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Si quieres salvar el planeta, tira a tus hijos a la basura
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'TRINCHERA CULTURAL'

Si quieres salvar el planeta, tira a tus hijos a la basura

Quienes apuestan por el antinatalismo parecen más orientados a salvaguardar sus caprichos individuales, antes que a una ética ecologista

Foto: Una madre con su bebé. (Unsplash/Ana Tablas)
Una madre con su bebé. (Unsplash/Ana Tablas)

Cuando era adolescente, corrían como la pólvora los chismes más crueles e hijoputas que a uno se le puedan pasar por la cabeza. En el instituto revoloteaban por el aire anécdotas infames cometidas por no se sabe quién. Retorcidos engaños, consumo de drogas, ETS, incluso duras violaciones y agresiones, eran la sal y la pimienta de las historias que más ojipláticos nos ponían capturando nuestra atención. Y, de entre todas ellas, la que más se me grabó fue la de una chica de quien decían se había ausentado del instituto durante meses por un embarazo. Luego, regresó, y ni comentario del crío. Según ella, la ausencia se debió a una mononucleosis grave que la mantuvo en cama. La bomba popular estaba servida. El rumor se hizo grande, como una bolsa de heces, concluyendo que la chavala había ido de fresca por la vida, de ahí lo de la mononucleosis, y se había quedado preñada para, tras el parto, atajar la responsabilidad del crío tirándolo a la basura.

Nunca deja de sorprenderme la inagotable capacidad humana para dar rienda suelta a su sadismo. No por la susodicha chica, sino por quien tuvo la originalidad, y la mala baba, de inventar y difundir semejante cabronada vil. Admito que, en su momento, con el sórdido y tierno cerebro de un adolescente, me creí totalmente la anécdota. Sentí por ella un asco indecible, una violenta repugnancia animal, ¡la segura convicción de que aquella chavala estaba maldecida por una mente superdiabólica! Ahora, con los años, uno entiende que la chica seguramente no estuvo preñada, o tendría un hijo y otra persona se haría cargo de él. Eso no significa, con todo, que dicha ficción no sea un discreto aperitivo de la realidad.

Foto: Foto: iStock.

Hace poco di con un video que me impactó. Una joven de 18 años en Nuevo México hacía, precisamente, lo que se le acusaba a la adolescente de mi relato. Tras haber dado a luz en un baño, la tipa agarró al bebé, lo metió en una bolsa de basura y lo tiró a un contenedor como si fuesen los restos de papel y condones de una noche que mejor borrar del mapa. La criatura debía seguir vestida de placenta cuando cayó en el colchón de ratas. Por suerte, estaba viva cuando la encontraron. Lo sorprendente es que ahora, sabiendo incluso a ciencia cierta que no se trata de un chisme, no me invade ese instinto homicida por la madre. Todavía hay un griterío subconsciente en mis entrañas diciéndome que la tipa es una malnacida-despreciable, prueba de que la castración química es plato necesario para según quién, pero ese vocerío se entierra en un coro de razonamiento. La susodicha Medea podría haber sufrido un brote esquizofrénico, haber sido objeto de una psicosis postparto brutal, o una depresión tan acusada que se vio poseída por el espíritu de la Llorona. Reducir los acontecimientos al asco y la condena automática no sirve para nada, salvo para la autosatisfacción.

Hace poco, María Paredes publicó en 'El Español' un reportaje sobre el movimiento 'Conceivable Future', en el que presentaba los testimonios de varios jóvenes que se niegan a tener hijos por el cambio climático. La mayoría alegaban no querer invocar de la inexistencia a un ser humano para condenarlo a vivir las crisis y calamidades reservadas para el futuro. Desertificación, pobreza energética, sed, hambre, epidemias, guerras, duchas de 1 minuto, apocalipsis nuclear, zombis, perros mutantes, colonizaciones alienígenas y payasos locos. Como digo, es alucinante la capacidad del ser humano para ser originalmente sádico, sobre todo consigo mismo. Lejos de la innegable realidad futura de algunas de estas mal llamadas paranoias, los altavoces populares emitieron sus dictados en las distintas redes. Los protas de la película eran vapuleados gratuitamente, agradeciendo algunos perfiles el darwinismo social eficaz que había detrás de evitar la reproducción de estos 'tontos con balcones al exterior' o 'débiles', al tiempo que otros se peguntaban si no era mejor dejar el futuro en manos de la 'invasión mora'. Canelita en rama.

Todos ellos, presos como lo estaba yo en mi adolescencia de una sensiblería pueril, se lanzaron a vomitar ácido en las bocas de estos ecoamigables-antinatalistas a los que hay que prestar atención, más que por sus tesis, por las razones que las originan. ¿Cómo estará el patio mental para que la gente justifique no tener hijos por el malestar al que se enfrentarán las criaturas? De toda la vida han existido los solterones crónicos que no encontraban pareja ni con brújula, empujándolos a una involuntaria falta de descendencia, así como todas las personas que, por motivos personales, ya fuesen traumas o una situación económico social particular, se han visto relegadas a la condición de deshijados. Pero la aparición de movimientos como los 'Conceivable Future', o el 'Movimiento por la extinción humana voluntaria' (el nombre habla por sí solo), seguidores de las tesis de David Benatar y su obra 'Mejor nunca haber sido: el daño de venir a la existencia', confirman que los cambios sufridos en el sistema son agresivos hasta el punto de contradecir lo que, 'a priori', es parte esencial de la condición de especie; su reproducción. Todo sea dicho, suerte de ellos que la cópula no va de la mano de traer churumbeles, porque si no me parece que su compromiso por el planeta se vería mutilado a la velocidad con que se calzan los preservativos.

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El momento actual, lo sabemos, no invita precisamente al optimismo. Traer vida al estercolero de ansiedad, soledad hiperconectada, desarticulación del estado del bienestar y tantas otras cosas, suena a un gesto de mucha ecpatía y egoísmo. Pero no era una experiencia distinta la que se vivía a principios de los sesenta, cuando 'el reloj del fin del mundo' decía estar más cerca que nunca del apocalipsis y, aun así, ahí tenemos el 'baby boom'. Las razones, por tanto, parecen ir en direcciones menos contemplativas de la coyuntura del planeta, y más en hechos individuales. Nadie tira a su hijo a la basura porque crea que, en el futuro, su vida va a estar domesticada por altas temperaturas y circunstancias complicadas, pero sí porque no le va a poder dar ningún futuro, porque no va a haber trabajo para tener comida en la nevera, ni una pareja estable, ni billetes para pagar pañales o medicinas, ni tantas otras cosas. Eso, en el caso extremo del abandono.

Volviendo a nuestros antinatalistas, seguro que no son pocos los que no desean sacrificar su privacidad, los que anteponen sus carreras, los que no asumen responsabilizarse de nada que no sean ellos mismos y, más que nada, enfrentarse a la mutilación de la sacrosanta libertad de elección que tanto define espiritualmente a millennials y posteriores. Los que, en definitiva, defienden que más vale tener una mascota que un niño.

Una persona comprometida con la salvación del planeta debería, precisamente, pensar en tener un hijo educado en esa salvación

Pero, pensémoslo, una persona comprometida con la salvación del planeta debería, precisamente, pensar en tener un hijo educado en esa salvación. Bien, tal vez el vástago se rebele, y acabe fumándose paquete y medio de Pall Mall al día, tirando las colillas en estanques e inodoros, poniendo la calefacción a 30 grados en invierno, y a 21 en verano, y comprándose un puto Hummer H3. Pero, generalizando, los hijos de ecologistas suelen caer cerca de la rama que los crio. El planeta no se salvará porque haya menos nacimientos, sino porque quienes nazcan estén comprometidos con su salvación. Si quienes apuestan por evitar el declive de la humanidad se resignan en no educar a una prole menos acelerada y consumista, menos caprichosa de sus deseos individuales, entonces liberan el campo de batalla a la victoria de quienes, sudando pollas de toda salvación, paren camadas de eficaces verdugos para nuestro mundo en descomposición. Evitando moralinas sobre si la humanidad debe sobrevivir más de otro par de generaciones, siendo el objetivo salvar los muebles, los que desean proteger el planeta con su antinatalismo deberían repensar su estrategia.

Al menos en Occidente, la eugenésica verdad es que, de querer atajar el problema de la superpoblación, antes deberíamos matar viejos, que no tener niños. Porque lo que hacemos en exceso, es vivir. Pero no seré yo quien ponga en la picota a mis queridos, ni a los de otros. Tampoco quien se niegue, algún día, a ver corretear a un pequeño enano borracho parecido a mí por el salón. Lo único que tengo claro es que, viendo a los antinatalistas como mamarrachos inútiles, se consigue tan poco como acusando a los natalistas de mefistofélicos asesinos del planeta. Que digo yo que un punto medio ha de haber. O, si no, pues mira, como decía Extremoduro: "Iros todos a tomar por culo".

Cuando era adolescente, corrían como la pólvora los chismes más crueles e hijoputas que a uno se le puedan pasar por la cabeza. En el instituto revoloteaban por el aire anécdotas infames cometidas por no se sabe quién. Retorcidos engaños, consumo de drogas, ETS, incluso duras violaciones y agresiones, eran la sal y la pimienta de las historias que más ojipláticos nos ponían capturando nuestra atención. Y, de entre todas ellas, la que más se me grabó fue la de una chica de quien decían se había ausentado del instituto durante meses por un embarazo. Luego, regresó, y ni comentario del crío. Según ella, la ausencia se debió a una mononucleosis grave que la mantuvo en cama. La bomba popular estaba servida. El rumor se hizo grande, como una bolsa de heces, concluyendo que la chavala había ido de fresca por la vida, de ahí lo de la mononucleosis, y se había quedado preñada para, tras el parto, atajar la responsabilidad del crío tirándolo a la basura.

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