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La gente que se muere para vender más libros
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'TRINCHERA CULTURAL'

La gente que se muere para vender más libros

Ya no se habla de libros, películas o discos, sino de cadáveres. La cultura ha dejado de producir debate y se limita a celebrar la muerte de sus grandes iconos

Foto: Pasar a mejor vida pone contento a Amazon. (EFE/J.P. Gandul)
Pasar a mejor vida pone contento a Amazon. (EFE/J.P. Gandul)

Justo antes de la presentación de mi libro en Madrid, le dije a mi editor que estaba dispuesto a hacer todo lo que fuese necesario para promocionarlo, menos lo que de verdad hubiese marcado la diferencia: morirme. No hay nada que dispare de manera más aguda las ventas de un producto cultural que el deceso de su autor. Da igual cómo sea el libro, es como entrar en la posteridad a las bravas, especialmente si eres joven.

Esto ha sido siempre así: o ganas un Nobel o te mueres, y es mucho más fácil morirse que ganar un Nobel. Menos Murakami, que ni una cosa ni otra.

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Supongo que morirme le habría venido bien a la editorial, a mis herederos en el caso de haberlos tenido, a los libreros que han confiado en mí y, sobre todo, a Amazon, porque Amazon siempre gana. Esos cientos de copias que cogen polvo en las estanterías de las librerías de media España, esperando ser destruidas más pronto que tarde, habrían terminado en un lugar mejor: cogiendo polvo en las estanterías de los hogares de media España. Quizá morirse habría sido un acto de generosidad. Morirse reactiva la economía, al menos en la cultura.

La cultura nos importa cuando hay fiambre de por medio: donde hay muerto hay morbo

Un escritor muerto siempre es atractivo porque ya no puede decepcionar, no puede convertirse en un viejo gruñón, no puede apoyar a un partido de extrema derecha; en definitiva, no puede incurrir en ninguna de esas cosas que suelen hacer los escritores cuando cumplen años. La cultura nos importa cuando hay fiambre de por medio, porque donde hay muerto hay morbo, pero también una sensación de cierre, de sentido, que no existe entre los vivos. Los últimos discos de David Bowie pasaron sin pena ni gloria hasta que se murió y Blackstar se convirtió en una obra maestra póstuma.

En cuanto alguien muere, miles de personas se meten en Amazon para comprar esos libros que no habrían leído de ser sus autores inmortales. Libros que se agotan en cuestión de segundos.

Me pregunto si en el pasado era tan importante estar vivo o muerto, si ni siquiera la gente sabía si ese escritor al que estaban leyendo seguía en nuestro mundo o no. Al entierro de Victor Hugo se presentaron cientos de miles de parisinos, pero ¿abarrotarían las librerías para hacerse con un ejemplar de Los miserables? El deceso de Emmanuel Kant en 1804, ¿disparó las ventas de La crítica de la razón pura? Ahora la muerte es un signo de prestigio: como llamaba la atención Quique Peinado en un tuit, las tres noticias más leídas en la sección de cultura de El Mundo eran tres obituarios, el del dibujante de tebeos Carlos Pacheco, la cantante Gal Costa y el músico italiano Carmelo La Bionda.

Me atrevo a mantener que la mayoría de los lectores de esas noticias no conocían ni a Pacheco, ni a Costa, ni a La Bionda, pero no estaban ahí por ellos, sino por la muerte. Los periodistas conocemos la cantidad de tráfico e interés que suscitan los obituarios, incluso de personalidades relativamente desconocidas. Me lo explicó Adam Bernstein, el responsable de la sección de obituarios de The Washington Post cuando lo entrevisté. "Si sacas un obituario en minutos, tienes cientos de miles de clics; si no eres el primero, decenas de miles, y si lo sacas después de un par de días, unos pocos miles". Habrá quien diga que somos los medios explotando el morbo, pero ese morbo no existiría si la gente no lo reclamase.

La paradoja es que cuanto menos se habla de películas, libros o discos, que ocupan posiciones meramente testimoniales en medios de comunicación y tiendas físicas, más se habla de directores, escritores o músicos. Los debates culturales han desaparecido; la publicación de una novela, salvo casos contados, ya no genera ninguna controversia; los discos son productos que vender en el puesto de merchandising junto a las camisetas (feas) y las gorras (feísimas). Este viernes, Bruce Springsteen ha publicado un nuevo disco y no le ha importado a nadie. La última película de Alejandro González Iñárritu está en las carteleras, pero usted no lo sabe. A quién le importa.

La incapacidad de la cultura para generar debate la hace vivir en condición póstuma

La cultura de la obra ha sido sustituida por la cultura de la celebridad, en este caso, muerta. Como si la incapacidad de la cultura para generar debate o controversia la esté haciendo vivir en una condición póstuma en la que ya solo cabe la celebración de lo ocurrido, de un pasado que se agota, como si toda la industria cultural fuese un mausoleo donde vive una antigua idea de lo cultural que intenta dejar fuera a los bárbaros. La cultura vive en la celebración de su propia muerte: si vivimos en la era de los eventos, no hay un evento mayor y más indiscutible que morirse. Ahí sí que no hay espacio para relativismos ni medias tintas. La muerte de sus iconos es uno de los pocos golpes en la mesa que puede dar la cultura hoy.

La nueva cultura de la celebridad

Los devoradores de obituarios son otra manifestación más de esa cultura de la celebridad en la que es más importante lo que uno es que lo que uno hace. O, mejor dicho, en la que uno hace para ser: la actividad frenética e imparable a la que obliga hoy la cultura (un librito por aquí, una conferencia por allá, una columna en un rato muerto) es el peaje que se ha de pagar para ser visible, es decir, por seguir existiendo. En un panorama saturado, hay que estar siempre presente, y no hay nada que paradójicamente nos haga ser más visibles que morirnos.

placeholder Querido Carlos Pacheco. (EFE/A. Carrasco Ragel)
Querido Carlos Pacheco. (EFE/A. Carrasco Ragel)

¿Qué buscaba toda esa gente que leyó el obituario de Carlos Pacheco, un dibujante de tebeos queridísimo en el negocio pero al que probablemente no conocía la mayoría de españoles? Paradójicamente, una narración. Hay una parte obvia de morbo que satisfacemos a través de la vida de los demás, intentando entender cómo han vivido sus vidas. Ya no leemos novelas, pero nos gustan las biografías, confiamos más en la realidad que en la ficción porque siempre la supera, perseguimos algo de sentido. Nos gusta contemplar los fracasos de los demás porque nos recuerdan que los dioses también son humanos. Nos gustan ver los éxitos de los demás porque pensamos que algún día podremos ser nosotros.

También, un acto de catarsis. La muerte ajena es perfecta porque nos hace sentir algo, pero no demasiado. No es como el deceso de un familiar, amigo o pareja. Es un fallecimiento cercano pero lejano, que en el peor de los casos nos entristece porque nos recuerda que nos vamos haciendo viejos. Como antes solían hacer las mejores canciones, nos emocionamos, pero podemos seguir con nuestras vidas. Son muertes que nos vienen muy bien porque nos permiten mostrar a los demás lo cultos que somos sin tener que dar muchos detalles. Una publicación en Instagram, un tuit dolido, un aspaviento en la oficina.

La cultura ha dejado de producir arte y ahora se dedica a los iconos

Al final se ha cumplido aquello que cantaban los Rolling Stones de "el cantante, no la canción". Las obras han desaparecido y solo quedan las personas. Es como eso que se suele decir: si tanto te gustan los Ramones, dime tres canciones suyas. La cultura ha dejado de producir arte y ahora se dedica a los iconos. También, a buscar lo humano debajo de lo legendario. Leemos obituarios porque queremos encontrar el trozo de gloria que nos corresponde a todos, eso humano que hay en la eternidad. Como los ancianos que se entretienen cada mañana leyendo los obituarios del periódico local, solo queremos respirar tranquilos y pensar: no somos nosotros.

Justo antes de la presentación de mi libro en Madrid, le dije a mi editor que estaba dispuesto a hacer todo lo que fuese necesario para promocionarlo, menos lo que de verdad hubiese marcado la diferencia: morirme. No hay nada que dispare de manera más aguda las ventas de un producto cultural que el deceso de su autor. Da igual cómo sea el libro, es como entrar en la posteridad a las bravas, especialmente si eres joven.

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