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Delirio en el Real con la versión 'noir' de 'La sonámbula'
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Delirio en el Real con la versión 'noir' de 'La sonámbula'

Las sensacionales actuaciones de Nadine Sierra y de Xabier Anduaga excitan la ópera de Bellini con la clarividencia del maestro Benini y la audacia escénica de Bárbara Lluch

Foto:  'La sonámbula'. (Teatro Real)
'La sonámbula'. (Teatro Real)

Parecía que Nadine Sierra iba a precipitarse al vacío. La sujetaba un arnés invisible, pero las medidas de precaución no comprometían la credibilidad de la escena. Era la soprano estadounidense la protagonista de La sonámbula, de tal manera que la patología que identifica la ópera de Bellini (1831) explicaba la escena de Sierra encaramada en el tejadillo de una iglesia rural. No solo expuesta a la crisis vértigo, a la sugestión dramática del trance, al equilibrismo de las circunstancias, sino a todas las dificultades pirotécnicas que conlleva la escena final, entre la nobleza del recitativo, el virtuosismo del aria y el desafío extremo del sobreagudo, como si la voz de Sierra acuchillara el cielo del Teatro Real y sublimara el delirio.

Aclamaban los espectadores a la diva yanqui con la euforia de las noches de antes. Algarabía y pasiones. Bravos y escandalera, más todavía cuando el desenlace del último acto nos despejaba la angustia del precipicio.

Se asomó al vacío Nadine Sierra con toda la seguridad de la técnica y con toda la sensualidad de su carisma. Una cantante de timbre hermoso, de pureza vocal y de porvenir fértil (34 años) que nunca había cantado antes el personaje de Amina y que nunca había actuado en el Teatro Real.

El debut no le impresionó ni lo hizo la disciplina escénica de Bárbara Lluch, cuya versión noir y despiadada de la ópera de Bellini tuvo en consideración los honores de la protagonista sonámbula. La aisló de la dramaturgia en la última escena. Y la subió al trapecio sin red. No porque corriera el riesgo de precipitarse a la nada, sino porque la credibilidad del montaje dependía de la autoridad con que Nadine Sierra resolviera la hiperbólica escena liberatoria.

Foto: 'Orfeo'. (Javier del Real)

Tan liberatoria que la versión de Lluch interviene el libreto para convertir La sonámbula en la venganza de Amina hacia una sociedad rural, supersticiosa y fanática que la proscribe con la vergüenza de un falso adulterio.

Proliferan en escena las referencias culturales del machismo. La letra escarlata (“lleva la mentira grabada en la cara”). O las brujas de Salem. O la víctima sacrificial de la sociedades puritanas y delatoras, de modo que el montaje de Lluch tanto expone la hostilidad y la claustrofobia de un pantano de True detective —la serie oscura y siniestra de Nick Pizzolatto— como evoca la estética corrompida de Único testigo, aquella película de Peter Weir cuyas entrañas vomitaban el sectarismo de la sociedad amish.

placeholder  'La sonámbula'. (Teatro Real)
'La sonámbula'. (Teatro Real)

La principal novedad narrativa de Lluch consiste en incorporar la escena de la violación. No está descrita en el precario libreto de Felice Romani. Y traslada la actualidad de la ley solo sí es sí, precisamente porque el Conde Rodolfo, epígono de Don Giovanni en la relectura de Lluch, estupra a Amina impunemente aprovechando su estado de inconsciencia. No puede haber consentimiento si la víctima padece el sonambulismo.

Debutaba Lluch en el Teatro Real. Y temía ella misma que la platea reaccionara con hostilidad. Quizá por la osadía que implicaba contraponer la belleza del canto al erial penumbroso de la escena y al expresionismo de los personajes de ultratumba que acechan el sueño y la conciencia de protagonista. Se equivocaba Lluch… en sus expectativas pesimistas.

Foto: 'El Trittico'. (EFE/Quique García)

El entusiasmo de los espectadores homologó su versión de La sonámbula, por mucho que el reparto de clamores reconociera la jerarquía de Nadine Sierra y la cualificación de Xabier Anduaga, cuya línea de canto, valentía en los agudos, destreza en el fraseo y belleza tímbrica calentaron la función cada vez que aparecía en escena. Impresiona la edad del tenor vasco (27 años) respecto a su grado de madurez. Y lo hacen sus progresos artísticos y técnicos según avanza la carrera. La voz ha adquirido más volumen y más riqueza, aunque más impresiona la calidad de la dicción y la dinámica sonora, del pianísimo ingrávido al brillo del sobreagudo.

Nunca había cantado antes Anduaga el personaje de Elvino, ni tampoco se había medido nunca la soprano madrileña Rocío Pérez con el papel de Lisa. Resolvió el desafío con todos los recursos de su coloratura y con toda la idoneidad estilística, del mismo modo que el bajo italiano Roberto Tagliavini confirmó el buen cartel que ha adquirido hace años en el teatro madrileño.

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'La sonámbula'. (Teatro Real)

Tuvieron mucha suerte los cantantes con la lucidez del maestro Maurizio Benini en el foso del Teatro Real. Más que acompañarlos y dejarlos respirar (y escuchar, y escucharse), los mecía entre sus manos, como si pilotara una góndola en la mansedumbre y arrullos del Gran Canal.

Bellini es un melodista descomunal, pero no es sencillo enfocarlo con la naturalidad y escrúpulo sonoro que caracterizaron la lectura de Benini. La nobleza de la cuerda —particularmente los chelos— y la cualificación de la madera y de los metales redundaron en una versión de enjundia dramática y de hermosura cromática. El belcanto se elevaba en toda su dimensión.

Foto: La soprano Krassimira Stoyanova (i), en el papel de Aida, y el tenor Piotr Beczala, como Radamès. (EFE/Teatro Real/Javier del Real)

Y se demostraba que la audaz dramaturgia de Bárbara Lluch enfatizaba la relevancia de la música no precisamente desde la afinidad estética, sino desde el contraste y desde crudeza, siempre consciente de que los cantantes viven al borde del precipicio en el hábitat de Vincenzo Bellini.

Es el contexto extremo en que Lluch escenifica el despecho de la mujer sonámbula. Que es la mujer diferente, la extraña. Y que encaramada al trapecio de la iglesia arroja el velo nupcial al populacho. Exterioriza así el rechazo al matrimonio con que termina originalmente la ópera de Bellini. Y convierte el desenlace en un ejercicio de emancipación. O de empoderamiento, ya que hablamos de actualidad, de feminismo y de teatro coyuntural en los estertores del heteropatriarcado.

Parecía que Nadine Sierra iba a precipitarse al vacío. La sujetaba un arnés invisible, pero las medidas de precaución no comprometían la credibilidad de la escena. Era la soprano estadounidense la protagonista de La sonámbula, de tal manera que la patología que identifica la ópera de Bellini (1831) explicaba la escena de Sierra encaramada en el tejadillo de una iglesia rural. No solo expuesta a la crisis vértigo, a la sugestión dramática del trance, al equilibrismo de las circunstancias, sino a todas las dificultades pirotécnicas que conlleva la escena final, entre la nobleza del recitativo, el virtuosismo del aria y el desafío extremo del sobreagudo, como si la voz de Sierra acuchillara el cielo del Teatro Real y sublimara el delirio.

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