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Divorciados que matan a sus hijos (una teoría)
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Divorciados que matan a sus hijos (una teoría)

Asesinar a los propios vástagos para hacer daño al otro progenitor no explica completamente los hechos

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Poner fin al matrimonio, o a una relación prolongada y con hijos, es fácil. Lo difícil es poner fin al divorcio. Creía uno haber cerrado para siempre una relación, y lo que ha conseguido separándose es una relación para toda la vida. Esto se debe a los hijos, como es obvio. El hijo es siempre un puente tendido hacia esa persona de la que quizá preferirías no saber nada nunca más. Los hijos son sumas sencillas, pero persistentes. Siempre recuerdan a los sumandos. La aritmética del divorcio deja la vida más o menos igual y, a veces, igual de mal que antes.

Puede suponerse que una pareja (siempre con hijos, decimos; separarse sin hijos es importante para las canciones y la cursilería; aquí hablamos de cosas serias), puede suponerse, sí, que quizá una pareja conflictiva dé lugar a un divorcio conflictivo, y una pareja civilizada a una separación diplomática. Pero no sería raro que la belicosidad que no se vio en la vida en común asome de pronto en los momentos del adiós, o que tanta mala leche se agotara en el hogar, y luego separados haya un inaudito buen rollo.

No es raro que la belicosidad que no se vio en la vida en común asome de pronto en el adiós

El caso es que es delicado, esto de divorciarse, porque la gente separada tiene muchas cuentas pendientes, y por lo general no son horas para volver a empezar (nos divorciamos con una media de cuarenta y pico años) y alguien tiene que tener la culpa de todo. Qué mejor que el padre o la madre de tus hijos.

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Hay (lo tengo encuestado) a quien después del divorcio le da todo igual, y quizá sea lo más sano aunque no lo más entrañable. Le da igual si el otro liga mucho o poco, y con quién, y si se lleva a los hijos de vacaciones con ese otro u otra; si gana más dinero y tiene más éxito que cuando estaba contigo; si corrigió justamente los hábitos que te le hicieron insoportable; si con la nueva pareja emprende proyectos (comprar una casa, abrir un negocio, etcétera) que siempre se negó a emprender contigo. Pero hay, claro, a quien no le da todo igual, y estas pequeñas informaciones que inevitablemente van llegando generan una corrosiva conciencia de agravio, que fuerza muchas veces acciones compensatorias (para quien las pone en marcha), porque, cuando uno se divorcia, se hace balance, y, cuando se divorcia mal, se hace la guerra.

La vida de los niños

Todo esto, como digo, es sumamente delicado, pues no en vano va en ello la vida de los niños, y la vida también de los padres. Vemos a diario cómo los gobernantes (singularmente en nuestro tiempo la delirante ministra de Igualdad) tocan estos temas con manos zopencas, acusan alegremente a alguien de maltratador, realmente, porque les da la gana, como si motejar desde la tribuna pública, y siendo ministra, a un padre de maltratador (y eso queda para siempre, en los periódicos, y los niños crecen y algún día lo leerán) fuera válido en el juego político, en el miserable juego político de esta gente. A cualquier Gobierno la vida de los niños, de los padres y de las madres metidos en estos procesos de ruptura le es indiferente. Esto hay que dejarlo por escrito.

A cualquier Gobierno la vida de los niños, de los padres y de las madres metidos en estos procesos de ruptura le es indiferente

Todos sabemos, por ejemplo, a pesar de la propaganda, que denunciar en falso, o exageradamente, maltrato en el hogar después de divorciarse es mucho más común de lo que dice una cifra inverosímil, pero oficial. Se busca, dando esa cifra, alentar las denuncias de las mujeres; se consigue, con la inverosimilitud del dato, que ya se sospeche de cualquier denuncia. Otro éxito de la incompetencia de nuestros mandatarios e ingenieros sociales, preocupados únicamente por la superficie del asunto.

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En realidad, la denuncia falsa no significa que la denunciante sea mentirosa y malvada, ni extiende, por tanto, una sombra demoníaca sobre todas las exmujeres. Basta imaginar a un marido malo, de mucha infidelidad y desprecio, que (pongamos) vivió a expensas de su mujer durante años y que, a la hora del divorcio, de cara al juez, no tiene pegas visibles o demostrables, cuando resultó un tirano y un canalla. ¿No sería normal que una mujer diera un paso tan feo como inventarse un episodio de maltrato, legitimada por el hecho de que, si el marido no es culpable de ese maltrato, lo es, sin embargo, de todo lo demás, de todo eso a lo que la justicia no alcanza? A veces, no lo olvidemos, las buenas personas se ven obligadas a hacer las peores cosas.

La muerte de los niños

Así, en fin, llegamos a la última trinchera de esta guerra entre quienes se amaron, que no es otra que la muerte de los niños a manos de uno de los padres. Tres ejemplos recientes: el padre toma a las niñas y se hace a la mar y las ahoga; el padre toma al niño y se tira por una ventana; la madre hace beber a la niña un vaso de leche chocolatada mezclada con barbitúricos.

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Hemos visto cómo matar a los propios hijos, cuando el asesino es el padre, se explica por el patriarcado y se denomina “violencia vicaria”; cuando es la madre, se explica por el patriarcado (desde la perspectiva de la víctima) y se denomina “suicidio ampliado” (incluso si la madre no se ha suicidado, de hecho). Esto es periodismo burocrático, de no tener nada que decir.

Parece que matar a los propios hijos fuera una opción más en la agria batalla de las parejas que acabaron mal, y así se nos da a entender. Matar, en general, no creo yo que sea optativo, fácil, de ponerse a ello. Matar a los hijos, menos. Tiene que haber muchísima distorsión psicológica, mucho suplicio mental, para, ya sea en un impulso, ya con total premeditación, ir y asesinar a alguien que has visto nacer, que has traído incluso tú misma al mundo.

El padre, la madre, cree que está siendo arrasado por la nueva vida del otro, y decide poner fin a su derrota cerrando por siempre el divorcio

También se dice de inmediato que se mató al propio hijo para causar daño al otro progenitor, y creo que esto es matizable. Una cosa es causar daño y otra devolverlo. Que ese daño original exista siquiera, o sea de tal magnitud que le lleve a uno mismo a justificar en alguna medida el horror que va a cometer, es acaso irrelevante. El padre, la madre, cree que así es; cree que está siendo arrasado por la nueva vida del otro, y decide poner fin a su derrota cerrando por siempre el divorcio. Si los niños mueren, ya no hay relación alguna con el otro.

Mi teoría es que los padres divorciados que matan a sus propios hijos necesitan quitarse de encima el peso de un porvenir que imaginan muy aciago, según sus propios y escalofriantes cálculos. Quieren dejar de estar divorciados.

Foto: Erland Josephson y Liv Ullman, en 'Secretos de un matrimonio', de Ingmar Bergman. Opinión

De los casos citados más arriba, en dos quedaron expresos los motivos de los progenitores para matar a los niños: un padre dijo que no podía soportar la idea de que sus hijas convivieran con el nuevo novio de la madre; y la madre reciente dijo que no podía dejar a su hija con un maltratador.

Como vemos, lo que se mata es el futuro, lo que se persigue es eliminar perspectivas, suposiciones, malos tragos diarios venideros. Es un asesinato por anticipación: todo el dolor que preveo lo quiero eliminar de raíz.

Y así lo hacen.

Poner fin al matrimonio, o a una relación prolongada y con hijos, es fácil. Lo difícil es poner fin al divorcio. Creía uno haber cerrado para siempre una relación, y lo que ha conseguido separándose es una relación para toda la vida. Esto se debe a los hijos, como es obvio. El hijo es siempre un puente tendido hacia esa persona de la que quizá preferirías no saber nada nunca más. Los hijos son sumas sencillas, pero persistentes. Siempre recuerdan a los sumandos. La aritmética del divorcio deja la vida más o menos igual y, a veces, igual de mal que antes.

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