Es noticia
La guerra de invierno que cambió la historia hace 90 años. Y ahora se está repitiendo
  1. Cultura
'TRINCHERA CULTURAL'

La guerra de invierno que cambió la historia hace 90 años. Y ahora se está repitiendo

La guerra de Ucrania está conduciendo a Europa hacia un dilema ineludible, de cuya respuesta depende nuestro futuro. Casi un siglo atrás, las mismas preguntas estaban sobre la mesa, por lo que deberíamos haber aprendido algo

Foto: Roosevelt junto a Marta de Noruega en la Casa Blanca en 1939. (Cordon Press)
Roosevelt junto a Marta de Noruega en la Casa Blanca en 1939. (Cordon Press)

La guerra de Ucrania está sometiendo a Occidente, y a Europa en especial, a fuertes tensiones. Se avecina un invierno duro, salvo que el conflicto bélico acabe pronto, lo que no parece que vaya a suceder, y ese escenario plantea a los gobiernos un dilema claro respecto de cómo afrontar la crisis económica en la que estamos, y que se espera que sea más dura si el frío intenso hace acto de presencia.

El instante queda resumido en el diagnóstico de Raymond Torres, director de Coyuntura Económica de Funcas. Estamos en un momento en el que los problemas de redistribución son importantes porque "una asimetría pronunciada del reparto de los costes de la inflación tendría un fuerte impacto social y económico". Por eso, "muchos gobiernos y muchos expertos, como el economista jefe del BCE, han decidido redistribuir, incluso mediante mecanismos de mercado, como la intervención de precios". Pero, por otra parte, "el margen de maniobra para este tipo de políticas, con la naturaleza estanflacionaria de la crisis energética y en un contexto de deuda elevada alta, es escaso. Es una situación paradójica". De cómo se resuelva este dilema, si se continúa con políticas de ayuda y de reforma del mercado, o se regresa a la ortodoxia pronto dependerá el futuro de las poblaciones occidentales, y principalmente de las europeas.

La 'guerra de invierno'

Este dilema se planteó en términos muy similares hace 90 años en EEUU: ¿qué se debe hacer en una economía que ha entrado en crisis? ¿Cómo afrontarla? La respuesta se dio en las elecciones celebradas el 8 de noviembre de 1932. Franklin Delano Roosevelt fue elegido presidente con una mayoría aplastante gracias a que había prometido un cambio radical de la política económica: debía sacar a su país de la Gran Depresión y estaba apostando por una fuerte intervención estatal para recuperar el nivel de vida de sus ciudadanos. Roosevelt debía afrontar muchas resistencias, pero entendió que, para estabilizar el sistema y aplacar las tentaciones comunistas y, sobre todo, las autoritarias, que estaban apareciendo en su país, eran imprescindibles políticas que generasen empleo y actividad económica, a pesar de que eso supusiera una mayor inversión estatal.

Ese invierno fue cuando más cerca estuvo de concretarse un giro político en EEUU que sintonizaba con el autoritarismo europeo

Roosevelt no tomó posesión del cargo hasta el 4 de marzo de 1933. Fueron cuatro intensos meses, que dieron lugar a lo que el historiador Eric Rauchway ha denominado ‘guerra de invierno’ ('Winter War', ed. Basic Books), en los que FDR hubo de hacer frente a todo tipo de presiones. Hoover, el presidente en funciones, puso todo tipo de obstáculos a lo que Roosevelt representaba e inició una fuerte oposición interna para conseguir que el presidente electo tomase otra dirección. Pero no fue eso lo más grave: en febrero de 1933, Roosevelt sufrió un intento de asesinato que falló porque una mujer desvió la pistola del asesino. Las cinco balas disparadas acabaron con la vida del alcalde de Chicago, presente en la comitiva presidencial. Además de las amenazas físicas, Roosevelt tuvo que afrontar otra clase de riesgos: las tentaciones autoritarias habían penetrado en parte de las élites estadounidenses, y ese invierno fue cuando más cerca estuvo de concretarse en un giro político que sintonizaba con el fascismo europeo. Tras esos turbulentos meses, FDR comenzó la implantación del New Deal.

Hasta entonces, la respuesta estadounidense había sido ortodoxa. Hoover reaccionó a la depresión con una serie de medidas que intentaron paliar los efectos negativos con el apoyo a algunas industrias nacionales y al ámbito financiero, y con la convicción de que los salarios no debían bajar. Sin embargo, tales medidas resultaron contraproducentes porque, como bien describe Andreu Espasa en ‘Historia del New Deal’, el entonces presidente se negó a reconocer cualquier problema en el modelo de crecimiento de los años 20. Insistió en que la depresión estaba causada por las disfunciones europeas, por lo que no tenía sentido plantear ninguna reforma sustancial de la economía estadounidense. Además, esa visión, según la cual las crisis servían para eliminar a las empresas menos eficientes, por lo que no tenía sentido interferir en esa necesaria purga, era la adoptada, en última instancia, por Hoover. Las medidas no funcionaron, y los cambios empezaron a llegar únicamente cuando Roosevelt desarrolló su novedoso programa.

El invierno que llevó a la guerra

El mismo dilema se había planteado en Europa, pero la respuesta elegida fue en dirección contraria. Cada país introdujo sus variantes, pero en esencia fue la opuesta a la estadounidense. Resulta especialmente relevante el ejemplo alemán, ya que era una gran potencia que estaba pasando graves apuros, en buena parte por la retirada de apoyo financiero estadounidense cuando la Gran Depresión estalló. Allí, el canciller Heinrich Brüning, el centrista que se había colocado al frente del Gobierno, apostó por el camino estándar: políticas antiinflacionistas, recorte de gastos estatales y bajada de los costes laborales. La idea era sanear la economía y, una vez conseguido ese propósito, conseguir que la inversión regresara.

El Estado alemán se hizo más rígido y menos democrático: Brüning tuvo que gobernar a golpe de decreto

El temor a la hiperinflación que Alemania había sufrido apenas 10 años antes permitió que esas políticas fueran acogidas también por el partido socialdemócrata, que, además, percibía a Brüning como la última línea de defensa frente al ascenso de Hitler.

El Estado alemán se hizo más rígido y menos democrático: Brüning tuvo que gobernar a golpe de decreto. Necesitaba ese margen de acción porque había apostado por aumentar los impuestos, reducir los beneficios sociales, recortar el número de funcionarios del Gobierno y los salarios de quienes conservaron el empleo, por lo que tuvo que lidiar con resistencias internas y con descontento social, como explica Eric D. Weitz en ‘La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia’ (Ed. Turner). Su sucesor en 1932, Franz von Papen, continuó la misma línea, y el último canciller de la República, Kurt von Schleicher, solo duró en el cargo un mes. Hindenburg nombró canciller a Hitler el 30 de enero de 1933.

Las semejanzas con Alemania

Un examen del contexto germano desde el punto de vista social resulta ilustrativo por las semejanzas que puede guardar con nuestra época. Alemania había sufrido dos grandes crisis, la posterior a la I Guerra Mundial, dadas las cargas que tuvo que soportar, y la hiperinflación de 1923. La recuperación de los años posteriores se vio frenada de golpe en 1929 y, en esos seis años, la situación de sus ciudadanos no había mejorado en exceso. Entonces, sufrieron un nuevo golpe económico.

Era un país que no dormía lo suficiente y que no tenía tiempo para descansar: se desenvolvía entre la desvitalización y la hiperactividad

Incluso en los años buenos, en la época dorada de los 20, los despidos se habían incrementado. Quizá los salarios subieran, pero también el paro. Como bien describe Weitz, había dos sectores especialmente afectados: los jóvenes, que tenían muy difícil encontrar un espacio en el mercado laboral, y los trabajadores de más edad, que eran percibidos como incapaces de ajustarse a los nuevos ritmos de trabajo. La productividad había aumentado a finales de la década respecto de 1923 gracias a dos factores perversos: se habían reducido las plantillas al mismo tiempo que se exigía mayor producción, y había regresado el trabajo a destajo. Como las retribuciones del mismo eran bajas, los operarios debían trabajar más, y más rápido, para alcanzar un salario razonable. El resultado no solo incrementó la productividad, también las presiones cotidianas y los accidentes laborales.

Las mujeres fueron parte importante en la mano de obra de aquellos años, dado que, al ser su salario más bajo, unas dos terceras partes de lo que percibía un varón, se las consideraba rentables. Puesto que ellas realizaban, además, las tareas del hogar, sus jornadas eran interminables: formaban parte de ese pueblo que se levantaba a las cinco y media de la mañana y no se acostaba hasta las 11 de la noche. Era un país que no dormía lo suficiente y que no tenía tiempo para descansar. Alemania se desenvolvía entre la desvitalización de los parados y la hiperactividad de los empleados, y era la primera más frecuente entre los hombres y la segunda entre las mujeres.

En 1930 solo la quinta parte de los asalariados realizaba las mismas tareas que habían llevado a cabo sus padres

Si los sectores industriales no vivían buenos momentos, tampoco los demás. Los empleados por cuenta ajena, en especial si trabajaban en grandes empresas, vivían en un entorno jerárquico y muy disciplinado, en el que se generaban escasas posibilidades de ascender. Los cargos directivos estaban copados por una élite ligada por lazos familiares, educativos o de clase, cuyo nivel de vida era estable, porque permanecían en esos puestos hasta su jubilación. Muchos oficinistas se quedaban sin empleo a los 40 años, ya que, al igual que los obreros, eran percibidos como poco adaptados a unos ritmos de trabajo más veloces. El cambio era la constante: en 1930 solo la quinta parte de los asalariados realizaba las mismas tareas que habían llevado a cabo sus padres.

La suerte tampoco sonreía a las pequeñas y medianas empresas, muchas de las cuales desaparecieron. De los 11 millones de autónomos que estaban registrados en el censo de 1925, siete millones pertenecían al sector agrario. El resto, tenderos, artesanos y profesionales liberales, vivieron intensamente el aumento de costes y la competencia de las empresas de mayor tamaño, de modo que su subsistencia era precaria. Eran un grupo importante para el discurso político, en especial para la derecha, pero cuya realidad se había empobrecido sustancialmente.

*Si no ves correctamente el módulo de suscripción, haz clic aquí

Estas eran las condiciones económicas, tal y como son descritas por Eric D. Weitz, previas a la Gran Depresión, con lo que es sencillo imaginar lo que la depauperación supuso para una sociedad que ya estaba en una situación difícil.

Recordemos las consecuencias de incrementar la presión social: Alemania salió de la crisis liderada por un partido extrasistémico, el nazi, que había permanecido en los márgenes del Gobierno de Brüning, incluso cuando compartiera algunos de sus presupuestos. Las políticas antiinflacionistas y austeras acabaron por agravar las condiciones de vida de muchos alemanes, lo que causó un gran malestar político. El partido nacionalsocialista lo canalizó recurriendo a la grandeza nacional, una bandera que permitió recoger muchas adhesiones en una época de orgullo muy maltrecho y en la que la democracia, encarnada en la república de Weimar, se percibía como ineficaz para solucionar los problemas de la población.

Las enseñanzas de la historia

Lo más significativo es que muchas de las constantes sociales de la época no nos suenan ajenas: la hiperactividad, la falta de sueño, la desvitalización de los excluidos, el declive de las pequeñas empresas, la aparición del trabajo a destajo (en general, pero no solo, ligado a las nuevas plataformas), las dificultades de ascenso social y coagulación de las élites, la sobrecarga de la población femenina, la salida del mercado laboral de los mayores y las dificultades de ingreso de los jóvenes suenan muy familiares en nuestra época. Era otro instante, eran otras condiciones, pero las tendencias se asemejan. También debemos dar solución a una crisis complicada tras soportar dos recesiones seguidas, la de los derivados financieros y la de la pandemia, y hoy, como entonces, aparecen diferentes posibilidades de salida. Una apuesta por el control de la inflación a través del regreso a la austeridad lo más rápido posible; la otra, como la de Hoover, apuesta por introducir medidas correctoras, pero sin variar sustancialmente el rumbo de la economía.

Tenemos que apostar por un camino de salida de la crisis, por autoritarismo o democracia, por cohesión o fragmentación

Por eso es relevante recordar que 1933 fue también fue el año de llegada al poder de Roosevelt, un presidente que también formaba parte de una corriente extrasistémica (era totalmente opuesto al conservadurismo de Hoover, pero también al partido demócrata tradicional, ya que su programa fue una ruptura en toda regla con su propia formación), que pretendía recuperar el vigor nacional, que prometía hacer grande otra vez a su país y que aseguraba que el nivel de vida aumentaría. El camino que siguió Roosevelt logró recuperar a EEUU, que llegó cohesionado y con el músculo productivo a pleno pulmón a la II Guerra Mundial, y consiguió que la democracia perdurase y que su país se convirtiera en la gran potencia mundial tras la guerra. Y todo ello porque apostó por políticas económicas claramente diferenciadas de las que hasta entonces habían dominado en los países occidentales, que eran mucho más integradoras. La segunda posguerra mundial fue diferente de la primera precisamente por este cambio de mentalidad, con todo lo que ello supuso para Europa.

En ese momento estamos nosotros también: tenemos que apostar por un camino de salida de la crisis, por autoritarismo o democracia, por cohesión o fragmentación. Y, en esa elección, la experiencia del pasado marca claramente el camino. Quizá las fórmulas deban ser distintas y las recetas de Roosevelt no sean plenamente aplicables, pero la dirección sí. Lo que nos dice la historia acerca de cómo la política y la economía van unidas es lo suficientemente significativo como para que nos decidamos a escucharlo.

La guerra de Ucrania está sometiendo a Occidente, y a Europa en especial, a fuertes tensiones. Se avecina un invierno duro, salvo que el conflicto bélico acabe pronto, lo que no parece que vaya a suceder, y ese escenario plantea a los gobiernos un dilema claro respecto de cómo afrontar la crisis económica en la que estamos, y que se espera que sea más dura si el frío intenso hace acto de presencia.

Inflación Productividad Trinchera Cultural
El redactor recomienda