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'One Night at the Golden Bar': un amor cursi, marica e incorrecto que nos vuela la cabeza
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'One Night at the Golden Bar': un amor cursi, marica e incorrecto que nos vuela la cabeza

El 'performer' malagueño Alberto Cortés completa el díptico sobre el amor romántico que comenzó con ‘El ardor’ y le da un revolcón a la escena teatral

Foto: Alberto Cortés en 'One Night in the Golden Bar'. (Cedida)
Alberto Cortés en 'One Night in the Golden Bar'. (Cedida)

Se sube a un potro, a uno de esos que usábamos en las clases de gimnasia. El suelo está cubierto con telas doradas, aún no sabemos si se dirige al público o a alguien que solo está en su memoria y dice: "Nunca sé si nombrarte o no, porque cada vez que te nombro me destruyo y cada vez que te nombro te construyo. Y ahí arriba, manteniendo el equilibrio, a horcajadas, con las piernas desnudas, sentadito ahí, mi maricón te ha estado esperando, de la cárcel se sale, de ti no, a ti te miro y me muero, a ti te miro y me mato". Y ese amor al que mira tiene dos plantas, cuatro dormitorios, un salón comedor y su cuarto de baño, y ese amor es aquel con el que se cruzó tres o cuatro veces por toda la ciudad y una noche en el bar del Oro se decidió a atacar. Y el escenario se convierte en el garito de la canción de Mecano, claro, y ese hombre baila como se baila cuando no te mira nadie y nos damos cuenta de que hemos vuelto a la adolescencia y que no se puede ser más cursi, pero ya es tarde porque llevamos un rato subidos al mismo potro desde el que habla Alberto Cortés en esta obra, One Night at the Golden Bar.

placeholder Alberto Cortés en 'One Night in the Golden Bar'.
Alberto Cortés en 'One Night in the Golden Bar'.

Alberto Cortés es director de escena, dramaturgo y performer. Y, aunque parezca un recién llegado a los escenarios, no lo es. El artista malagueño lleva desde 2008, cuando crea Bajo tierra, su primera compañía con la actriz Alessandra García, construyendo una obra bastarda, libre y periférica con piezas como Masacre en Nebraska, La última rave o Hollywood. En 2021 estrenó El ardor, en la que Cortés defendía la creación de una comunidad de chicos salvajes como aquellos de Burroughs, una comunidad peligrosa de outsiders, “maricas y bolleras”, adolescentes, viejas y cuerpos al margen unidos por un ardor concebido como un virus a propagar, a extender, a contagiar, un ardor como romanticismo utópico frente a un deseo de consumo rápido. Una pieza en la que Cortés encarnó de forma poderosa una identidad queer que se alejaba de lo marica buenista e inofensivo y que mutaba en “marica terrorista, en marica peligroso”.

Cortés encarnó de forma poderosa una identidad 'queer' que se alejaba de lo marica buenista y que mutaba en "marica terrorista, peligroso"

Y justo entonces, tras una carrera de más de una década, Cortés dio ese salto que consiste en dejar de ser un nombre más en festivales y salas alternativas para convertirse en uno de esos artistas dotados para la conmoción, esa que nace a partir de una poética en la que conviven la ternura y la fragilidad con una mirada política, feroz e iconoclasta. Tras El ardor, Cortés estrenó en septiembre One Night at the Golden Bar en el festival Terrassa Noves Tendències (TNT), una pieza que acaba de pasar por el Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz (FIT) con la que inicia ahora una gira que abre en el Teatro Central de Sevilla los días 11 y 12 de noviembre. Una y otra, hermanadas por un mismo imaginario y territorio poético, acaban de ser publicadas por la editorial Continta me tienes en un solo volumen llamado Los montes son tuyos.

Amor marica, cursi e incorrecto

“Están hermanadas porque respiran una misma energía”, explica Alberto Cortés, “una idea del deseo en relación a lo marica, al cuerpo, a la palabra y a la identidad y son casi un díptico porque ambas comparten un romanticismo muy marcado: en El ardor es ese amor casi utópico de ocupar las calles con pasión y quemar contenedores, mientras que Golden Bar es un lugar más amoroso, más carnal”. Y esa voz de One Night at the Golden Bar, despojada de cinismo, tan carnal, tan almíbar y tan naíf que le dice al otro “no me lleves de viaje de novios, he visto el Edén y no se parece a un crucero gay, a mí llévame a las estrellas”, propone habitar un espacio de conflicto porque “en lo marica se habla poco de un lugar tan romantizado que pone el eje en el otro, está mal visto, es algo políticamente incorrecto, casi antiguo”.

"En lo marica se habla poco de un lugar tan romantizado que pone el eje en el otro, está mal visto, es algo políticamente incorrecto"

Cortés evidencia esa grieta que se abre en estos tiempos en que repensamos nuestras maneras de relacionarnos y nos confrontamos con los modelos patriarcales, pero “nos meamos encima con el hombre-hombre, ese hombre que ara la tierra, aunque estemos luchando contra ello, pero hay un hueco sin resolver y yo quise trabajar sin cortapisas, desligándome de mis pensamientos, de lo políticamente correcto dentro de mi comunidad, y empecé a escribir desde ese lugar, como una quinceañera entregada, y el primer sorprendido fui yo porque me daba vergüenza eso de todo tú, nada yo y por ti me rebajo”.

¿Me vais a querer cuando sea terrible?

Cortés, que podría jugar a avergonzarnos también a nosotros o a reprocharnos que vamos de modernos mientras conservamos infinidad de servidumbres patriarcales, tira de ternura y de fragilidad para decirle al público que el primero que sigue fantaseando con ese ideal de testosterona ruda y sudorosa es él, que nuestras grietas son las suyas. Y comparte un ritual de entrega que podría parecernos delirante si lo observáramos con ojos viejos, con ojos que están de vuelta de todo, y le dice a su interlocutor, a ese hombre amado, que no cierra los ojos nunca por si aparece frente a él, que se va pronto a la cama para regodearse en su recuerdo, que le ha hecho un molde y le ha metido dentro y que no sabe si todo esto que le pasa es propio de un ángel o de una bayeta.

placeholder Un momento de la función.
Un momento de la función.

Y la conmoción hace su aparición, entre otras cosas, porque Cortés habla desde el anhelo profundo y la soledad extrema, y lo hace bordeando el ridículo, el nuestro y el suyo, manteniendo el equilibrio entre la verborrea y la palabra poética, entre la inocencia adolescente y el despliegue de armas de quien se sabe dueño del escenario. El artista juega con el público —“qué cara, qué guapo, qué cocina más bien puesta, ¿has venido a verme a mí?”— y, cuando lo tiene en sus manos, ese ángel con camisa blanca y cara de crío se convierte en alguien más oscuro, en un ángel que está cayendo: “La gente dice que esta obra está guay, que esta escena está guay, que tú eres guay, y no ven que no me importa, que estoy perdiendo y no me importa (...) ¿Me vais a querer cuando sea terrible, peña? Porque soy más bueno que nadie, lo juro, pero cuando sea un futuro sin hijos, ¿me vais a querer?”.

Eso que llamamos periferia

El de Alberto Cortés es un teatro que derrocha audacia, pero que va justo de medios y apoyos, un teatro que nace alejado de los grandes centros de producción y exhibición de Madrid y Barcelona y que, en su lugar de origen, tampoco cuenta con el acompañamiento ni las estructuras necesarias. Cortés, que reside en Sevilla, forma parte de una generación de artistas malagueños unidos por la experimentación en el terreno contemporáneo y las artes vivas, creadores que en los últimos años han construido una comunidad que en 2020 bautizaron como Colectivo Vergel. El grupo reúne al propio Cortés junto a María del Mar Suárez, La Chachi, Alessandra García, Violeta Niebla, Rebeca Carrera, Ramón Gázquez, Cristian Alcaraz, Luz Prado y Ximena Carnevale. Y surge, explica Cortés, “porque nos encontramos en una situación muy poco favorable a nuestras propuestas, en Málaga no nos apoyan ni creen en nosotros y nos unimos para poner en común estas problemáticas y ver hacia dónde vamos”.

"Tenemos que demostrar quiénes somos porque siguen sin tener interés en tus propuestas, eres el que hace cosas raras y no saben dónde encajarte"

Artistas como La Chachi o Alessandra García también han logrado que su trabajo cruce Despeñaperros, conscientes de “lo exótico que sigue siendo todo lo sureño” para los programadores, pero todos ellos saben, dice Cortés, lo difícil que resulta que eso se traduzca en un apoyo real, “más allá de que te den una función y un porcentaje de taquilla, porque ocurren cosas de manera puntual, salimos fuera y parece que nos están descubriendo, pero somos los que hemos resistido y nos hemos mantenido sin tener apoyo de las instituciones locales. Y cuando te dan un premio en Madrid, aquí tenemos que seguir demostrando quiénes somos porque continúan sin tener interés en tus propuestas, eres el que hace cosas raras y no saben dónde encajarte. La periferia existe, es algo real y te das cuenta cuando trabajas fuera y entiendes que en tu ciudad o en Andalucía no hay nada construido”.

Se sube a un potro, a uno de esos que usábamos en las clases de gimnasia. El suelo está cubierto con telas doradas, aún no sabemos si se dirige al público o a alguien que solo está en su memoria y dice: "Nunca sé si nombrarte o no, porque cada vez que te nombro me destruyo y cada vez que te nombro te construyo. Y ahí arriba, manteniendo el equilibrio, a horcajadas, con las piernas desnudas, sentadito ahí, mi maricón te ha estado esperando, de la cárcel se sale, de ti no, a ti te miro y me muero, a ti te miro y me mato". Y ese amor al que mira tiene dos plantas, cuatro dormitorios, un salón comedor y su cuarto de baño, y ese amor es aquel con el que se cruzó tres o cuatro veces por toda la ciudad y una noche en el bar del Oro se decidió a atacar. Y el escenario se convierte en el garito de la canción de Mecano, claro, y ese hombre baila como se baila cuando no te mira nadie y nos damos cuenta de que hemos vuelto a la adolescencia y que no se puede ser más cursi, pero ya es tarde porque llevamos un rato subidos al mismo potro desde el que habla Alberto Cortés en esta obra, One Night at the Golden Bar.

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