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Si crees que quieres tener el mismo trabajo y pareja para toda la vida, quizá te equivocas
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'TRINCHERA CULTURAL'

Si crees que quieres tener el mismo trabajo y pareja para toda la vida, quizá te equivocas

Como alguien que ha pasado más de diez años en el mismo trabajo y con la misma persona, no creo que haya mérito en ello ni nada que envidiar: solo nos fascina la longevidad

Foto: No nos gusta Alcaraz porque sea joven, sino porque aún puede ser eterno. (Reuters/Shannon Stapleton)
No nos gusta Alcaraz porque sea joven, sino porque aún puede ser eterno. (Reuters/Shannon Stapleton)

La muerte de la reina Isabel II ha producido un pequeño malestar, incluso entre aquellos que detestan la monarquía. Una inquietud semejante a la de recordar que un día se apagará el Sol, que no hay nada eterno ni sagrado. Todas las lágrimas de cocodrilo de sus compatriotas terminan en la misma fuente, la del reconocimiento de su longevidad. Pero no por ella, sino por ellos. La reina era su constante en un mundo en el que todo cambia. Quizá los que hacen horas y horas de cola para despedirse de ella solo quieren su trocito de certidumbre.

La longevidad no es ni buena ni mala, pero hoy la sentimos como positiva aunque el personaje finado nos repugne. En un momento en el que los aparatos electrónicos tienen fecha de caducidad, las relaciones personales están expuestas al peligro de la extinción súbita y apenas podemos confiar en las relaciones de causa y efecto entre nuestro esfuerzo y sus resultados, la longevidad nos recuerda que aún quedan constantes.

Alcaraz nos gusta no porque sea joven, sino porque es tan joven que puede ser eterno

Los ensayos publicados hace veinte, diez o cinco años, los de Bauman, nos recordaban que vivimos obsesionados por la novedad, por el cambio, por la adrenalina de la velocidad. Ya no es así. Cada vez más se percibe la búsqueda de lo eterno en un mundo líquido, de las cosas que permanecen mientras todo cambia. Incluso se revalorizan instituciones hace no tanto criticadas como la Iglesia por su mera capacidad de permanencia. Alcaraz nos gusta no porque sea joven, sino porque es tan joven que aún puede aspirar a la eternidad. No como nosotros, que hace tiempo que ya nos dimos cuenta de que no pasaríamos a la historia.

Vivimos cada vez más obsesionados por lo permanente pero somos incapaces de sacudirnos la angustia que nos supone enfrentarnos ante una vida igual para el resto de nuestros días. El mismo trabajo para toda la vida y las parejas de larga duración dan cierta envidia, pero quizá no los querríamos para nosotros. En el fondo, todos seguimos siendo adictos al cambio aunque digamos que nos guste lo eterno; siempre nos paramos a mitad de camino, cansados de perseguir ese horizonte que no vamos a alcanzar. Hacen falta muchos sacrificios para alcanzar la eternidad y quizá por eso preferimos que los realicen los demás.

placeholder La reina, antes de la semana pasada. (EFE/Will Oliver)
La reina, antes de la semana pasada. (EFE/Will Oliver)

Las sociedades siempre oscilan entre polos opuestos. Cuando hemos tenido demasiado de una cosa, buscamos la contraria, tal vez sin detenernos en el punto intermedio. Como una persona que ha pasado más de diez años en el mismo puesto de trabajo y con la misma pareja, contemplo con sorpresa aunque comprensión esas felicitaciones por no haber cambiado muchas cosas en mi vida. Quizá porque no veo nada meritorio ni intrínsecamente valioso, sino más bien una muestra de mi conservadurismo, de mi incapacidad para tomar decisiones.

Pienso que en realidad lo que echamos de menos es no tener que elegir, no tener que someternos a la responsabilidad de tomar decisiones ni enfrentarnos a las consecuencias de nuestros actos. Idealizamos ese mundo que era finito, no como la vasta infinitud moderna en la que podemos hacer cualquier cosa (y no hacemos nada). Un mundo estrecho en el que uno no podía equivocarse, sino simplemente aguantar con lo que tenía. Nos gustan las cosas eternas porque nos vienen dadas, porque siempre han estado ahí y nadie las pone en duda, porque no podemos fallar.

Respetamos todo lo que ha estado ahí porque no nos ha obligado a elegir

Este anhelo de las cosas que duran se encuentra en el retorno a las raíces, en la nostalgia por el pasado que es cada vez más común, en esa necesidad de encontrar algo que esté fijo en un mundo que no deja de moverse. Como me contaba el otro día la escritora Violeta Serrano, autora de 'Flores en la basura', hay un momento (en su caso, a los 33), en los que las raíces empiezan a llamarte. Pero le dije que yo soy de Móstoles, de Madrid, así que no tengo muchas raíces a las que volver. Ser de ciudad es ser un poco desclasado, porque parece que las ciudades son temporales y el pueblo, eterno. Como la familia.

El giro reaccionario

En esta búsqueda de lo inmutable hay algo conservador, incluso aunque este anhelo esté muy presente entre personas progresistas. Lo resumía muy bien la escritora Sara Mesa en una reciente entrevista con 'El País', en la que señalaba que había algo reaccionario en "la sentimentalización de lo doméstico y la reivindicación de las raíces". La familia, recordaba, no es ni buena ni mala de por sí porque hay familias buenas y malas. Ha sido su condición de institución eterna, impuesta, lo que le ha dado su reciente buena reputación. Quizá estemos sobrevalorando lo eterno.

placeholder La escritora Sara Mesa. (EFE/Pedro Puente Hoyos)
La escritora Sara Mesa. (EFE/Pedro Puente Hoyos)

Mesa suena hoy rompedora porque va en contra de esa tendencia a defender lo familiar, lo doméstico y las raíces como la aspiración que debemos seguir en un mundo lleno de cambios. En la entrevista, la escritora reproducía otra frase en la que no he podido dejar de pensar desde que la escuché: "Crecer es irte desprendiendo de capas de ti mismo, capas que has creado para complacer a los demás y que han hecho que olvides quién eres en realidad". La familia es una amenaza constante para el yo íntimo, prosigue, porque volver a encontrarse una vez te has perdido, cuesta mucho.

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Sin embargo, la familia, como la reina de Inglaterra, es otra de esas cosas que vienen dadas, que no hemos decidido, que no nos han supuesto ninguna elección. Anhelamos todo eso que ha estado siempre ahí porque no nos hemos tenido que plantear su existencia, y la desaparición de las certidumbres nos pone nerviosos. Nos estamos colocando cada vez más capas (la familia, sí, pero el pueblo, las raíces, la nación, el trabajo, la vocación) para intentar explicarnos quiénes somos, quizá porque lo más difícil es no tener ninguna capa, no ser nadie más que nosotros mismos. En realidad, hay un momento en que uno descubre que da igual que lleve diez años en el mismo trabajo y con la misma persona, porque las certidumbres se acaban, pero lo eterno también.

La muerte de la reina Isabel II ha producido un pequeño malestar, incluso entre aquellos que detestan la monarquía. Una inquietud semejante a la de recordar que un día se apagará el Sol, que no hay nada eterno ni sagrado. Todas las lágrimas de cocodrilo de sus compatriotas terminan en la misma fuente, la del reconocimiento de su longevidad. Pero no por ella, sino por ellos. La reina era su constante en un mundo en el que todo cambia. Quizá los que hacen horas y horas de cola para despedirse de ella solo quieren su trocito de certidumbre.

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