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"No me gustan las despedidas; no las quiero"
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íncipit

"No me gustan las despedidas; no las quiero"

Sobre las tablas recién pintadas de noche, erguida entre prunos de otoño, Teresa de Ávila cuestionaba lo humano de su naturaleza humana, las cadenas que le amarraban al suelo

Foto: Nuria Fernández en ¿Por qué de mí a mí me arrancas?. Fran Antón. 2022. Foto, Tommy Tomé Fornieles
Nuria Fernández en ¿Por qué de mí a mí me arrancas?. Fran Antón. 2022. Foto, Tommy Tomé Fornieles

No me gustan las despedidas; no las quiero. Me llenan de tristeza. De dudas. Me incomodan. Me vuelven hosco. Todas. Por eso, siempre que puedo, cuando el protocolo es laxo, lúdico, intento hacerlo a “la francesa”; irme, marcharme. Discretamente, por la puerta más recóndita, fingiendo que hablo por teléfono. Creo que si no me gustan, si las rehúyo, es por un miedo atávico que me lleva a comportarme como un niño; uno especialmente sensible. Como aquel que esperaba ansioso el último beso de su madre en la oscuridad de una alcoba de Combray, en busca de un tiempo perdido. En mi cuarto, leyendo a Foenkinos, La delicadeza, en sus primeras páginas, detecté no hace tanto, al fin, ese monstruo que debe vivir en mi armario, entre las camisas blancas y los pantalones negros, la razón del miedo a la última vez: La inconsciencia, el desconocimiento de que aquello que se está viviendo puede representar el final. Eso era. Eso es. Lo que le ocurre a la Nathalie de Foenkinos, “una mujer feliz”, mientras besa a su amante, a su amado, sin saber que no habrá otro beso, ni más sueños como ese que le aturde después del último aliento en común. Y a la Elvira de Si te digo que lo hice, que se lleva en sus labios el frío de un corazón que aún late, por poco tiempo; “mi hermano había muerto y yo me estaba quitando las medias”. La cotidianeidad de la muerte que la vuelve sorpresiva y común.

placeholder Maria Falconetti, en “La Pasión de Juana de Arco”. Carl Theodor Dreyer. 1928
Maria Falconetti, en “La Pasión de Juana de Arco”. Carl Theodor Dreyer. 1928

Teresa de Ávila la espera; “muerte, no seas esquiva”, escribe, “vivo muriendo primero”; mientras lamenta que “esta vida de abajo” no sea “la vida verdadera”. Hace una semana, aquí “abajo”, en Melilla, en el Teatro Kursaal de Don Fernando Arrabal -paisaje patafísico y modernista-, viví un Auto de fe, un acto de fe -que es lo que la cultura siempre es- en el que la santa doctora abulense se desprendía de su verdad carnal para intentar entender “esta cárcel en que el alma está metida”. Lo hice desde la cabina, en alto, con una mirada distinta -casi técnica-; y privilegiada. Sobre las tablas recién pintadas de noche, erguida entre prunos de otoño, Teresa cuestionaba lo humano de su naturaleza humana, las cadenas que indefectibles le amarran al suelo. Y viviendo, a su pesar, en el amor, por el amor de un Dios que se manifiesta igual que un genio, un “putto”, un Cupido provisto de flechas, de un “cuchillo, un cuchillito”. Nuria Fernández, igual que María Falconetti, dibujando en su cara todos los episodios de una pasión infinita, pausada; dejando que a su cuerpo le atraviese la luz. Fran Antón, como Dreyer, esculpiendo en sus ojos la desesperación del que quiere entender; hablándole -él también- muy cerca, dando instrucciones con la entrega de un amante. ¿Por qué de mí a mí me arrancas?, han titulado ese instante de vida, ese pasaje místico, ese Auto Sacramental. Así entiendo, también yo, la muerte, como Marsias -que es quien gritó esa premisa, dice Ovidio-; igual que una extirpación, un hurto, un vacío.

placeholder “Éxtasis de Santa Teresa”. Gian Lorenzo Bernini. 1647-52. Santa Maria della Vitoria. Roma
“Éxtasis de Santa Teresa”. Gian Lorenzo Bernini. 1647-52. Santa Maria della Vitoria. Roma

Mirando al Bernini de la capilla Cornaro, con las palabras de Buonarroti en la lengua, rodeada de libros, la actriz se apoya exhausta sobre una mesa donde hay un búcaro con lirios y una palangana de peltre llena de agua. Una mesa patinada en verde y sacada a cuestas de la sacristía de la Iglesia castrense de la ciudad embridada. Allí nos presentamos el director y yo, en ropa de verano -a pesar de ser noviembre-, frente a un cielo pintado y naif, con la esperanza de hallar entre otros santos -y santas- un pedazo de escenografía. Si La Barraca de Lorca usaba las portadas góticas como telón de fondo, nosotros necesitábamos un pedacito de ese templo como tramoya, como metáfora, como escabel. Y atravesamos la plaza de las Culturas, con la mesa desprovista de cajones, a cuestas, como si fuera un paso laico; escuchando a Dalida en vez de codas. Riendo. A una de sus patas torneadas se acabó abrazando, más tarde, Nuria sin ser Nuria. Coronada de flores. Acariciada por otra música, la de Tomás Luis de Victoria -abulense y también místico-. En la penumbra de una sala callada, como de capilla. Y yo entre Alberto, Gema y Chico. Por detrás de un Fran nervioso, emocionado. Viviendo el milagro que es el teatro. El éxtasis de la palabra cantilada. Volver a las tripas de esa construcción necesaria, sentirme Jonás, es también milagroso -para mí-. Vivificante. Un recuerdo esperado. Otro sueño. Una oportunidad para recuperar al niño que se encontró una vez en un proscenio y que, a veces, se sigue sintiendo perdido.

placeholder Fran Antón y Nuria Fernández en ¿Por qué de mí a mí me arrancas? 2022. Foto, Tommy Tomé Fornieles
Fran Antón y Nuria Fernández en ¿Por qué de mí a mí me arrancas? 2022. Foto, Tommy Tomé Fornieles

No me gustan las despedidas; no las quiero. Me llenan de tristeza. De dudas. Me incomodan. Me vuelven hosco. Todas. Por eso, siempre que puedo, cuando el protocolo es laxo, lúdico, intento hacerlo a “la francesa”; irme, marcharme. Discretamente, por la puerta más recóndita, fingiendo que hablo por teléfono. Creo que si no me gustan, si las rehúyo, es por un miedo atávico que me lleva a comportarme como un niño; uno especialmente sensible. Como aquel que esperaba ansioso el último beso de su madre en la oscuridad de una alcoba de Combray, en busca de un tiempo perdido. En mi cuarto, leyendo a Foenkinos, La delicadeza, en sus primeras páginas, detecté no hace tanto, al fin, ese monstruo que debe vivir en mi armario, entre las camisas blancas y los pantalones negros, la razón del miedo a la última vez: La inconsciencia, el desconocimiento de que aquello que se está viviendo puede representar el final. Eso era. Eso es. Lo que le ocurre a la Nathalie de Foenkinos, “una mujer feliz”, mientras besa a su amante, a su amado, sin saber que no habrá otro beso, ni más sueños como ese que le aturde después del último aliento en común. Y a la Elvira de Si te digo que lo hice, que se lleva en sus labios el frío de un corazón que aún late, por poco tiempo; “mi hermano había muerto y yo me estaba quitando las medias”. La cotidianeidad de la muerte que la vuelve sorpresiva y común.

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