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El Ministerio de la Verdad abre 24 horas al día
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El Ministerio de la Verdad abre 24 horas al día

La figura de George Orwell representa hoy al héroe de una épica perdida y muy pequeña, la épica del sentido común. Orwell creía en la verdad objetiva y en los hechos

Foto: Imagen: EC Diseño/S. B.
Imagen: EC Diseño/S. B.

Es curioso que los adjetivos proustiano y borgiano sirvan para señalar la influencia de Proust y Borges en una obra literaria, y honren instantáneamente esa literatura inaugural, mientras que orwelliano y kafkiano señalan algo negativo y hasta siniestro, y logran, también instantáneamente, no tanto ensalzar sus novelas, sino que Orwell y Kafka sigan teniendo razón.

Con todo, podemos aventurar un poco a voleo que orwelliano tiene una vigencia en nuestro siglo mucho mayor que la de kafkiano. Decir kafkiano es ya no decir casi nada; decir orwelliano es acertar de pleno con el espíritu de nuestro tiempo, que es un espíritu donde la verdad se ha transformado en un estorbo similar a todas esas cosas que guardamos en lo alto de los armarios. Un ábaco, por ejemplo.

Caminamos hacia un momento galáctico donde las cosas puedan ser verdad y mentira a la vez

Es la tecnología, particularmente la derivada de Internet, la que posibilita esta sofisticada manipulación de las masas. Y son los políticos, tocados por la gracia divina de la falta absoluta de escrúpulos, los que han conseguido que la pesadilla de George Orwell se confirme y amplíe: dos más dos son cinco; la libertad sexual consiste en sacar violadores de las cárceles; a la gente ya no le preocupa la malversación del dinero público; yo soy una mujer.

1984

Sobre todo esto ha escrito un extraordinario ensayo Dorian Lynskey. Se titula, un poco falto de imaginación, El Ministerio de la Verdad (Capitán Swing), y se presenta como una “biografía” de la novela 1984 (1949), la obra más popular de George Orwell. En realidad, es un trabajo libérrimo, que cae por las cuestas de la cultura que la novela va sugiriendo, llevándonos de Jonathan Swift en Inglaterra a Yevgueni Zamiatin en Rusia, de la Guerra Civil Española al funcionamiento de la BBC en La India, de los entornos literarios a los ambientes políticos.

Foto: La libertad, ese bien tan preciado. (Getty)

Personalmente, no soy un gran fan de 1984, siéndolo todo lo que se puede de la voz y la inflexibilidad moral de su autor. Creo que Rebelión en la granja (1945) cuenta lo mismo con más amabilidad, humor, gracia y pegada. 1984 se me hace un tanto áspera de leer, excesiva de gravedad y argumentalmente farragosa. Es una novela que opone complejidad a la complejidad (el totalitarismo no es cosa fácil de explorar), mientras que Rebelión en la granja disuelve esa complejidad en una fábula sencilla que ilumina el nervio secreto de estas psicopatías políticas.

Con todo, 1984 es la distopía más famosa de todos los tiempos, siendo este un logro de gran mérito, pues hubo un tramo del siglo XX en el que todo el mundo se puso a escribir distopías que parecían mejorar, plagiar o ignorar las que hacían los demás.

Lynskey aborda el hito literario y social de 1984 con prosa vivaz y entretenidísima, y lleva mucha razón cuando afirma: "Un mundo feliz y 1984 son unos extraños gemelos literarios. La mayor parte de los lectores los descubre en la misma época, en una especie de dos por uno de las distopías".

Ocupa muchas páginas al autor trazar una genealogía precisa de la distopía literaria, que incluye la duda de si Orwell leyó o no libros concretos similares, publicados décadas antes que el suyo en lenguas que no dominaba. Ya John Stuart Mill había empleado la palabra distopía ("el lugar que no es tan bueno") en 1868, pero durante todo un siglo, nos dice Lynskey, se prefirió hablar de cacotopía, siguiendo a Jeremy Bentham, o antiutopía. Solo a partir de los años sesenta se popularizó el calificativo de distopía. "La novela de Orwell se convirtió en sinónimo de una palabra que él nunca pronunció".

Es el progreso técnico y científico el que posibilita los grandes cambios sociales

La clave de la distopía es siempre tecnológica: es el progreso técnico y científico el que posibilita los grandes cambios sociales. Antes de que los escritores empezaran a verlo todo negro, lo popular fue maravillarse ante los nuevos inventos y predecir los que iban a llegar. Era lo que hacía con gran éxito HG Wells ("el hombre que inventó el mañana"), modelo a la contra de George Orwell. El autor de La guerra de los mundos comparece en El Ministerio de la Verdad como autor utópico, genial, envanecido y un poco cándido. Representa una fe infantil en que la invención humana hará el mundo mejor, algo que afirmaba en la primera mitad del siglo XX un gran número de novelas, no siempre exentas de desbarres (en una se conquista Júpiter y se rebautiza como Kentucky: hasta ese punto se les iba la pinza a los novelistas). Sin embargo, pronto se comprendió que “todos seríamos muy infelices en los paraísos de los demás”, y que, como decía EM Forster, el progreso es solo "el progreso de la máquina". Los humanos, íntima, espiritual y hasta físicamente, no progresan.

También enseguida George Orwell comprendió que el fascismo no se diferenciaba en gran medida del estalinismo, aunque antes de viajar a la España bélica creyera que era "una vulgar mentira" que fascismo y comunismo fueran lo mismo. "Ambos regímenes, tras originarse en extremos opuestos, están evolucionando a toda velocidad hacia un mismo sistema: una forma de colectivismo oligárquico", concedió después.

Porque la gran bestia para Orwell era el totalitarismo. "El pecado de casi todos los izquierdistas de 1933 en adelante es que han pretendido ser antifascistas sin ser antitotalitarios". Diríamos que esto es perfectamente aplicable a casi toda la gente que hoy se define de izquierdas.

El gran problema para alcanzar unas sociedades ideales es la superpoblación. La mejor opción: no tener hijos

Curiosamente, en el (sin ironía) mundo feliz de HG Wells también se llegaba a soluciones que hoy son moneda corriente en el debate público: el gran problema para alcanzar unas sociedades ideales es la superpoblación, y exterminar o dejar morir a miles de millones, la mejor opción. Hoy lo llamamos: no tener hijos.

1984, en fin, llegó después de una sobredosis de optimismo tecnológico, abastecida de ideas por numerosas obras precedentes, como Nosotros (1920), de Zamiatin, o El año 2000 (1888), de Bellamy; tomando su tono oscuro y asfixiante de El cero y el infinito (1940), de Arthur Koestler; y con el modelo a escala real de Stalin y Hitler a diario en los noticieros. El propio Linskey cuenta con un trabajo muy brillante sobre 1984, realizado mucho antes que él por Anthony Burgess y titulado 1985; pero, sin duda, El Ministerio de la Verdad lo iguala en perspicacia y lo supera en ambición.

Es curioso que los adjetivos proustiano y borgiano sirvan para señalar la influencia de Proust y Borges en una obra literaria, y honren instantáneamente esa literatura inaugural, mientras que orwelliano y kafkiano señalan algo negativo y hasta siniestro, y logran, también instantáneamente, no tanto ensalzar sus novelas, sino que Orwell y Kafka sigan teniendo razón.

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