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Ildefonso Fierro Ordóñez, el empresario del fósforo
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Ildefonso Fierro Ordóñez, el empresario del fósforo

El leonés levantó un gran imperio económico entre el negocio de las guerras y los monopolios de las cerillas, el petróleo y el tabaco

Foto: Ildefonso Fierro Ordóñez
Ildefonso Fierro Ordóñez

Cuando Félix y Toribio González Fierro decidieron torcer el signo de la suerte al repartirse en 1907 las actividades de su sociedad, Fierro Hermanos, desconocían que aquel modesto negocio naviero establecido en el puerto asturiano de San Esteban de Pravia acabaría por convertirse en el origen de un importante conglomerado industrial que se caracterizó, cuando ya el siglo XX se plegaba por la mitad, por el don de la oportunidad y la diversificación de sus actividades (minería, fósforos, construcción, transporte y finanzas). Aunque la fortuna había deparado otro destino, Ildefonso, el segundo de los hijos de Toribio, convenció a su padre y su tío para cambiar los lotes: él y su progenitor se quedarían con las faenas de la mar, mientras que la otra rama familiar se ocuparía de los asuntos de la tierra.

Nació así, el 16 de junio de 1908, Toribio Fierro e Hijos, sociedad que pronto se lanzó a competir en el transporte de mercancías por vía marítima. Para tal fin, Ildefonso animó a su padre –reacio a apostar su dinero en el mar frente a la seguridad que le proporcionaba la tierra− a comprar un buque: el Mieres, que acabaría varado en la costa de Málaga. Con todo, aquel vapor de mil toneladas fue el primero de una amplia flota que situó a la compañía en una posición inmejorable al estallar la I Guerra Mundial, en el verano de 1914. El conflicto otorgó una ocasión de crecimiento a los países neutrales como España, que ocuparon los mercados abandonados a raíz de las armas. Y, entre las operaciones más lucrativas, el suministro a los contendientes de carbones, donde Fierro tenía las minas y el correo.

Siempre destacó por su inteligencia y su fino olfato para hacer dinero

Justo en esos años, cuando “los fabulosos negocios del carbón han convertido Asturias en un nuevo Eldorado”, se sitúa el despegue empresarial de Ildefonso González-Fierro Ordóñez (Lugueros, León, 1882- Madrid, 1961), quien apenas cursó los estudios elementales y una breve formación mercantil, pero que siempre destacó por su inteligencia y su fino olfato para hacer dinero. De esta forma, si con los beneficios de la Gran Guerra compró explotaciones mineras, incorporó navieras, se adentró en el almacén y venta de coloniales y adquirió ventajosas participaciones en la banca, la relevante posición de su firma en la extracción y transporte de wolframio –metal usado en blindajes y proyectiles por la industria militar en la II Guerra Mundial− disparó los ingresos de sus sociedades en los años cuarenta.

En el transcurso de esas dos décadas –atravesadas por el impacto de la Guerra Civil, que le sorprendió, curiosamente, de vacaciones familiares en Estoril−, Ildefonso Fierro había conquistado plaza entre los empresarios más notables de España. Poco quedaba del animoso joven que, con dos potentes empresas familiares, se había trasladado de Asturias a Madrid con apetito de gloria a comienzos de la década de los veinte. Para comprobarlo, quizás, bastaba verlo subir o bajar cualquier mañana del Rolls Royce con chófer que lo esperaba a diario en la Gran Vía madrileña, justo en la puerta de sus oficinas, o en las tardes del Hotel Palace, donde era asiduo. No tenía nada extraño este ritual de la riqueza: su papel dominante en los monopolios –especialmente, los fósforos− vino a ratificar su fortuna y su gloria.

Astucia y oportunidad

Porque, otra vez aquí, Fierro asentó su éxito en una combinación de astucia y oportunidad. Así, cuando el Ministerio de Hacienda promovió en 1922 el concurso estatal sobre las fábricas de fósforos, cuyo alquiler se otorgaba como monopolio, el leonés estaba situado en un lugar de privilegio gracias a la Sociedad Ibérica de Contratación y Publicidad, que ya se ocupaba del suministro en exclusiva el cartón con el que se fabricaban las cajas de cerillas, y en la mejor de las compañías: el banquero Ignacio Herrero y el político Juan Navarro-Reverter Gomis, quien llegó a ser gobernador civil de Madrid. Apuntaló esta aventura con la creación de la Fosforeira Portuguesa, su primera incursión internacional, con la apertura en 1925 de unas oficinas en Lisboa y una fábrica en las proximidades de Oporto.

Ese crecimiento tendría, no obstante, su mayor conquista en su entrada en el consejo de administración de Campsa, que venía a concretar en la dictadura de Primo de Rivera la nacionalización del sector de los combustibles. Su entrada en la directiva de la nueva sociedad le trajo efectos positivos: uno de sus primeros negocios, la Sociedad Comercial Asturiana, se transformó en la delegación de la petrolífera en Oviedo, si bien debió dejar la presidencia a uno de sus hermanos para salvar, al menos, la apariencia. También le fue concedida la reforma del puerto de San Esteban, así como el ferrocarril de Alicante a Alcoy, dentro del plan de obras públicas emprendido por la dictadura de Primo de Rivera. Para tal fin, constituyó la Constructora Fierro, a la que incorporó la cementera Portland El León.

Entre los movimientos más llamativos, saltó del fósforo al tabaco, otro monopolio

Ildefonso Fierro sobrellevó los años republicanos desde la cúpula de Campsa, donde destacó por su defensa del monopolio ante los intentos del nuevo régimen de cambiar los términos del acuerdo entre la arrendataria y el Estado y, al final de la guerra española, aceleró la expansión y la diversificación de sus empresas en un contexto realmente adverso para la economía española. Entre los movimientos más llamativos, saltó del fósforo al tabaco –otro monopolio− al desembarcar con fuerza en la Compañía Arrendataria de Tabacos, la sociedad poseedora de la adjudicación desde 1887 y, por tanto, la principal candidata a renovar el nuevo contrato en 1944 bajo una nueva denominación: Tabacalera. Era habitual ver al empresario con un puro Rumbo, cuyo logotipo, el timón de un barco, rememoraba sus inicios.

De igual forma, Fierro se adentró en las artes gráficas, donde se vinculó −otra vez− a la esfera pública, en concreto, a la expedición del documento nacional de identidad y la fabricación de billetes, actividad que se le ocurrió al asistir en el aeropuerto de Barajas a la llegada de un avión con el papel moneda procedente de Alemania, donde se confió su fabricación durante la Guerra Civil. Esta última iniciativa se concretó en la compra y el equipamiento de unas instalaciones y en la firma de un contrato con el Banco de España, si bien la oposición radical del Ministerio de Hacienda llevó el proyecto a un callejón sin salida. Como alternativa, el Estado le compró todos los bienes de la sociedad –solar, edificios y maquinaria-, pero sin llegar a la cantidad que el empresario exigía como compensación.

Helados y publicidad

Con el impulso de los planes de estabilización, el empresario de origen leonés puso pie en los productos de gran consumo (los helados Camy, por ejemplo, que acabarían en mano de la multinacional Nestlé) y la publicidad, a través de la agencia Publinsa, a quien se atribuye el lema “Spain is different” que acompañó el boom turístico de sol y playa. Con todo, una de sus aventuras empresariales más sorprendentes fue la transformación de una exportadora de cítricos en una fábrica de armas para Estados Unidos. En la adjudicación de este contrato en junio de 1953 tuvieron, al parecer, influencia sus relaciones a cuenta del wolframio y un alto mando americano, que pudo percibir importantes beneficios por la citada intermediación.

Una de sus aventuras empresariales más sorprendentes fue transformar una exportadora de cítricos en una fábrica de armas

Cuentan de él que siempre ejerció una dirección personal de sus empresas, omnipresente en todas las decisiones, en todas las gestiones, arropado por personas de su confianza. Al comienzo, fueron sus hermanos y, cuando ellos desaparecieron o las relaciones saltaron por los aires por motivos diversos, incorporó a sus amigos y a su círculo familiar más próximo: hijos y yernos. En paralelo, cultivó una política paternalista entre sus empleados, a los que solía recordar que se encontraban entre los mejores retribuidos de España. Creó una mutua para ofrecerles atención médica y una organización de previsión y beneficiencia que atendió a viudas y huérfanos. Se le ha fijado con la etiqueta de “empresario de Franco”. Sin embargo, Ildefonso Fierro ya era rico, muy rico, antes de la Guerra Civil.

Falleció a causa de un infarto el 6 de diciembre de 1961. Cuando acabó de almorzar y se disponía a encender uno de sus puros Rumbo antes de acudir al consejo de administración del Banco Exterior, el corazón le falló. Se paró. A su entierro acudió una amplia representación oficial encabezada por el ministro de la Presidencia, el almirante Luis Carrero Blanco, quien estuvo acompañado por seis representantes más del gobierno de Franco. Ese despliegue venía justificado por la trayectoria del fallecido, sin duda uno de los empresarios más importantes e influyentes del país: poseía cerca de cuarenta sociedades en España y una veintena en el extranjero, repartidas por el norte de África (Marruecos) e Iberoamérica (Venezuela, Ecuador y Perú).

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También era fundador y presidente del Banco Ibérico, uno de los doce privados más importantes del país. La Memoria de la entidad de crédito recoge aquel año: “Fruto de sus obras y trabajo, no fue aquí un banco quien hizo a un hombre, sino un hombre extraordinario quien hizo al hombre”. A su muerte, el reto que dejó a sus herederos fue fenomenal, puesto que la excesiva diversificación que alcanzó se convirtió, por un lado, en una muestra de su éxito, pero, por otro, en una fuente inmediata de riesgos dada la dificultad de mantener un entramado de negocios tan variado. La red de empresas de Ildefonso Fierro se fue disolviendo, poco a poco, ante la imposibilidad de hacer frente a los desafíos de un grupo tan amplio y de una economía en permanente cambio.

Cuando Félix y Toribio González Fierro decidieron torcer el signo de la suerte al repartirse en 1907 las actividades de su sociedad, Fierro Hermanos, desconocían que aquel modesto negocio naviero establecido en el puerto asturiano de San Esteban de Pravia acabaría por convertirse en el origen de un importante conglomerado industrial que se caracterizó, cuando ya el siglo XX se plegaba por la mitad, por el don de la oportunidad y la diversificación de sus actividades (minería, fósforos, construcción, transporte y finanzas). Aunque la fortuna había deparado otro destino, Ildefonso, el segundo de los hijos de Toribio, convenció a su padre y su tío para cambiar los lotes: él y su progenitor se quedarían con las faenas de la mar, mientras que la otra rama familiar se ocuparía de los asuntos de la tierra.

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