Elena López Riera: "Por fin las clases medias empiezan a acceder a dirigir películas"
La directora, nacida en Orihuela (Alicante), presentó su corto en la Quincena de realizadores del pasado Festival de Cannes y ahora habla con El Confidencial desde San Sebastián
Elena López Riera es una anomalía dentro del cine español. Incluso dentro del cine de autor. Nacida en Oriehuela en 1982, Riera formó el colectivo artístico Lacasinegra, un proyecto nacido "por y desde una profunda consciencia colectiva", también ha sido programadora de festivales como el Cinema Jove de Valencia y, con su primer corto, Pueblo (2015), participó en la Quincena de Realizadores de Cannes. Con el corto documental 'Las vísceras' (2016) participó en la sección de talentos del mañana de Locarno, para conseguir el Pardino de Oro del festival suizo con su siguiente trabajo, 'Los que desean' (2018), un documental sobre una carrera típica de Orihuela en la que palomas macho compiten por emparejarse durante el mayor tiempo posible con una paloma hembra.
Ha sido este año cuando Riera ha dado el salto al largometraje con 'El agua', una película de aprendizaje rodada en su localidad natal e interpretada por adolescentes sin experiencia previa en el cine -las únicas caras conocidas son las de Bárbara Lennie y Nieve de Medina-, en la que explora el poder del relato colectivo y del mito, al tiempo que retrata los deseos y las frustaciones de un grupo de adolescentes y el entorno rural y de clase obrera en el que se han criado. Según la película, en el pueblo corre la fábula de que, cuando el río se enamora de una chica joven, se escapa para poder llevársela consigo y que ése es el motivo de que cada cierto tiempo el cauce se desborda. Con 'El agua', Riera volvió a la Quincena de realizadores de Cannes -una de las pocas españolas seleccionadas-, esta vez con el formato largo, y ahora ha presentado su película en la sección Zabaltegi de la 70 edición del Festival de San Sebastián.
PREGUNTA. En su película y su discurso hace mucho hincapié en la defensa de la clase trabajadora. La industria de cine siempre ha sido elitista porque sólo accedían a ella los que contaban con un apoyo económico. ¿Está cambiando eso?
RESPUESTA. Es la primera vez en la historia del cine. No se me ocurren muchos ejemplos en el cine español y en el cine europeo que las clases medias acceden a dirigir películas. Esto también se tiene que reflejar en una manera de contar lo rural desde otros puntos de vista, porque hasta ahora se había contado desde la casa de campo y del coto de caza. Muchas veces se nos olvida este análisis de clase y sólo hablamos del género, que también es importante, pero el género si no está transversalizado con la clase se nos olvida una parte importante…
P. En 'El agua', por ejemplo, las protagonistas sueñan con que alguien les lleve en coche a la playa en un verano en el que se tienen que quedar trabajando en la fábrica.
R. Es una realidad que, en verano, trabajas en la fábrica o en el bar de tu padre. Es una realidad que, en Orihuela, el 99,9% de la economía está sustentada sobre ese tipo de trabajo, todavía. Si se cuentan este tipo de puntos de vista es porque está empezando a haber gente de esas realidades en el cine. Como en la cuestión de género, desde el punto de vista de las mujeres. Ahora me preguntan mucho por ‘Alcarrás’, por nuestra peli, porque Carla Simón y yo somos mujeres, pero también está ‘El año del descubrimiento’, de Luis López Carrasco, o ‘Espíritu Sagrado’, de Chema García Ibarra, en las que las cuestiones de clase están muy presentes. Son gente que conozco personalmente, que conozco a sus familias. Y yo no sé hace cincuenta años cuánta clase media o clase obrera ha hecho pelis. En Francia fue, de los primeros, Jean Eustache, que trabajaba en algo parecido a la Renfe. Eso hace que la mirada se diversifique, que haya una respuesta estructural, aunque que vengas de clase media no quiera decir que tengas que hablar de la clase media.
P. El cine social muchas veces ha tenido una mirada condescendiente con los personajes y las historias de clase trabajadora...
R. Es el problema de contar las cosas que no conoces. Desde el paternalismo, por ejemplo, que hace que se generen cosas totalmente maniqueas y un buenrollismo barato. Es lo que decía Lévi-Strauss, que es uno de mis antropólogos favoritos, en su libro ‘El buen salvaje’, sobre la colonización. Es malo cuando las poblaciones colonizadas eran el demonio, pero también cuando se convierten en “el buen salvaje”. Haciendo todos los paralelismos salvando las distancias, creo que en la representación de lo rural ha pasado lo mismo. Se da una imagen de: me voy a ir al campo a descansar y a hacer queso. Pero en el campo, como en las ciudades, hay gente buena y gente mala. Hay modernidad, porque la wifi también llega. Es que no viven en un tiempo atávico distinto al de las capitales. Es el mismo tiempo, pero en otro lugar.
P. Ahora que habla de Antropología. Su cine tiene una mirada muy antropológica, que se fija en los ritos, las costumbre y los mitos. ¿Por qué?
R. Es que soy una friki. Me interesa mucho la antropología y me interesan los rituales, porque son momentos en los que puedes ver a distintas generaciones haciendo los mismos gestos. Y eso es algo que me obsesiona mucho. Las fiestas populares son los raros momentos en los que todavía conviven las generaciones. Algo que me entristeció mucho haciendo esta película fue constatar que ya no convivía con adolescentes: yo no tengo hijos y, en mi familia, no hay nadie por debajo de los treinta. Me di cuenta de que vivía en una sociedad en la que sólo me relacionaba con gente de mi edad (40 años), porque los ancianos ya no están. Me parece preocupante. Los únicos espacios en los que conviven clases sociales y generaciones es en el rito, en la fiesta.
P. Viniendo del documental, ¿hasta qué punto intervienes en los diálogos, en las situaciones en una ficción? ¿Cuánto improvisas? ¿Cuánto no?
R. Yo vengo del documental, principalmente. He aprendido haciendo, no he estudiado en ninguna escuela. No sé planificar ni hacer un plan de rodaje. La ventaja con la que cuento es que llevo trabajando mucho tiempo con mi equipo. Con mi dire de foto, que es Giuseppe Truppi, he hecho todos mis cortos y tenemos la complicidad de los que nos conocemos mucho. Lo bueno de tener un equipo cercano es que lo hace todo mucho más fácil y más rápido. Yo, básicamente, lo improviso todo y luego sufro mucho en el montaje. Algo que también tenía acordado con mis productores, que son también geniales, y que tenía claro desde el principio es que iba a volver a rodar. En el cine documental yo ruedo así. En el cine industrial está cada vez más estandarizado y encorsetado lo de tener tantas semanas de rodaje y tantas personas en el set… y si luego voy a la sala de montaje y veo que me falta algo, ¿qué? ¿La peli se va a la mierda? Intentemos flexibilizar un poco los procesos. Si, en lugar de rodar cinco semanas, ruedas cuatro y te dejas una para después del montaje por si te falta algo…yo abogo por ser un poco abiertos de mente y probar otras formas de hacer cine. Eso es lo que he hecho yo en los cortos. Otra cosa que he constatado es que soy muy lenta. Necesito tiempo para pensar y distancia.
P. Estaban rodando una película sobre inundaciones en Orihuela y, de pronto, se producen de verdad las peores inundaciones de la historia de Orihuela. ¿cómo decidió integrar imágenes reales y grabaciones de los vecinos?
R. Esto no contábamos con ello. Era una peli de inundaciones. Y pasó esto. Yo sabía que tenía que grabarlo, pero no sabía cómo. Pensaba: “bueno, será una elipsis, y luego veremos todo destrozado”. No tenía ni puta idea de cómo iba a hacerlo. ¿Cómo coño iba a rodar una inundación si no tenía ni puta idea? Tuvimos la fatal oportunidad de que ocurrió en la realidad y pudimos integrar las imágenes reales. Además, como yo estoy muy obsesionada con cómo la gente cuenta las cosas, yo no puedo hacerlo mejor que un señor que está grabando con su móvil y cuenta en tiempo real cómo el río le roba el coche, literalmente.
P. Volviendo a lo del relato, en 'El agua' se centra mucho en la transmisión oral de los hechos y cómo esa narración acaba conviertirndo el hecho en mito.
R. Es algo que me obsesiona. Por eso propongo películas que no son tan convencionales. Aunque me hubiese gustado que ‘El agua’ fuese un pelín más radical. Me gusta poner en duda los relatos tal y como nos los han contado. Me gustaba que ‘El agua’ empezase como un coming-of-age en el que chica conoce chico y tú crees por dónde van a ir las cosas para luego darle la vuelta y que sea otra cosa. Algunas piezas de ese reloj se van cambiando. La vida no tiene principio, planteamiento y desenlace, como dice Lucrecia Martell. No todas las historias están cerradas. Me interesan los relatos deconstruidos, los relatos familiares, en los que cada miembro de la familia cuenta las cosas a su manera y se van completando y se van interrumpiendo. Y, al final, lo importante ya no es lo que pasó, sino el recuerdo que queda. A mí esto es algo que me fascina. La vida no tiene un orden claro, eso lo ponemos después y las reglas las hemos estandarizado después en el cine. ¿Por qué no ponerlas en cuestión?
P. ¿Cómo ha sido dirigir a adolescentes sin experiencia en el cine?
R. Ha sido un choque generacional de la hostia. Esto es lo que pasa cuando sólo te mueves con gente de tu edad. Que te crees muy joven y tal. Que no se nota que tienes cuarenta años porque vas en zapatillas. Pero no, eres una abuela. Las niñas de quince años de mi película me miraban como si fuese una dinosauria, en plan: ‘Señora, ya no se dice mogollón’. Pero ha sido muy interesante ver cómo yo ya soy de una generación muy lejana -soy mayor que las madres de algunas de las niñas-, pero al mismo tiempo hay muchas cosas que siguen igual. Las dudas, las fragilidades, el deseo de irse o de quedarse, el miedo, la confrontación con la generación previa. Ha sido muy interesante poner estas ideas en común con ellas y que se reapropiaran de los diálogos. Ha sido muy guay.
Teníamos un guión muy escrito, pero no se lo dimos hasta dos semanas antes del rodaje. Lo que hicimos fue ensayar mucho. Fue pasar muchísimo tiempo juntas. Trabajé mucho con Violeta Gil que es una poeta, y que no es una coach al uso, para nada, y que tiene una compañía de teatro que se llama La Tristura. Trabajamos mucho el estar juntas comiendo, jugando -literalmente-, bailando, viendo pelis -que no habían visto pelis, las niñas-, es que es fuerte. Para ellas ver pelis es ver series en Netflix, que no lo estoy criticando, pero enfrentarse a un formato de hora y media sin mirar el móvil… ellas no están en eso, están en otra. De pasar tanto tiempo juntas, el guión se iba retroalimentando. El rodaje fue bastante al uso y la cámara iba libremente. Pero eso no hubiera sido posible sin ese trabajo previo de generar un grupo de verdad -ahora son amigas- y generar esa complicidad que se ve en una mirada o una sonrisa y que el mejor guión del mundo no te escribe.
Elena López Riera es una anomalía dentro del cine español. Incluso dentro del cine de autor. Nacida en Oriehuela en 1982, Riera formó el colectivo artístico Lacasinegra, un proyecto nacido "por y desde una profunda consciencia colectiva", también ha sido programadora de festivales como el Cinema Jove de Valencia y, con su primer corto, Pueblo (2015), participó en la Quincena de Realizadores de Cannes. Con el corto documental 'Las vísceras' (2016) participó en la sección de talentos del mañana de Locarno, para conseguir el Pardino de Oro del festival suizo con su siguiente trabajo, 'Los que desean' (2018), un documental sobre una carrera típica de Orihuela en la que palomas macho compiten por emparejarse durante el mayor tiempo posible con una paloma hembra.
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