Manila, 1945: terror amarillo para 'los últimos de Filipinas' o cuando Franco se enfrentó a Japón
España estuvo a punto de declarar la guerra al imperio del Sol Naciente después de haber sido aliado del Eje; los japoneses masacraron a la extensa colonia española y Franco se quiso apuntar un tanto con EEUU
El 12 de febrero de 1945, una semana después de que el general Douglas MacArthur se metiera en la playa filipina de Lingayen con el agua por los tobillos y fumando en pipa, para conseguir la foto de su célebre —I shall return, "Volveré"—, y tras anunciar que la ciudad sería liberada inmediatamente, la batalla por la capital Manila no había hecho más que empezar. Duraría más de un mes y mientras el general de EEUU repetía el paseo por la playa para que la foto quedara bien, se desarrollaba ya una matanza en el antiguo barrio español, en donde la extensa colonia española, los otros "últimos de filipinas", abandonados a su suerte contra el antiguo aliado japonés de Franco, sufrieron especialmente la barbarie de los soldados del imperio del Sol Naciente.
En cuanto se supo lo que estaba ocurriendo, el régimen franquista, que había contemporizado durante toda la guerra con el Eje con la célebre decisión de Francisco Franco de distinguir tres escenarios bélicos y no uno solo —la guerra de los aliados en el frente occidental contra Alemania, la de la URSS en el frente oriental y la del Pacífico contra Japón— se decidió a declararle la guerra a este último. No en vano, Franco había afirmado de forma sibilina a mitad de la guerra que España era neutral en la primera, simpatizante con el Tercer Reich en la segunda, y decididamente proamericana en la tercera. ¿Era un último acto de cordura o un deliberado oportunismo desesperado para congraciarse con los próximos vencedores?
Franco distinguió tres escenarios, la guerra de Europa con Alemania, la de la URSS y la de Japón
Al principio de la guerra, el régimen franquista había demostrado una extraña simpatía por el imperio japonés, pero ya en 1943, el ministro de Exteriores, el conde Gómez Jordana, había declarado al embajador de EEUU en Madrid: "En opinión del gobierno español, el problema japonés es el mayor problema que ahora afronta el mundo […]. Japón personifica el peligro amarillo, que representa una grave amenaza al mundo entero". La batalla y matanza de Manila en 1945 fue la gota que colmó el vaso, aunque fuera más bien en realidad la última oportunidad para Franco de cambiar de bando ante la debacle del Eje. En ese contexto el jefe del Estado de España decidió la declaración de guerra pero fallaron con en el momento adecuado para hacerla. La barbarie de los soldados nipones contra los españoles en Manila fue el acicate.
"Manila 13 de febrero de 1945, martes", reza el diario de Mari Carmen, una de las españolas residentes en Manila. "Los hombres con hachas en las manos nos iban tirando los muros (madera) para poder correr de casa en casa y atravesar el espacio sin ponernos al descubierto, sin pasar por la calle, que equivalía a la muerte. Por fin —nuestro estupor no podía acabar de creerlo—, después de cruzar varias casas de esa forma, que teníamos que dejar en seguida por alcanzarles el fuego o el cañón, por fin nos dimos cuenta de la HORRIBLE VERDAD: aquello no era la guerra, sino la locura. El Japón quería nuestra sangre a toda costa. Había que esconderse donde no hubiera casas, en campo abierto y con el menor ruido posible; pues estos asiáticos, convencidos de la superioridad norteamericana, iban a dejar Manila, sí, pero sus edificios destruidos y sin ciudadanos, sin mirar papeles, ni color, adornando sus calles de cadáveres. Así es que esta nación, que hace cuatro años entraba triunfadora, llamándonos hermanos, nos quemaba la casa, nos ametrallaba, o nos tiraba granadas de mano cuando corríamos enloquecidos".
De aliados a enemigos
El testimonio recogido en el libro de Antonio Pérez de Olaguer, El terror amarillo en Filipinas, publicado por la editorial Juventud de Barcelona casi inmediatamente después de producirse la batalla, a principios de 1946, es una de las terribles crónicas de lo que pasaron los españoles en Manila, y explica bien esa dualidad en apenas unos años de lo que ocurrió entre España y Japón: de aliados a enemigos.
Se vio perdido y solo confió en una palabra: España. Elevó su mano en el aire y un tajo limpió la segó
Es lo mismo que se deduce de la ejecución del propio hermano del autor del libro, Luis Pérez De Olaguer, a quien le cortaron primero la mano y después le ensartaron a sablazos, precisamente después de que este enarbolara su nacionalidad española como posible y desesperado antídoto ante la matanza. Lo cuenta así Antonio en su libro:
"Mi hermano Luis, en su afán de imponer su nacionalidad española, con la desesperada creencia de que ella podía salvarle, exhibía en todo momento en su mano, la preciada condecoración con el que el Gobierno español, encarnado en su jefe de Estado, le había distinguido hace unos años. Al intentar buscar un refugio y cruzar la Avenida Taft, fue detenido con otras personas al morir de la trágica tarde del 12 de febrero de 1945. Se vio perdido y solo confió en una palabra: España. Y después de proclamar su nacionalidad española, dibujó en lo alto la rúbrica de la condecoración, en forma de cruz, prueba de su aserto. Y su mano, limpiamente, la elevó al espacio. Un tajo limpió la segó en el aire. Y su mano derecha, desprendida de la muñeca, cayó al suelo. Dicen que mi hermano no se dio cuenta y gritaba que era español y que pertenecía a un país neutral. Le advirtieron —me aseguraron— que le iban a matar, e incluso le preguntaron que si quería morir. Naturalmente, él dijo que no, pero como burla sarcástica, los sables nipones enviaron su mensaje de muerte. Ya allí quedó, en mitad de la calle, por mucho tiempo, abandonado por la vida, o vencida esta por la muerte.
Delirio sanguinario
Las crónicas más personales del delirio sanguinario en Manila, llegarían con todo sus detalle después de terminada la guerra, pero lo que se supo desde el primer comienzo fuero el relato de la matanzas colectivas, como la que tuvo lugar en el mismo consulado español en la capital en dónde se asesinó a todo el mundo, en total a unos 68, sin ninguna piedad. Fue el momento clave de la política exterior española en la II Guerra Mundial. España podía subirse al carro aliado y con ello el régimen franquista podía intentar asegura su supervivencia después de haber estado en el ojo del huracán de británicos y estadounidenses por su clarísimo apoyo a la esfuerzo de guerra del Tercer Reich con la venta del Wolframio entre otros favores.
Sin embargo, lo cierto es que España venía preparando la ruptura con Japón desde hacía mucho antes como bien había hecho notar Jordana dos años antes y que la declaración de guerra contra Japón solo se detuvo porque se esperó tanto que el posible rédito para el cálculo político dejó de funcionar... Tal y como explica Florentino Rodao, el mayor experto de las relaciones hispano-japonesas durante la Segunda Guerra Mundial: "En 1945, la información del embajador español sobre la política de Washington usada para tentar la guerra con Japón fue correcta. El error principal de Madrid, por tanto, fue el retraso de un mes desde su redacción hasta la llegada al palacio de Santa Cruz (...) Si la decisión franquista de romper con Japón se hubiera tomado a lo largo del mes de febrero, Madrid habría encontrado una actitud aliada diferente; si no más favorable, por lo menos sí más indefinida" —Florentino Rodao, Franco y el Imperio Japonés (Penguin)—.
Washington y Londres se olieron la jugada oportunista de Franco al final de la guerra
Básicamente, en Washington y Londres se olieron la jugada final en las postrimerías del conflicto: apuntarse un tanto oportunista internacionalmente cuando el esfuerzo bélico español no significaba ya nada y después de haber contemporizado: se opusieron a que entrara en guerra como forma de validar su gobierno en la posguerra. Sin embargo, España había tensionado las relaciones con Japón desde mucho antes, con el entonces ministro de Exteriores, Gómez Jordana que en 1943 se había negado ya a elevar la diplomacia española en Japón, pasando de legaciones a embajadas —exactamente igual que harían en Hungría un año más tarde— con excusas miles que incluyeron una serie de demandas delirantes sobre China y la propia Filipinas. Tiene miga por lo desconocido de la situación.
Derecho de extraterritorialidad
Según Florentino Rodao, España mantenía una serie de privilegios en China desde la época imperial de la dinastía Qing como otros países europeos, que puso de pretexto para evitar una mayor implicación diplomática y pavimentar así la ruptura con el país nipón de cara a los EEUU, siguiendo con la consideración despectiva, casi racial, que había dado Franco a los japoneses como enemigos de la fe católica y de la cultura occidental: "España no tenía concesión territorial alguna en China, pero mantenía algunos privilegios. El más antiguo era el derecho a la extraterritorialidad, que provenía del primer tratado bilateral, firmado en Tianjin el 10 de octubre de 1864. En diciembre de 1928, España había aceptado expresamente renunciar a él pero, al contrario de lo ocurrido con Tokio en el siglo XIX, la Guerra Civil permitió que los españoles siguieran disfrutando de tal privilegio, como el resto de los países, con la excusa de que no se había llegado a un acuerdo general para su abolición entre las potencias signatarias del Tratado de Washington, de febrero de 1922".
Además, tenía el derecho a gobernar el barrio diplomático de Pekín como firmante del Protocolo Bóxer de 1901 así como el derecho de extraterritorialidad en el puerto de Amoy cercano a Filipinas que habían estado abierto siempre a los buques con bandera española. Por supuesto, eran baratijas diplomáticas en un contexto como la era la ocupación de Japón, pero el objetivo final era obtener algunas concesiones en Filipinas, respecto a los intereses españoles y los misioneros religiosos, tratando de entorpecer de pasado cualquier paso hacia delante de España con Japón.
Farol en balde
Mientras la relaciones se deterioraban con el embajador japonés Yakichiro Suma, nada respecto a Filipinas avanzó realmente. Es más, no solo no se sacó ninguna ventaja de Japón sino que cuando el gobierno de Tojo impuso el nuevo gobierno títere de José Laurel, una desafortunada nota del ministro Jordana con palabras cariñosas hacia el nuevo presidente enfurecieron a Washington que redobló su presión sobre la teórica neutralidad española en la guerra y su tácito apoyo a la Alemania de Hitler.
Sin embargo, Franco estaba decidido a cortar lazos con los japoneses a los que despreciaba y tras la muerte de Jordana y el nombramiento de Lequerica se intensificaron las campañas contra los japoneses a los que se les acusaba de ser de una raza cruel contraria al catolicismo español y los valores occidentales. En el mejor contexto para congraciarse con EEUU y ante las noticias de la Batalla de Manila y la masacre de españoles, de misioneros y de los peligros para los intereses en la antigua colonia surgió la posibilidad... pero se actuó tarde.
Se consiguió una reparación por daños de guerra de 5.500.000 dólares que se hizo efectiva en 1957
España rompió relaciones diplomáticas con Tokio pero las cábalas para declarar la guerra a Japón, de la que se tenía casi total seguridad ante la inminente derrota de todo el Eje, dejarían más claro aún a ingleses y estadounidenses que no otorgarían ningún crédito, o dádiva después de haberse producido ya la Batalla de Manila. España podía declarar la guerra al imperio del Sol Naciente pero nadie se lo iba a reconocer. Fue además el fin de la menguante influencia española en Filipinas, cerca de trescientos murieron en la batalla final de Manila, y de los supervivientes —unos 7000 según Florentino Rodao— la mayoría quiso volver a España, lo que tampoco fue fácil. El gobierno español pagó a EEUU para la repatriación en sus barcos pero al final tuvo que enviar dos propios. El balance final fue la pérdida definitva del legado colonial español aunque se consiguió una reparación por daños de guerra de 5.500.000 de dólares, que no se hizo efectiva hasta 1957. Los repatriados al final de la Segunda Guerra Mundial fueron verdaderamente los últimos de Filipinas.
El 12 de febrero de 1945, una semana después de que el general Douglas MacArthur se metiera en la playa filipina de Lingayen con el agua por los tobillos y fumando en pipa, para conseguir la foto de su célebre —I shall return, "Volveré"—, y tras anunciar que la ciudad sería liberada inmediatamente, la batalla por la capital Manila no había hecho más que empezar. Duraría más de un mes y mientras el general de EEUU repetía el paseo por la playa para que la foto quedara bien, se desarrollaba ya una matanza en el antiguo barrio español, en donde la extensa colonia española, los otros "últimos de filipinas", abandonados a su suerte contra el antiguo aliado japonés de Franco, sufrieron especialmente la barbarie de los soldados del imperio del Sol Naciente.
- Paul Preston: "Soy un puto guiri, pero aún hay en España una veneración estúpida por Franco" Julio Martín Alarcón
- El juez ordena bloquear más de 500 bienes del pazo de Meirás y los aleja de los Franco Beatriz Parera
- Sánchez asegura que pasará a la historia por haber exhumado a Franco del Valle de los Caídos Europa Press