con reminiscencias al famoso caso de Fatty Arbuckle, uno de los actores más importantes de la época, y la actriz Virginia Rappe—, allá un hombre felando a otro, vestidos ambos con plumas, acullá un número de baile imposible y estrambótico.

El espectáculo visual, la capacidad de componer un totum revolutum milimétricamente coreografiado, vuelve a demostrar que Chazelle es un director obsesivo y superdotado. El problema es que, entre tanta charanga y botellón, la emoción por la trayectoria de los protagonistas se disipa. La apuesta por el continuo cambio de foco de un personaje a otro, sobre todo al utilizar las elipsis como un gancho para mantener la atención, empujan a una distancia emocional irrecuperable: a medida que avanza la película decae el interés por los conflictos de los personajes. También aflora la sensación de que Chazelle no llega a dominar la comedia: los gags resultan más bien momentos de extrañeza, como el cuñado que en una boda sube al escenario a contar chistes para espanto de la recién casada.

placeholder Margot Robbie interpreta a Nellie LaRoy, una aspirante a actriz. (Paramount)
Margot Robbie interpreta a Nellie LaRoy, una aspirante a actriz. (Paramount)

Babylon arranca con la llegada de Manny (Diego Calva) a Hollywood a principios de los años veinte. Debe trasladar un elefante para la fiesta privada de un magnate del cine. Es un tipo resolutivo que consigue lo que se propone. En la fiesta conoce a Nellie LaRoy (Margot Robbie), una aspirante a actriz con una personalidad tan arrolladora como extrema que tiene claro que su camino para salir de la absoluta pobreza es que la fichen para trabajar en el cine. Nellie tiene el don de la naturalidad y de la capacidad de engaño —ahora lloro, ahora no lloro—, aparte de una presencia imponente en pantalla. Por allí también aparece un galán del cine mudo, Jack Conrad (Brad Pitt), que demuestra una capacidad cuasi divina para recuperarse de las resacas e interpretar a sus personajes, incluso en las peores condiciones físicas. Conrad es un trasunto de, precisamente, Rodolfo Valentino. Es la escena de un rodaje, cuando el último rayo de sol se oculta tras las colinas de Hollywood y se pone fin a la jornada, uno de los momentos más emocionantes de la película: el cine es luz —sobre todo en los primeros años, cuando las cámaras apenas tenían sensibilidad— y, cuando esta se va, todo se pone en pausa, dormido, hasta el primer rayo de sol del día siguiente.

Chazelle sigue también la carrera de Sidney Palmer (Jovan Adepo), un trompetista que toca en las fiestas que, con la llegada del cine sonoro, se convierte en una estrella frente a la cámara. Porque Babylon también cuenta el maremoto que supuso la aparición del sonido, las carreras que se truncaron, la dificultad de acoplar las ruidosas cámaras de la época a las necesidades de los sonidistas. Uno, de las secuencias cómicas, recuerda esa primera toma de contacto en uno de los gags más dolorosamente largos de la película.

placeholder Un rodaje es el lugar más bello del mundo. (Paramount)
Un rodaje es el lugar más bello del mundo. (Paramount)

Babylon se deshace cuanto más se acerca al final, con repentinas tramas amorosas y mafiosas donde podría haberse limitado a centrarse en el corazón del dilema: el éxito es un amante esquivo. Solo unos pocos pueden acceder a él. Unos a base de tesón, otros a base de un don ungido en el nacimiento —lo tienes o no lo tienes—. Pero es una ramera que abandona con el tiempo y no puedes hacer nada para retenerlo a tu lado. El verdadero éxito, como la belleza y la juventud, es en la mayor parte de los casos el polvo de una noche. Algo resume muy bien la escena en la que el personaje de Pitt le pregunta a una periodista del corazón que emula a la temida Louella Parsons por qué ya no le dan buenos papeles y por qué los espectadores que antes lo idolatraban ahora lo desprecian: porque ese no sé qué que tienen las estrellas, un día, simplemente, desaparece. Babylon es un canto a esa efervescencia, a esa magia embalsamada que es el cine, a esa capacidad de disfrute que, sin embargo, Chazelle no logra transmitir en una película demasiado encorsetada y rígida, la antítesis de todo por lo que aquello empezó.

Dicen que Hollywood, en los años veinte del siglo XX, fue algo así como la Sodoma bíblica, el Wall Street de los ochenta o el backstage de los Red Hot Chili Peppers en cualquier década de su carrera. Los primeros trabajadores del cine, las gentes de las barracas y del espectáculo circense, se comieron lo que todos los pioneros: mucha mierda en condiciones precarias, pero mucha proyección de futuro. En esos años veinte, el cine ya empezaba a convertirse en el espectáculo de masas más importante de la humanidad —hasta que llegó internet—, es decir, ya empezaba a mover ingentes cantidades de dinero y a ofrecer salarios astronómicos, incluso por el trabajo más absurdo, como el de chico-para-todo. Y el dinero siempre sobrevuela la norma, con lo que, aunque en el resto del país imperase la ley seca, en las mansiones de la soleada California existía una Babilonia de manantiales en los que brotaba el maná destilado entre montañas de cocaína y montes de Venus, donde caía lluvia dorada y donde el bufón de la corte era ahora el rey.

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