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'Ana contra la muerte': cuando el fallecimiento de un hijo es un atentado de Dios
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la obra de teatro del fin de semana

'Ana contra la muerte': cuando el fallecimiento de un hijo es un atentado de Dios

Gabriela Iribarren conmueve el Festival de Otoño con una interpretación desgarrada y una reflexión pavorosa sobre la finitud que el dramaturgo uruguayo Gabriel Calderón expone en La Abadía

Foto: 'Ana contra la muerte'.
'Ana contra la muerte'.

Tiene muchas razones el dramaturgo Gabriel Calderón (Montevideo, 1962) para agradecerle a Gabriela Iribarren el papel protagonista de Ana contra la muerte. Tan bien interpreta la obra que parece no interpretarla. Da la impresión de encontrarse allí para trasladarnos su desgracia, como si la estuviera viviendo. Y como si el testimonio prorrumpiera en carne viva.

Una madre cuyo hijo ha perdido una pierna y está a punto de perder la vida. Lo devora la metástasis. Y no dispone Ana de medios para costear un tratamiento experimental, de manera que se aviene a pasar droga en un aeropuerto y termina en prisión víctima ella misma de una trampa. El tremendismo del planteamiento es, en realidad, el pretexto de una reflexión inquietante e ingeniosa sobre la muerte. “La muerte es un lugar común, entre otras muchas cosas”, expone Calderón con ironía. Y predispone así un estado de sugestión escénico cuya credibilidad y estupefacción agita las vísceras de Gabriela Iribarren.

No parece una actriz, en el mejor sentido del teatro. Y sí lo parecen sus compañeras de reparto, Marisa Betancur y María Mendive. Corresponde a ambas desdoblarse en los personajes secundarios que desempeñan la trama. La doctora, la amiga, la compañera de celda, la jueza, el traficante, la autoridad policial… y la hostilidad del sistema, pues ocurre que la fatalidad se ceba con la desgracia de Ana, no ya por el estupor de un hijo que se te muere, sino por el estigma derivado de la pobreza y de la precariedad.

Es el contexto en el que Gabriel Calderón concibe la dramaturgia del “espectáculo” con economía de medios y proliferación de ideas inteligentes. Transcurre la tragedia en unos extremos de verosimilitud equivalentes a la claustrofobia. Y lo hace con arreglo a una escenografía espartana. Como si fuera un teatro ambulante y una tarima de guiñol, aunque la estructura de madera también se parezca a un patíbulo, a un siniestro cadalso.

Clímax y conmoción

Se presenta Ana y la muerte en el Teatro de La Abadía. Y forma parte de la programación internacional del Festival de Otoño. Una apuesta segura porque la obra de Calderón ya había conmovido en Uruguay, igual que lo había hecho en el estreno europeo de Tenerife hace ahora un año. Mérito de la interpretación desgarrada de Gabriela Iribarren y de las reflexiones universales que implica tutear a la muerte desde la desventaja, la incredulidad, la resignación o la rabia. “La muerte de un hijo es un atentado de Dios”, exclama Ana en el pasaje más intenso y feroz de la obra.

Se entiende así mejor el clímax de conmoción con que los espectadores reaccionan a la desgracia. Pesa el silencio. Se perciben los sollozos. Y sobreviene un estado de comunión que desmiente la hipocresía de los velatorios. Es allí donde se escenifica, más que en ningún otro sitio, la negación de la muerte que caracteriza a la asepsia e infantilismo de las sociedades contemporáneas. Fingimos que el muerto no está. Y nos involucramos en un cóctel con música de aeropuerto, como si el bótox, la silicona, el implante turco y el viagra garantizaran la inmortalidad.

La dramaturgia del espectáculo nos echa encima la cuarta pared hasta sepultarnos

Gabriel Calderón nos sacude de semejante ficción y ensimismamiento. Puede resultarnos lejana la desgracia de una madre uruguaya a quien han encarcelado por trabajar de mula y cuyo destino está descrito y escrito en su pobreza, pero esta clase de ilusiones se desmoronan porque la dramaturgia del espectáculo nos echa encima la cuarta pared hasta sepultarnos y porque la muerte nos aguarda a todos sin justificaciones ni motivaciones.

Es la razón por la que el grito y la ignominia de Ana quedan suspendidos en el vacío. Desafía a Dios y a la muerte con el cuerpo de su hijo entre sus manos. Y evoca la imagen solemne, poderosa y pavorosa de la Piedad. No la Virgen sujetando al hijo de Dios, sino María, la madre, con Jesús, el hijo, exánime en su regazo, entre la incredulidad, el dolor y la angustia.

Gabriel y Gabriela nos exponen a una suerte de rito iniciático (y despiadado). Nos recuerdan que acaso enterramos a los muertos o los incineramos para esconderlos, pero sobre todo redundan en la angustia y en el pesimismo que sobrentienden las ausencias. Porque la muerte ya no hace daño a quien la ha sufrido, a quien desaparece, sino a quienes se quedan en la tierra para acompañarla cuando llevamos al cementerio a nuestros hijos.

Tiene muchas razones el dramaturgo Gabriel Calderón (Montevideo, 1962) para agradecerle a Gabriela Iribarren el papel protagonista de Ana contra la muerte. Tan bien interpreta la obra que parece no interpretarla. Da la impresión de encontrarse allí para trasladarnos su desgracia, como si la estuviera viviendo. Y como si el testimonio prorrumpiera en carne viva.

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