Es noticia
Waltz y Teresa de Jesús: cuando la belleza sale de tu cabeza y se muestra frente a ti
  1. Cultura
íncipit

Waltz y Teresa de Jesús: cuando la belleza sale de tu cabeza y se muestra frente a ti

¿Saben lo que significa, lo que define, después de haber tenido tantas veces dentro de tu cabeza una composición, poder sentirla ante ti, dejarte imbuir por su magnetismo corpóreo?

Foto: 'Las rosas de Heliogábalo'. Lawrence Alma-Tadema. 1888. Colección privada.
'Las rosas de Heliogábalo'. Lawrence Alma-Tadema. 1888. Colección privada.

¿Saben lo que significa, lo que define, después de haber tenido tantas veces dentro de tu cabeza una composición, poder sentirla frente a ti, dejarte imbuir por su magnetismo corpóreo? Eso es lo que viví el domingo. En el Teatro Real. De la mano de Claudio Monteverdi, de sus notas. Yo que sabía que la música se lee y escucha -porque soy de esa generación a la que todavía se nos instruía en la importancia de la educación musical flauta en ristre-, ahora también sé que se mira. O al menos de ese modo. Como en un lienzo de Alma-Tadema. El Orfeo de Monteverdi me obsesiona. Desde la primera vez que lo escuché sentado en uno de esos bancos corridos de madera de pino de la facultad de Historia de la Universidad Complutense. “Nunca entenderéis la esencia del arte”, nos repetía la encargada de educar nuestros oídos, “si no encontráis en la música la verdad unívoca de la belleza”; ese necesario vórtice. Una tarde, superado el Madrigal, activó un reproductor de cds y dejó que sonara una fanfarria de aire castrense. La Toccata que precede al Ritornello en el que quien canta es la propia Música, su personificación atildada. “Io la Música son, ch´a i dolci accenti / So far tranquilo ogni turbato core…”.

placeholder 'L´Orfeo'. Claudio Monteverdi. 1607. Sasha Waltz y Leonardo García Alarcón. Teatro Real. Foto, Javier del Real.
'L´Orfeo'. Claudio Monteverdi. 1607. Sasha Waltz y Leonardo García Alarcón. Teatro Real. Foto, Javier del Real.

En la escena, frente a un templo como de maqueta de arquitecto color miel, vibran desde el comienzo las poéticas figuras de los bailarines de Sasha Waltz; cubiertos por una suerte de túnicas livianas, níveos quitones que alargan sus movimientos hasta abrazar a la soprano Eurídice; al tenor Orfeo; a cada uno de los que cantan la que fue -y es- la primera ópera de todas. Esa que germinó en Florencia entre las nupcias de María de Médicis y Enrique IV de Francia. Todos descalzos, como carmelitas; hasta el director musical, Leonardo García Alarcón. En contacto con la tierra. Hay algo telúrico en esta ópera primigenia, pastoral. Algo que me conecta con mis emociones más primarias. Tal vez sean los metales que caen en tromba o los tambores que irrumpen desde el comienzo. Quizá sean los violines que parecen replicar el eco natural de la vida. No lo sé. Pero me emociona. Y no solo a mí. Carlota Ferrer, Ana Milán y Rebeca Marín vivían la experiencia desde el ahogo stendhaliano que todo lo propicia; paralizadas. Salimos de allí un poco más felices, mejores. Deseando volver. Queriendo bailar. Y cantar. Y escribir. Y nos sentamos en una mesa con vistas a la fachada del Palacio de Oriente -otra escenografía más- y anduvimos recreados en todo lo que queremos hacer, conquistar, sentir. Un sueño.

placeholder 'Retrato de María de Médici'. Rubens. 1622. Museo del Prado
'Retrato de María de Médici'. Rubens. 1622. Museo del Prado

Claro que los sueños se cumplen. Uno de los míos era escribir; y me están leyendo. Juntar palabras es como una coreografía de Sasha Waltz, donde caben todos los cuerpos, todas las maneras. Para mí, además, un desahogo, vida verdadera. Creo que si volviera a mis cuadernos y lo hiciera con las manos, con mis lápices, sería todavía más real. Sobre todo por cada palabra que exilio, por cada idea que desaparece y que, sobre papel, podría escrutarse bajo el trazo de un rayón -cuya intensidad podría, incluso, hablar de muchas cosas más-. Sí, el frío de la pantalla aplana el pecho. Por eso, tocar Camino de Perfección en su versión manuscrita por la santa doctora, me ha devuelto al amor por lo frágil, por lo que es verdadero. En su tercera Fundación, la de Valladolid, conservan ese ejemplar que pretendía ocuparse de las que, como ella misma, santa Teresa, dedican su vida al ora -y también al labora-. Allí estaba yo el lunes. Primero, frente al torno y un “Ave María Purísima” al que repliqué, quedo, con otro idéntico. Después, a un lado de la reja con dos madres al fondo, -que me escrutaban a mí-; con una luz de flexo blanca en contraste artificial con la fría y pulida piedra del suelo. Al fin me dieron paso -debieron fiarse-. Y me llevaron frente al arcón que arrastró la santa desde Ávila, bajo el moral que ella misma plantó. Junto al Divino Morales que cuelga en la Sacristía. A los pies del San José moldeado por Gregorio Fernández. Y de un sencillo armario sacaron ese ejemplar único. Con las manchas de tinta y los tachones de la gran reformadora. Camino de Perfección.

placeholder 'Camino de perfección'. Teresa de Jesús. 1583. Monasterio Carmelita de Valladolid
'Camino de perfección'. Teresa de Jesús. 1583. Monasterio Carmelita de Valladolid

La perfección es casi un pecado; desde luego pretenderse tal cosa lo es. Pero lo que la santa dibuja con sus frases es una linde por la que transitar haciendo del amor fuente de vida. Un amor tan grande que, en su caso, como creo que en el de todos, parte de un sueño. Ese que ella misma relata y le atraviesa el corazón con un dardo -igual que en Saló-. A mí, ya lo he dicho, lo que me duele cuando quiero mucho está por debajo de las costillas. Ahí sentí una punzada al oír cantar, lacrimosa, a Charlotte Hellekant; con su himation luctuoso colgándole del brazo; anunciando a Orfeo que la bella Eurídice ha muerto. Pero, y si, como escribió Teresa, ¿“la vida verdadera no se goza estando viva”? No lo cree Orfeo -ni yo- que inicia un camino pero de negación para recuperar su propia vida porque, piensa, que solo enamorado uno puede existir. Y con su lira narcotiza a Cerbero. Y en el barítono inframundo se encuentra con la que fue su esposa. O un reflejo. Y asustado ante la pérdida, mira dónde y cuándo no debía hacerlo nunca -como la esposa de Lot-. Y Eurídice muere; otra vez. Ahora, “como todos los muertos de la tierra”. Para siempre. Y de los ojos de Orfeo -y de su lira- brotan lamentos. Y con sus lágrimas, sal. Hasta casi erigir una columna. Como la del Monte Sodoma.

placeholder `L´Orfeo´. Claudio Monteverdi. 1607. Sasha Waltz y Leonardo García Alarcón. Teatro Real. Foto, Javier del Real
`L´Orfeo´. Claudio Monteverdi. 1607. Sasha Waltz y Leonardo García Alarcón. Teatro Real. Foto, Javier del Real

¿Saben lo que significa, lo que define, después de haber tenido tantas veces dentro de tu cabeza una composición, poder sentirla frente a ti, dejarte imbuir por su magnetismo corpóreo? Eso es lo que viví el domingo. En el Teatro Real. De la mano de Claudio Monteverdi, de sus notas. Yo que sabía que la música se lee y escucha -porque soy de esa generación a la que todavía se nos instruía en la importancia de la educación musical flauta en ristre-, ahora también sé que se mira. O al menos de ese modo. Como en un lienzo de Alma-Tadema. El Orfeo de Monteverdi me obsesiona. Desde la primera vez que lo escuché sentado en uno de esos bancos corridos de madera de pino de la facultad de Historia de la Universidad Complutense. “Nunca entenderéis la esencia del arte”, nos repetía la encargada de educar nuestros oídos, “si no encontráis en la música la verdad unívoca de la belleza”; ese necesario vórtice. Una tarde, superado el Madrigal, activó un reproductor de cds y dejó que sonara una fanfarria de aire castrense. La Toccata que precede al Ritornello en el que quien canta es la propia Música, su personificación atildada. “Io la Música son, ch´a i dolci accenti / So far tranquilo ogni turbato core…”.

Ópera