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'Bardo': Iñárritu y la insoportable pesadez de su ego
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'Bardo': Iñárritu y la insoportable pesadez de su ego

Iñárritu estrena su carta blanca de Netflix; ¡no iba a ser él menos que Sorrentino o que su compatriota Cuarón! Este viernes llega a las salas y el 16 de diciembre a la plataforma

Foto: Daniel Giménez Cacho es Silverio en 'Bardo'. (Netflix)
Daniel Giménez Cacho es Silverio en 'Bardo'. (Netflix)

Nunca fue buena idea otorgar el poder absoluto a una sola persona. Que se lo digan a Twitter, ahora que Elon Musk es su dueño y señor incontestable. Que se lo digan quienes aguantaron a Fernando VII en segunda ronda. Sin contrapeso solo queda la megalomanía. En los últimos años, Netflix ha querido atraer —comprar— el prestigio y el talento a base de talonario y cartas blancas. A veces el experimento ha salido bien —Estoy pensando en dejarlo, de Charlie Kaufman, o Apolo 10 y 1/2, de Richard Linklater— y, otras ocasiones, los grandes nombres han firmado, siendo benévolos, sus trabajos más olvidables. Quizá tenga que ver con el ego, con la desmesura; Kaufman y Linklater son cineastas artesanos, aquejados de modestia y timidez, incluso si estas son falsas. Pero, ¡ay!, esos cineastas que enarbolan el cetro de la genialidad.

Alejandro G. Iñárritu nunca ha destacado por su falta de pretensiones. Quien no se considera un genio no tiene por qué desmentirlo. "Yo no soy un genio", le aclaró a Elsa Fernández Santos en una entrevista en 2010. Y han pasado 10 años. ¿Usted ha recurrido alguna vez a la frase "Yo no soy un genio"? Con 'Bardo', Iñárritu ha firmado su película más personal, como todos los que firman ese cheque en blanco que aprovechan para autoagasajarse una autobiografía. Porque ¿sobre qué puede hablar la película más importante de mi carrera si no es sobre mí mismo? 'Bardo' es la gran película de Iñárritu y, en los créditos, queda registrada la falta de contrapunto, el sistema cerrado que ha supuesto su génesis: la dirección, el guion, la producción, el montaje e, incluso, la música llevan su firma. Y no es protagonista —¿quién sabe por qué?—, pero para el papel principal ha caracterizado a Daniel Giménez Cacho como alter ego, con el pelo ensortijado y la lengua filosofastra. 'Bardo', por cierto, se estrena este viernes en salas de cine y llegará a Netflix el 16 de diciembre.

Iñárritu es el Negro —como lo apodan— de Los tres amigos, el trío de cineastas mexicanos que han puesto la pica en el pico más alto de Hollywood: el Oscar a Mejor director. Es, además, el primer mexicano en conseguir la nominación, en 2007, con Babel. Han pasado 22 años desde Amores perros, su ópera prima y la película que lo colocó en el mapa. Primera película, primera nominación al Oscar a Mejor película extranjera y la consecución de algo todavía más difícil: la creación de un hito generacional, de un estilo que será imitado e imitado e imitado, de una historia transfronteriza y universal que marcó ese existencialismo cósmico que cimienta toda su filmografía.

Bardo es una especie de autohagiografía. Aunque disfrace a su protagonista de un exitoso periodista llamado Silverio Gacho, Bardo cuenta la historia de un hombre sabio al que el mundo no comprende. Vive a caballo entre México y Los Ángeles y se siente un errabundo despreciado por unos y por otros. En México por haber abandonado sus raíces y por haberse convertido en un gringo exitoso, y en Estados Unidos por ser, simplemente, un mexicano. Silverio (Giménez Cacho) debe preparar su discurso para recoger un importantísimo premio a toda su trayectoria. Entremedias, entrevistas, reflexiones, viajes astrales y parlamentos interminables con, pongamos, Hernán Cortés.

placeholder Daniel Giménez Cacho es el 'alter ego' de Iñárritu en 'Bardo'. (Netflix)
Daniel Giménez Cacho es el 'alter ego' de Iñárritu en 'Bardo'. (Netflix)

Ese desenraizamiento —más bien esa necesidad de reafirmar unas raíces perdidas— articula toda la narración, en la que el protagonista hace balance de su vida, como el que hace un moribundo. Silverio reflexiona sobre la identidad mexicana, sobre las migraciones y sobre el legado. Silverio consiguió el éxito de salir de México cuando lo que quiere —en realidad, con lo que fantasea— es la vuelta. Silverio no soporta que sus hijos prefieran hablar inglés que español y que quieran disolverse en la cultura gringa hegemónica —impregnada a su ver por el multiculturalismo—, pero tampoco quiere desprenderse de los privilegios que supone la vida al norte de la frontera. Silverio detesta el racismo, pero lo que más le molesta es que un policía de fronteras estadounidense, más oscuro y más indígena que él, le deniegue la ciudadanía, le arrebate la posibilidad de un hogar.

Como es habitual en su cine, Iñárritu adereza esta trama sencilla —un hombre debe preparar su discurso para recoger el premio de su vida— con un realismo mágico existencial y ostentoso que, en Bardo, se antoja caprichoso. Caprichosa era la excesiva duración de más de tres horas y caprichoso es el planteamiento de escenas que no acaban significando demasiado, pero que cuentan con decorados extravagantes y centenares de extras que solo sirven para el lucimiento de las coreografías planteadas por la cámara de Iñárritu. Por cierto, la fotografía de Darius Khondji, inmensa, para lo bueno y para lo malo, ya que muchas veces está puesta al servicio de la desmesura. Si Bardo quiere su plano de Centauros del desierto, Bardo lo tiene. Si Bardo quiere el final de El árbol de la vida, nada se le niega a Bardo. Los ojos de pez y los planos secuencia aquí persiguen a un hombre perdido, que no sabe muy bien qué hacer. "No intentéis buscarle sentido a las cosas", dijo Iñárritu en la presentación de la película en Madrid. Pero una cosa es pagar a un interpretador de sueños para que aflore el subconsciente de nuestros sueños y otra cosa es la cháchara vacía: hay palabras, pero no provocan nada.

placeholder Ximena Lamadrid es Camila, la hija de Silverio. (Netflix)
Ximena Lamadrid es Camila, la hija de Silverio. (Netflix)

Iñárritu intenta aligerar la insoportable pesadez del ego con momentos cómicos que a ratos funcionan y a ratos no. La sensación es de que todo ha sido diseñado con pretensiones tan trascendentales como el diálogo entre el protagonista y Hernán Cortés sobre una pirámide de cadáveres indígenas —el reverso de Malinche— sobre la identidad del pueblo mexicano. Hay algo excesivamente fastuoso y diseñado que no deja respirar a la película. Y tan solo queda un hombre sermoneando sobre todos los aspectos de esta vida y aquella, tan rígido y reafirmado en sus convicciones, tan henchido que es incapaz de verse las puntas de los pies. Y, sobre todo, dónde las ha metido.

Nunca fue buena idea otorgar el poder absoluto a una sola persona. Que se lo digan a Twitter, ahora que Elon Musk es su dueño y señor incontestable. Que se lo digan quienes aguantaron a Fernando VII en segunda ronda. Sin contrapeso solo queda la megalomanía. En los últimos años, Netflix ha querido atraer —comprar— el prestigio y el talento a base de talonario y cartas blancas. A veces el experimento ha salido bien —Estoy pensando en dejarlo, de Charlie Kaufman, o Apolo 10 y 1/2, de Richard Linklater— y, otras ocasiones, los grandes nombres han firmado, siendo benévolos, sus trabajos más olvidables. Quizá tenga que ver con el ego, con la desmesura; Kaufman y Linklater son cineastas artesanos, aquejados de modestia y timidez, incluso si estas son falsas. Pero, ¡ay!, esos cineastas que enarbolan el cetro de la genialidad.

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