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Javier Marías y su tiempo: no veremos otra generación de intelectuales españoles así
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Javier Marías y su tiempo: no veremos otra generación de intelectuales españoles así

Fue la primera nítidamente moderna, que interiorizó lo que significaba formar parte de una cultura democrática en un país próspero. Y, al mismo tiempo, fue la última en tener un éxito arrollador

Foto: Javier Marías. (EFE/Kiko Huesca)
Javier Marías. (EFE/Kiko Huesca)

Javier Marías (Madrid, 1951-2022) ha sido un escritor único y, al mismo tiempo, la encarnación perfecta de un momento peculiar en la cultura y la historia de España. Como sus compañeros de generación —la comprendida, de manera algo esquemática, entre Félix de Azúa (nacido en 1944) y Almudena Grandes (nacida en 1960)—, Marías conoció perfectamente el autoritarismo del Gobierno y la sociedad franquistas, pero desarrolló la mayor parte de su carrera en la más absoluta libertad. Como muchos de sus compañeros, tuvo la misión implícita de, a la vez que construía su obra personal, contribuir a la modernidad española y convertir su cultura en una cultura democrática europea más. Fue cosmopolita: un anglófilo, cuando muchos de sus contemporáneos seguían siendo esencialmente francófilos.

Al menos en sus primeros libros, y frente a la popularidad de escritores como Camilo José Cela o Francisco Umbral, que continuaron con la tradición literaria española, él hizo deliberadamente una literatura ajena a todo casticismo. Sus personajes llevaban gafas de sol, eran adúlteros, hablaban con una voz extrañamente sofisticada y se movían por Madrid con la misma naturalidad con que lo hacían por la Universidad de Oxford o por discotecas cutres en las que ligar. Llenó su obra literaria y sus artículos de cultura pop, sobre todo de cine clásico estadounidense; junto con Manuel Vázquez Montalbán, convirtió el fútbol en un tema legítimo para los escritores de izquierdas.

Foto: Javier Marías. (CBA)

Además de todo lo anterior, al igual que Eduardo Mendoza, Antonio Muñoz Molina, Enrique Vila-Matas, Fernando Savater, en el plano de la filosofía, o los ya mencionados Grandes y Vázquez Montalbán, Marías fue muy popular. Vendía muchos libros —más de dos millones de ejemplares de su novela más exitosa, 'Corazón tan blanco'— que se traducían a numerosas lenguas extranjeras y recibía premios internacionales; las editoriales se lo diputaban y era una voz constante en la vida pública española que opinaba sobre casi todo lo imaginable.

Formaba parte de la que probablemente será la última generación de intelectuales españoles, formados en la literatura y convertidos en opinadores respetados, que han obtenido un reconocimiento prácticamente universal, que va más allá de las opiniones políticas de sus lectores, con el apoyo del gran grupo mediático español, Prisa, y la capacidad de ser un escritor profesional sin necesidad de someterse a tediosos trabajos alimenticios.

Foto: El escritor Javier Marías, en 2015. (EFE/J.P. Gandul)

Esa generación fue la primera nítidamente moderna, que interiorizó de manera plena lo que significaba formar parte de una cultura democrática en un país próspero. Y, al mismo tiempo, fue la última en tener un éxito arrollador. No porque las siguientes sean peores. Sino porque la sociedad, no siempre por malas razones, ha decidido dejar de prestar tanta atención a los escritores de literatura.

Un universo único

Marías, gracias a su talento excepcional y unas cuantas novelas brillantes —quizá 'Todas las almas', 'Corazón tan blanco', 'Negra espalda del tiempo' y 'Tu rostro mañana' sean las mejores—, destacó en muchos sentidos dentro de esa generación que fue singular, también, en muchos sentidos. Tenía un universo único que transmitía a sus lectores: muchos conocimos el 'Tristam Shandy' gracias a su traducción; sin duda habríamos llegado igualmente a Joseph Conrad o Henry James, pero fue él quien hablaba de ellos en sus artículos con una enorme naturalidad, como si todos perteneciéramos a una misma tradición global dominada, eso sí, por la lengua inglesa.

Era un representante de la alta cultura, pero su mundo estaba lleno de espías y vaqueros. Su coquetería intelectual era extraordinaria: en una ocasión, cuando yo trabajaba en una revista cultural, me escribió un fax para agradecerme que siempre publicáramos reseñas positivas de sus novelas, pero también para regañarme porque nunca reseñábamos sus libros menos importantes, como las recopilaciones de artículos o de cuentos. Él se tomaba muy en serio la crítica, porque durante buena parte de su vida activa esta siguió siendo decisiva para la carrera de un escritor, y, sin embargo, era reacio a dejarse apoyar por el Estado y por su red de premios y favores. Había algo en el viejo mundo de las relaciones editoriales y periodísticas —las cartas, los enfrentamientos, las presentaciones, los apoyos, la relación con los premios y los jurados— que en su caso parecía encarnar una forma de vida basada en la literatura.

Su posición frente a las disputas políticas siempre fue de carácter moral, como si estas trataran solamente de distinguir el bien del mal

Pero en España eso requiere, también, los pronunciamientos públicos. Él mismo señaló que su implicación en la vida política española no era más que una continuación de la tradición un tanto anómala de escritores convertidos no solo en columnistas, sino en intelectuales. Su posición frente a las disputas políticas siempre fue de carácter moral, como si estas trataran solamente de distinguir el bien del mal. Y en los últimos años, como tantos miembros de su generación —o tal vez sea algo ineludible que se repite en todas las generaciones—, convirtió su desdén por el mundo moderno, lo que él consideraba la creciente estupidez de los políticos, la pérdida de calidad de las artes y la decadencia social inducida por la tecnología, en tema central de su participación pública.

Foto: El escritor y miembro de la Real Academia Española Javier Marías. (EFE) Opinión
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Alberto Olmos

Seguía siendo un columnista vibrante, con un extraño tono conversacional, que sentía un raro placer en provocar aparentemente sin querer y que disfrutaba estar en el centro de las polémicas, aunque asegurara que eso no iba con él. Sin embargo, los jóvenes harían mal en verle solo como un gruñón mal adaptado a la nueva realidad social: Marías era un escritor extraordinario, con un universo único, cuyas novelas, o al menos las que escribió en su mejor etapa, entre finales de los años ochenta y finales de los dos mil, merecen perdurar.

Javier Marías ocupará un espacio enorme dentro de un ámbito cada vez más pequeño: el de la cultura literaria española. También será un recordatorio de lo rara que ha sido la cultura española del último medio siglo: ese periodo de tiempo en el que fue libre, pujante, próspera, democrática, cosmopolita y estuvo dominada por una izquierda moderada, que al mismo tiempo podía identificarse nítidamente con un bando, pero cuyos lectores toleraban casi cualquier diferencia política. Marías ha sido un caso único y al mismo tiempo representativo, un escritor de rasgos clásicos que contribuyó a modernizar nuestra cultura y nuestro país. Es dudoso que se repita una figura así.

Javier Marías (Madrid, 1951-2022) ha sido un escritor único y, al mismo tiempo, la encarnación perfecta de un momento peculiar en la cultura y la historia de España. Como sus compañeros de generación —la comprendida, de manera algo esquemática, entre Félix de Azúa (nacido en 1944) y Almudena Grandes (nacida en 1960)—, Marías conoció perfectamente el autoritarismo del Gobierno y la sociedad franquistas, pero desarrolló la mayor parte de su carrera en la más absoluta libertad. Como muchos de sus compañeros, tuvo la misión implícita de, a la vez que construía su obra personal, contribuir a la modernidad española y convertir su cultura en una cultura democrática europea más. Fue cosmopolita: un anglófilo, cuando muchos de sus contemporáneos seguían siendo esencialmente francófilos.

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