Es noticia
Hemos dejado de tener miedo a los editores
  1. Cultura
mala fama

Hemos dejado de tener miedo a los editores

Esta figura del mundo de los libros tiene algo de jefe que no sabe hacer nada y, sin embargo, no se molesta en ocultarlo

Foto: ¿Ha pasado el tiempo del temor a los editores?.
¿Ha pasado el tiempo del temor a los editores?.

Descubrí hace poco con el compañero Juan Soto Ivars un común desdén súbito por la figura del editor. Ya no nos daban miedo. Los editores son administradores del miedo literario, y como tales viven muy cómodamente del talento de los demás. Si quieres ser escritor, alguien tiene que ungirte y sancionar tus manuscritos. Si quieres ser editor, solo necesitas dinero para abrir una editorial. Teniendo dinero, ya decides automáticamente quién es escritor.

Hace poco vi un corte de una entrevista a James Cameron donde hablaba de qué cosa es un director de cine. Cameron decía que puedes coger tu móvil, rodar la mayor chorrada que se te ocurra con tus cuatro amigos y un guion improvisado, editarlo y ponerle un título y, justo después del título, sobreimpresionar "Dirigido por Mí" y ya serías director de cine. No solo eso, también afirmaba que lo primero que tiene que hacer alguien que quiere ser director de cine es convertirse en director de cine dirigiendo lo que sea.

Las editoriales, como avalistas del sentido mismo de leer, resultan imprescindibles

Este bautizo por las bravas es casi imposible para un escritor, porque autoeditarse se sigue viendo como el último escalón de la escalera del fracaso, y además un libro que se edita uno mismo tiene la desventaja de no haber pasado ningún control de calidad, y el sistema necesita referentes, marcos intelectuales y alguien a quien echarle la culpa por no parar un libro a tiempo, y sería paradójico culpar a un escritor de publicarse sus propios libros cuando nadie se los ha querido publicar.

Así, las editoriales, como avalistas del sentido mismo de leer, resultan imprescindibles, y un señor o señora tiene que liderarlas y mandar y publicar a las escritoras con las que se acuesta y a sus amigos.

La caída de los dioses

Desde que uno quería ser escritor, y enviaba manuscritos, ya iba levantando todo un mito con esas personas invisibles y a menudo innominadas que decidían la maduración de tu anhelo literario. Como decidían, eran dioses. Como decidían, tenían la verdad del talento ajeno. Y como llevaban mucho tiempo decidiendo, no cabía pensar que eran cuatro tipos como tú y como yo, que no sabían lo que hacían, pues, de hecho, al conocerlos en persona, posaban siempre muy ufanos y altivos, muy seguros de sí mismos y no poco acostumbrados a ser cortejados, aplaudidos y agasajados.

Sin embargo, el pasar de las décadas (ay, de las décadas, nada menos) me ha permitido asistir a la jubilación o despido de algunos editores, y al cierre de varias editoriales. Así, un día, pensando estas cosas sin importancia, vine a hacerme una pregunta inédita: ¿por qué el editor sin editorial no aporta nada?

Todo ese poder del editor quedaba reducido a nada simplemente si perdía su puesto

La cosa era que, hasta perder su trabajo o su sello, el editor estaba, de hecho, en lo más alto de la pirámide de reconocimiento. Decidía quién era escritor, al publicarlo; quién seguía siéndolo, al seguir publicándolo; quién se iba al olvido, dejando de hacerlo; quién rozaba la gloria, con un premio; quién, el éxito, con una campaña de promoción desorbitada. Era el jefe de todo esto y el cerebro privilegiado para tomar las decisiones cruciales sobre la vida de unos pobres desgraciados que habían estado dos mil horas tecleando sus ficciones, ensayos o cuentitos. Sin embargo, todo ese poder, ese saber supuestamente de primer orden, quedaba reducido a nada simplemente si perdían su puesto. Un editor que no edita no hace nada, no sé si ustedes se han dado cuenta.

No escribe, pongamos por caso, artículos brillantes sobre el devenir de la literatura sin él al mando; no da charlas jugosísimas sobre el oficio; no asesora a otros sellos; no escribe, de hecho, ningún libro, con todos los que publicó y, mayormente, con todos los que rechazó. Lo sabía todo sobre la literatura, pero nada puede aportarnos sin su corona, su cetro, su día a día de adoración en el dédalo literario, oficina, cóctel, feria.

Cuando un editor cesa, a nadie le importa dónde está, qué hace, qué piensa, de qué vive. Esto da un poco de pena, sinceramente. Algunos editores que dejaron de serlo, digamos, ante mis propios ojos, me constataron la abrupta interrupción de comunicaciones que sobreviene de forma despiadada. Como ya no eres editor, nadie te escribe ni te adula. Como no tienes poder, tu nombre se evapora de todas las agendas. ¿Tu obra? Nada, pues lo publicado por ti desaparece, y si no desaparece (porque perdura) lo acaba publicando otro sello. Nadie recuerda quién publicó el primero a Javier Marías o a Pérez Reverte. Las ediciones se suceden, los editores caen como caen los autores cuya obra se olvida, pero además sin obra alguna que olvidar.

¿Quién eres tú?

Lo que pasó con Soto Ivars fue que coincidimos en confesarnos la pérdida de respeto por los editores. Antes, claro, uno se ponía firme si entraba uno en el bar, si se lo presentaban, si recibía un e-mail del editor o editora conocido o más de moda o perteneciente a un gran grupo. Ahora uno solo piensa: ¿quién eres tú?; o mejor: ¿quién te crees que eres? Como dijo José María García sobre Benito Floro al fichar por el Real Madrid: ¿a quién le has empatado?

Los editores, por lo general, no le han empatado a nadie, y no saben, como es obvio, más de literatura que un escritor cualquiera con algo de oficio y trayectoria. Su gran medalla suele ser el descubrimiento, esto es, que fueron los primeros en publicar a tal o cual escritor luego muy famoso y valorado. Pero descubrir a un autor es fácil: basta observar la historia reciente del sello Caballo de Troya para darse cuenta de que todos los editores fugitivos (uno por año) que ha tenido el sello han descubierto a alguien, simplemente porque no hay tantos bares en la ciudad donde uno pueda cantar, no hay tantas puertas a las que llamar y no hay tanta incompetencia que no se acierte una vez de cada diez. Si solo 10 o 12 personas en España publican autores españoles noveles, van a descubrir a los buenos incluso sin saber que lo son.

No pocos editores me han hablado de su trabajo como de algo muy similar a jugar a la ruleta

De hecho, no pocos editores me han hablado de su trabajo como de algo muy similar a jugar a la ruleta. Publicas 10, 20, 30 libros al año, y alguno funciona, cubriendo el gasto de los demás; alguno recibe buenas críticas, alguno te hace rico (o justifica tu puesto en el grupo editorial), y así vas tirando fichas, traduciendo libros que no lees, pero que traen algún prestigio de su país de origen, publicando novelas españolas que tampoco lees porque pagas 72 euros a uno que sí sabe de libros por leerlas, y te hizo un informe. Como hay pocos jugadores en el casino, es difícil no ganar alguna vez, y entonces eres un editor importante, la gente cree que tienes el don (se confunde suerte con don, y ese don confuso genera prestigio, y el prestigio hace que vendas nuevos libros porque sí, porque los publicas tú, tu sello) y decides quién va a las fiestas y quien no va a las fiestas. En rigor, dispones de la vida de gente, y la humillas y la hundes, sin más crédito profesional que no haber sido despedido todavía.

Sin embargo, amigos, el escritor no juega a la ruleta, muchas veces se juega la vida con un libro. Se juega la salud. Se juega su sangre deletreada durante años. Y ese esfuerzo de horas trágicas y purísimas pende de un hilo hasta que un editor o editora inamovible, que tuvo un buen día o tuvo un mal día, al que le caes bien o mal, que lee lo que le mandas o ni siquiera, decide si merece ser publicado por cuatro perras. Y has de tenerle, por tanto, mucho miedo a ese editor, como a papá, al jefe o un juez.

Hombre, no. Ya no.

Descubrí hace poco con el compañero Juan Soto Ivars un común desdén súbito por la figura del editor. Ya no nos daban miedo. Los editores son administradores del miedo literario, y como tales viven muy cómodamente del talento de los demás. Si quieres ser escritor, alguien tiene que ungirte y sancionar tus manuscritos. Si quieres ser editor, solo necesitas dinero para abrir una editorial. Teniendo dinero, ya decides automáticamente quién es escritor.

Libros
El redactor recomienda