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Ahora que por fin llegaron los fascistas
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'Trinchera cultural'

Ahora que por fin llegaron los fascistas

En general, los antifascistas dejaron de ver fascistas, paulatinamente, desde 1945, y en ausencia del antagonista empezaron a imaginarlos. Fueron construyendo así la imagen del monstruo, que pintaban con colmillos afilados, como oposición a "lo bueno"

Foto: Un manifestante realiza el saludo fascista. (Sergio Beleña)
Un manifestante realiza el saludo fascista. (Sergio Beleña)

El antifascismo ha visto la irrupción de una derecha de verdad nacionalista, populista y reaccionaria, tras décadas de aburrimiento, como la liebre que se queda deslumbrada con los faros de un coche. Hasta que Trump ganó, Cataluña petó y Vox engordó, ¿qué tenían para agarrarse los antifascistas militantes? Porque antifascistas de carné hubo siempre: setenta años después de la demolición de las esvásticas de la Cancillería, ellos seguían militando.

Forjado entre partisanos, el antifascismo demostró ser tan resistente que ni la muerte del fascismo lo mató. El resto del siglo, para mí, ser antifascista era tan normal como estar contra el cáncer y el Alzheimer. Una típica cosa del sentido común de ese sistema surgido tras la guerra que destruyó a los fascistas. Tan antifascista me parecía Izquierda Unida como el PP, Eduardo Aute como Iberdrola, Antonio Mestre como Ferreras. Hasta Telefónica podría considerarse antifascista. Es como decir 'demócrata'. Hace falta dejarse los cuernos para dejar de serlo.

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Quiero decir con esto que, en un mundo sin fascismo —sin ese sistema totalitario, basado en el partido único, el sindicato vertical, la autarquía, la confesionalidad, el Estado fuerte y una ausencia de libertades civiles— lo que nos queda es solo antifascismo. ¿Qué significaba entonces ser antifascista de carné? ¡Yo lo fui también, os lo cuento!

Básicamente: ir a asambleas en la facultad y a conciertos de Reincidentes. Detestar a los fascistas no tiene mérito: ¡pero había que decirlo mucho! Con suerte, te daban cuartelillo en alguna agrupación local de Izquierda Unida, e incluso las llaves del local para que te fueras allí a leer a Lenin con tus amigos, o a follar y fumar porros, que es lo mismo. Con catorce años me hice antifascista militante por las llaves de ese local. No había visto un fascista nunca. Pero contaba anécdotas en las que skinheads me perseguían. Todas inventadas.

Mi caso no era muy raro, porque los antifascistas dejaron de ver fascistas, paulatinamente, desde 1945, y en ausencia del antagonista empezaron a imaginarlos. Neonazis había demasiado pocos para repartirnos hostias a todos, así que los antifascistas militantes fueron construyendo con retales la imagen del monstruo de colmillos afilados, como oposición a "lo bueno". El fascista odiaba porque el antifascista amaba. Quería la muerte porque el antifascista quería la vida. Etc: naranjas guasintonas vs. pera de agua. Ser fascista era no ser.

"La ultraderecha era una metáfora y al mismo tiempo una caricatura"

A falta de mejores candidatos a Antagonista, lo de fascista se lo decían al PP, a Ciudadanos y hasta al PSOE, porque de algo hay que vivir. Y a la policía que detenía a los parias neonazis, y a los jueces que los mandaban a lucir sus esvásticas al patio de la cárcel. Los antifascistas no leían al italiano Mussolini, ni al francés Renaud Camus, ni al español José Antonio, ni al alemán Rosenberg: no leían a los fascistas, sino a otros antifascistas como ellos, que también habían leído solo a antifascistas.

Así, capa a capa, es como se creó esa imagen abstracta del fascismo. La ultraderecha fue una metáfora y una caricatura. Una quimera fenomenal que vomitaba fuego o ácido, según las versiones, y que se alimentaba de todo lo que no comen los judíos.

Pero, de pronto, sorpresa, aparecieron todos esos partidos ultranacionalistas, megacatólicos, con un discurso antifeminista, aborrecedores de los "lobbies gays" y la inmigración irregular, y los antifascistas dijeron: "¡al fin! ¡Aquí los tenéis! ¡Mirad! ¿Lo veis?". Y limpiaron el polvo del retrato del monstruo que habían dibujado. Y buena parte del público observó a estos partidos, volvió a mirar el retrato, y murmuró: "Pues no se parece tanto".

Foto: La líder del partido ultraderechista Hermanos de Italia (FdI), Giorgia Meloni, participa a través de un video en un evento organizado por Vox. (EFE/Víctor Lerena)

El retrato dice que los fascistas odian a las mujeres, pero dos de los principales líderes de la ultraderecha en Europa son Marine Le Pen y Giorgia Meloni. Y que odian a los negros, pero el primer candidato negro de la historia a la Generalitat de Cataluña ha sido de Vox. Y que persiguen a los homosexuales, pero lo que más se ha comentado del cutrísimo festival Viva22 del otro día fue la actuación de un gay, Isaac Parejo. Y que emprenderán guerras, pero Donald Trump dejó la Casa Blanca sin meterse en ninguna. Y que van a erradicar las libertades civiles una por una, pero de momento es a ellos a quien más se boicotea en las universidades.

En fin: el nacionalismo populista plantea un desafío para los Estados liberales: esto no lo dudo. Sin embargo, el retrato hiperbólico y anacrónico que durante años han hecho los antifascistas me resulta tan trasnochado, tan tenebroso y majestuoso, tan serio puesto al lado de estos partidos vulgares, horteras, cínicos y cutres, que más de uno acabará creyendo, papeleta en mano, que si estos eran los anunciados fascistas que vendrían desfilando al paso de la oca es porque ha perdido mucho sentido estético Hugo Boss.

El antifascismo ha visto la irrupción de una derecha de verdad nacionalista, populista y reaccionaria, tras décadas de aburrimiento, como la liebre que se queda deslumbrada con los faros de un coche. Hasta que Trump ganó, Cataluña petó y Vox engordó, ¿qué tenían para agarrarse los antifascistas militantes? Porque antifascistas de carné hubo siempre: setenta años después de la demolición de las esvásticas de la Cancillería, ellos seguían militando.

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