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Guerra nuclear: la retórica de 'La hora final'
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Guerra nuclear: la retórica de 'La hora final'

Mientras que en la Guerra Fría las armas nucleares se contemplaban como la solución final, hoy parece que su posibilidad se pone sobre la mesa como quien enciende una cafetera

Foto: Vladímir Putin. (Reuters/Turar Kazangapov)
Vladímir Putin. (Reuters/Turar Kazangapov)

A nadie nunca le han quedado tan bien las ojeras como a Ava Gardner. Lo primero por ese iris verde, belleza entre lo peligroso y lo indómito, lo segundo porque se las ganaba a pulso con una vida que no admitía tiempos muertos. Este detalle no pudo pasarle desapercibido a Stanley Kramer cuando la eligió en 1959 para que interpretara al personaje femenino protagonista en 'La Hora final', una mujer cercana a los cuarenta que no se deja amedrentar a pesar de que el mundo en el que vive tiene los días contados. Las grandes derrotas se pueden encarar desde la histeria, desde el abatimiento o con una copa en la mano. Mejor si es compartida, en este caso, con Grergory Peck, capitán de un submarino de la armada estadounidense que ha llegado a las costas australianas, el último de toda su flota. La guerra nuclear tuvo lugar y el único reducto habitable que queda en pie en todo el planeta se halla en el Pacífico sur.

Kramer antes de director era productor. Antes de eso, un tipo que sabía ganarse la vida tras su infancia en Hell's Kitchen, cuando Manhattan era una zona portuaria y no el lugar preferido de los depredadores financieros y los adictos a la quinoa. Eso te da olfato para saber no solo cómo hacer que tus películas triunfen, sino para captar el espíritu de una época. De ahí que Kramer siempre se atreviera a ir donde sus coetáneos más conformistas no llegaban, revisando los juicios de Nuremberg, 'Vencedores o vencidos' (1961), o poniendo en primer plano los conflictos raciales, 'Adivina quién viene a cenar esta noche' (1967). 'La hora final', sin embargo, no tuvo el favor del público por ser demasiado dura. No aparece un muerto en pantalla, ni una batalla, ninguna escena violenta. La dureza proviene de la desolación que provoca buscar un último resquicio de esperanza y fracasar.

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En la historia no se dan apenas detalles sobre qué es lo que sucedió o quiénes fueron los contendientes en el tiempo previo al desastre, tan solo se nos muestran detalles de la vida cotidiana de una Australia que quedó a salvo de las bombas, pero no de la radiación. Hay una escena especialmente significativa a bordo del submarino cuando su tripulación, que ha emprendido una misión desesperada por averiguar el misterioso origen de una señal de radio, cae en la cuenta de que desconocen el motivo por el que se desencadenó la confrontación atómica. Quizá fallaron los ordenadores que controlaban los misiles, especula uno de los oficiales. Nadie discute la teoría ni busca indagar en otras alternativas porque a nadie le importa: los efectos desatados del átomo son tan fatales que acaban con el concepto de victoria, lógica e historia. Si no hay mañana, no tiene sentido preguntarse por el ayer.

Joe Biden afirmó la pasada semana que "no nos hemos enfrentado a una perspectiva del apocalipsis como la de ahora desde la presidencia de Kennedy y la crisis de los misiles en Cuba". A sus palabras se le pueden realizar todas las correcciones que queramos, como que las pronunció en un acto en Nueva York de recaudación de fondos para la campaña electoral demócrata. También que la Casa Blanca las moduló afirmando, tal y como lo hizo el portavoz del Consejo de Seguridad Nacional, John Kirby, que no tenían indicios de que la estrategia rusa en la guerra hubiera variado. Da igual. No se trata de analizar si en el aspecto militar, tras su desastrosa invasión a Ucrania, a los rusos les hace falta utilizar su carta nuclear, por mucho eufemismo táctico que lleve. Sino de que cuando el presidente norteamericano se permite nombrar el apocalipsis nuclear ya hemos dado un significativo paso adelante para que ocurra.

Hace ahora sesenta años, la crisis de los misiles de Cuba puso al mundo al borde de un enfrentamiento nuclear entre la URSS y EEUU

En todo conflicto existen dos variables, lo que sucede y cómo se cuenta lo que sucede. En uno armado no se puede obtener la victoria si lo que sucede no te beneficia, pero todo puede empeorar si cómo se cuenta lo que sucede toma una dinámica propia que conduce a una escalada sin vuelta atrás. Cuando Vladímir Putin ordenó el pasado 24 de febrero la invasión a Ucrania, no tenía pensado utilizar sobre el terreno armas nucleares, y aunque su sombra ya planeara en los discursos, no tenía tampoco necesidad de agitar esa posibilidad. Toda su retórica se guiaba por la contención que requería el eufemismo de la "operación especial" limitada en la fuerza y el tiempo. Ahora, casi ocho meses después, cuando el ejército ruso sufre reveses constantes en el campo de batalla y fuera de él, Putin despliega un discurso en el que cabe la amenaza de utilizar todos los medios a su alcance. "Esto no es un farol" afirmó el pasado 21 de septiembre tras anunciar una movilización parcial de la población civil. Inquieta la necesidad de la afirmación en la certeza de las intenciones.

Hace ahora sesenta años, la crisis de los misiles de Cuba puso al mundo al borde de un enfrentamiento nuclear entre la URSS y Estados Unidos. Se establecen comparaciones esperables, pero se obvia una gran diferencia: en aquel entonces la retórica iba por detrás de los acontecimientos, los frenaba más que impulsarlos. Hoy la situación es inversamente proporcional: nadie piensa que en el terreno militar Rusia vaya a dar el paso, pero todos se empeñan en afirmar que así va a ser. El miedo a las armas atómicas se disipó tras el fin de la Guerra Fría en 1991, quedando relegado a un argumento recurrente para las novelas de Tom Clancy, la nostalgia por un enemigo antes formidable, después decadente, que solo constituye materia de preocupación por lo incontrolable que resulta. El problema no es solo que Biden, un presidente anciano y quebradizo, no sea como el astuto Jack Ryan, sino sobre todo que Putin no tuvo a ningún Marko Ramius, el capitán del Octubre Rojo, para que le frenara indicándole todos los puntos ciegos que contenía su intento de anexión del este ucraniano.

Hoy parece que la posibilidad del uso de las armas nucleares se pone sobre la mesa como quien enciende una cafetera

Mientras que en la Guerra Fría las armas nucleares se contemplaban como la solución final, estando siempre preparadas para utilizarse, pero buscando los equilibrios para no hacerlo, hoy parece que su posibilidad se pone sobre la mesa como quien enciende una cafetera. Este es el verdadero peligro, la amnesia del pavor que provocaba su mero nombre, la pretensión de que se pueden emplear controlando sus consecuencias y la respuesta del enemigo. Cuando Kramer rodó 'La hora final', tres años antes de que Kennedy y Kruschev se aproximaran al punto de no retorno mientras trataban de alejarse del mismo, renunció por completo a las explicaciones políticas, militares y geoestratégicas porque su intención era mostrar que hay consecuencias para las que no importan las razones de cómo se han alcanzado. Hoy esa alerta está, por desgracia, completamente amortizada: lo nuclear ya no parece la solución final, sino un plato más en el menú bélico que los mandatarios pueden invocar con ligereza.

"There is still time, brother" es el lema que cuelga de un cartel al inicio de la película, intuimos que en un mitin en Melbourne en el que se llama a la población superviviente a mantener la moral alta. El mismo cartel permanece al final de la misma, pero ya no hay ciudadanos en las calles, que permanecen desiertas con esa gravedad que otorga el vacío en las ciudades, espacio edificado para unos habitantes que ya no están: el tiempo desaparece cuando no hay nadie para medirlo. Días antes, el submarino ha partido de nuevo de las costas australianas rumbo a lo que una vez fue Estados Unidos, esta vez para elegir el lugar donde se va a morir. Puede que el gesto carezca de sentido, pero el capitán, Gregory Peck, entiende que la dignidad humana se basa en esgrimir la capacidad de elección, pese a ser la última que se tome. Debe acompañar a sus hombres en su periplo final, aunque eso signifique dejar atrás a Ava Gardner. Suena el Waltzing Matilda mientras ella les observa alejarse. Cuando se pone el punto final a la historia, ni siquiera hay posibilidad de una última copa.

A nadie nunca le han quedado tan bien las ojeras como a Ava Gardner. Lo primero por ese iris verde, belleza entre lo peligroso y lo indómito, lo segundo porque se las ganaba a pulso con una vida que no admitía tiempos muertos. Este detalle no pudo pasarle desapercibido a Stanley Kramer cuando la eligió en 1959 para que interpretara al personaje femenino protagonista en 'La Hora final', una mujer cercana a los cuarenta que no se deja amedrentar a pesar de que el mundo en el que vive tiene los días contados. Las grandes derrotas se pueden encarar desde la histeria, desde el abatimiento o con una copa en la mano. Mejor si es compartida, en este caso, con Grergory Peck, capitán de un submarino de la armada estadounidense que ha llegado a las costas australianas, el último de toda su flota. La guerra nuclear tuvo lugar y el único reducto habitable que queda en pie en todo el planeta se halla en el Pacífico sur.

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