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La bailaora Rocío Molina y el Niño de Elche se desean en carne viva en Madrid
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La bailaora Rocío Molina y el Niño de Elche se desean en carne viva en Madrid

Llega a Madrid con una 'performance' titulada 'Carnación', en la que comparte escenario con el cantaor y que surge de una crisis personal y creativa

Foto: Rocío Molina  y Niño de Elche en 'Carnación' (EFE/Julio Muñoz)
Rocío Molina y Niño de Elche en 'Carnación' (EFE/Julio Muñoz)

Lleva un vestido fucsia, con capas y capas de tul. En el escenario, iluminado del mismo color, una silla de enea. Se aproxima a ella, se coloca a su espalda y trepa por su respaldo, como si fuera una escalera. Una vez arriba, se desliza por la silla hasta caer al suelo. Sube, se cae y vuelve a levantarse. Y esa ascensión seguida de un descendimiento se repite una y otra vez entre esas capas de tul fucsia que parecen pétalos y ocultan el cuerpo de Rocío Molina, convertido en algo parecido a una flor. La bailaora comienza así su nuevo espectáculo, Carnación, un término que en inglés (Carnation) significa clavel y que en el lenguaje del arte alude al proceso pictórico de coloración de la carne. En su biografía personal, Carnación supone la recuperación del deseo (y el color) en un cuerpo que lo había perdido. En la profesional, una nueva fractura en su manera de entender el baile.

Rocío Molina se pierde, se cae, se levanta y, lejos de regresar a terreno seguro y conocido, amplía su búsqueda. "He ido atravesando una crisis creativa y personal muy fuerte, en la que perdí la ilusión y el entusiasmo. Venía, además, de una pérdida de la intuición y del deseo, y cuando empiezo a recuperarlo lo hago en todo su esplendor y recapacito sobre él, no en el terreno de la educación, sino de manera más espiritual, más absoluta, más natural. Y comienzo a descubrirlo poquito a poco, sintiéndolo, abrazándolo, entendiendo, filosofando y conversando con mi cuerpo", explica la bailaora a este diario. En Carnación, Rocío Molina comparte escenario con Francisco Contreras Niño de Elche, la soprano Olalla Alemán, el baterista Pepe Benítez y la violinista estadounidense Maureen Choi, en una pieza codirigida por Juan Kruz Díaz, coreógrafo y director que ha trabajado con Sasha Waltz o Sidi Larbi Cherkaoui, además del maestro del diseño de luces Carlos Marquerie, que ha acompañado a Molina en varios trabajos anteriores.

“Sí identifico que hay una fractura no visible en mi trayectoria, pero no me asusto ni pienso hacia dónde va. No la proyecto, ¿sabes? Simplemente la acojo como es, la recibo y me encanta”, dice Rocío Molina sobre el penúltimo punto de inflexión en una carrera que comenzó cuando tenía siete años y esbozaba sus primeras coreografías. Artista paya, lesbiana y con un cuerpo que no se ajusta al canon de la danza, debutará a los 22 años con Entre paredes y con ella inaugurará una visión transgresora, iconoclasta, libre y contaminada sobre el flamenco que ha conservado y mutado en cada espectáculo.

En 2016, en 'Caída del cielo', llega al límite de lo físico, se cae y sigue bailando, se desnuda y tiñe sus ingles de menstruación

Después de aquella primera pieza vendrán El eterno retorno, Turquesa como el limón o Almario. Rocío Molina tiene 26 años cuando recibe el Premio Nacional de Danza y 28 cuando Mikhail Baryshnikov llama a la puerta de su camerino en el New York City Center y se arrodilla ante ella después de ver su Oro viejo. En 2016, en su pieza Caída del cielo, llega al límite de lo físico, se cae y sigue bailando, se desnuda, reflexiona sobre la feminidad y tiñe sus ingles de menstruación. En 2018, justo antes de la pandemia, comparte escenario con Silvia Pérez Cruz en Grito pelao, un canto a la maternidad que afronta en solitario mientras baila y gesta a su hija Juana. El espectáculo se estrena en Avignon, Molina baila hasta los siete meses de embarazo y comienza a modificar su relación con el cuerpo y con ese baile marcado hasta la fecha por la extenuación y la disciplina férrea. También por los grandes procesos y estructuras de creación. En 2020 estrena su Trilogía de la guitarra, con Rafael Riqueni, Eduardo Trassierra y Yeray Cortés, y pausa su movimiento, vuelve al origen y se reencuentra, al final, “con la vida, la euforia y el gozo”. En julio de este año, Molina recoge el León de Plata de la Bienal de Danza de Venecia, donde estrena mundialmente Carnación. En su discurso de agradecimiento, compartirá el galardón con su “actual compañera: la fragilidad, que, de la mano de la renuncia y el desapego, me guio hasta la honestidad, todas ellas hijas del miedo”. Después, el montaje pasará por la Bienal de Flamenco de Sevilla, donde volverá a incomodar a los anacrónicos defensores de la ortodoxia, hasta llegar, ahora, a las Naves del Español en Matadero. Tras su paso por Madrid, el espectáculo viajará en verano de 2023 al Festival Grec de Barcelona.

Un vestido rojo y un suelo blanco

Rocío Molina firma una pieza biográfica y confesional, de plástica minimalista, rotunda y poderosa en la que se distancia de los códigos del flamenco sin renunciar a él, un trabajo performativo más vinculado a los grandes festivales españoles y europeos de artes escénicas que a los de flamenco. Molina baila sobre un suelo pintado de blanco, un suelo que levanta polvo cuando se mueve con un impresionante vestido rojo que parece sacado de un cuadro de Van Eyck, un suelo que parece agrietarse como se agrieta la piel con el paso del tiempo, en un diálogo que la bailaora mantiene con su propio cuerpo y con el cuerpo de otro, el de Niño de Elche. Dos cuerpos que parecen olvidarse de la presencia del espectador en una conversación que acompañan un coro, la música sacra y la electrónica, y que tiene mucho de viaje de exploración, búsqueda y conocimiento. Un viaje que transita por la compulsión, la ternura, el sexo, el desapego, la violencia, la represión, el placer, la sanación, la elevación y la trascendencia hasta llegar a un gemido final, a un alarido en el que la belleza pierde su forma y la espiritualidad muta en rave, con Rocío Molina dando botes en el escenario convertida en una rockstar abrazada a un pie de micro.

Ata a Niño de Elche con las mismas sogas con las que ella amordazará después su propio cuerpo

En el terreno de lo simbólico, Molina habitará la escena convertida en una niña vestida de blanco, entre novicia y princesa; bailará con el esqueleto de mimbre de una falda que se transformará en jaula; atará a Niño de Elche con las mismas sogas con las que ella amordazará después su propio cuerpo, cuerdas que ahogan y someten, pero que aquí Molina emplea con una connotación más emocional que de fetichismo erótico o religioso. Y se enfrentará a otro símbolo, el de esa perfección casi diabólica que encarna Paganini, al que la violinista interpreta hasta cuatro veces y a quien Rocío Molina insiste en boicotear con un cuerpo que se va cansando en cada intento, impugnando una perfección que no tiene sentido ni en la creación ni en la vida.

Pero si hay algo que Molina impugna en esta pieza es ese deseo “contaminado por la gula, la necesidad de experiencias y la rapidez de consumo”, explica la artista, que se detiene también en esa carga de culpa y frustración tan frecuentes al no alcanzar ese ideal enfermizo. Otro deseo es posible, parece querer decir la bailaora: “Porque lo entendemos como algo muy de la de la erótica, de la sexualidad, el deseo de ahora es tan frustrante y tan esclavo porque creemos que es infinito. Si no tuviéramos deseo, estaríamos locos, pero si aceptas que el deseo es finito estás aceptando que es natural, estás aceptando la muerte y estás entendiendo que el ser humano es el único que puede aplazar el deseo, gestionarlo, no consumirlo inmediatamente. Es muy abstracto, muy confuso hablar de todo esto, ¿no?”.

Cómo subvertir la violencia del flamenco

“Descender o ascender es prácticamente lo mismo”, dice Rocío Molina, que parte en Carnación de un descendimiento -esa mujer envuelta en tul que cae al suelo desde lo alto de una silla- que convertirá, a lo largo de la pieza, en una ascensión que subvertirá la tradicional verticalidad del flamenco para situar esos cuerpos en una conversación horizontal y de igualdad. En un momento de la pieza, Niño de Elche comienza a golpear su pecho con las palmas de sus manos mientras dice “yo, yo, yo” de forma repetida. Junto a él, ella también se golpea el pecho. Después, se golpean, se abofetean y se abrazan el uno al otro.

Y esa violencia está hablando del flamenco: “Es una reflexión sobre los roles flamencos que nace cuando Paco y yo hacemos una improvisación, eso de cántame tú y yo te bailo, cántame seguidillas y fandangos y yo te voy a zapatear y te voy a rematar. Todas las impros que habíamos hecho antes eran muy experimentales y muy horizontales, pero esta la hicimos cada uno con nuestro código y fue desagradable recibir la violencia del flamenco que se establece entre cantaor y bailaora, porque el baile manda al cante, es la bailadora quien manda y son códigos que llevamos haciendo toda la vida. Y lo descartamos para la pieza porque lo desequilibraba todo, pero al día siguiente yo dije ‘cómo que no hay que ir ahí, vayamos allí de lleno’, a eso que representa la violencia y la desigualdad de ese flamenco que es algo altivo y prepotente. Y fuimos ahí, y cada día íbamos entendiendo, hasta llegar a la violencia en su máxima representación y, tras ella, a la igualdad”.

*Carnación. Idea original y coreografía: Rocío Molina. Dirección escénica: Rocío Molina y Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola. Baile: Rocío Molina. Cante: Paco ‘Niño de Elche’. Hasta el 10 de diciembre en la Naves del Español en Matadero.

Lleva un vestido fucsia, con capas y capas de tul. En el escenario, iluminado del mismo color, una silla de enea. Se aproxima a ella, se coloca a su espalda y trepa por su respaldo, como si fuera una escalera. Una vez arriba, se desliza por la silla hasta caer al suelo. Sube, se cae y vuelve a levantarse. Y esa ascensión seguida de un descendimiento se repite una y otra vez entre esas capas de tul fucsia que parecen pétalos y ocultan el cuerpo de Rocío Molina, convertido en algo parecido a una flor. La bailaora comienza así su nuevo espectáculo, Carnación, un término que en inglés (Carnation) significa clavel y que en el lenguaje del arte alude al proceso pictórico de coloración de la carne. En su biografía personal, Carnación supone la recuperación del deseo (y el color) en un cuerpo que lo había perdido. En la profesional, una nueva fractura en su manera de entender el baile.

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