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El miedo campa a sus anchas en el metro de Madrid cada verano
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'TRINCHERA CULTURAL'

El miedo campa a sus anchas en el metro de Madrid cada verano

El transporte público es uno de esos lugares donde aún estamos obligados a encontrarnos con los demás, donde nos preguntamos sobre sus vidas (que también son las nuestras)

Foto: Metro estación del arte. (EFE/Zipi)
Metro estación del arte. (EFE/Zipi)

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Un hombre, mayor pero no anciano, porque ya no existen los ancianos, sino solo los hombres mayores, se sienta a mi lado y me pregunta si tengo alguna verruga. Que si tengo o que si quiero: alguna debo de tener, pero no le voy a contar mis intimidades cutáneas a ese desconocido. Sospecho que lo que le preocupa es su propia piel o la de algún ser querido. ¿Tal vez su mujer? Me interroga en un banco en el andén del metro de Oporto sobre las verrugas, sobre la posibilidad de eliminarlas, sobre su frecuencia, sobre si son mortales o no y tampoco tengo respuestas, pero sí sospechas y alguna palabra bienintencionada. No es para tanto, se puede operar, nadie se muere (¿es verdad? No lo sé).

Mi sospecha es que si alguien necesita sentarse en un banco a mi lado a mediados de agosto es porque sufre alguna clase de miedo y soledad, esa que te empuja a hablar con un extraño porque no hay conocidos a quien consultar. Tras varios minutos eternos en la conversación más larga sobre verrugas que tendré en mi vida, solo sé que lo que mi interlocutor tiene es miedo. Por él, por su mujer, por su hija, pero tiene miedo. Pero como el miedo es un tabú, me pregunta a mí por las verrugas.

En el metro uno se pregunta por los demás, que es mejor que hacerlo sobre sí mismo

El metro es uno de los pocos lugares que quedan en el mundo donde uno puede reconfortar a un desconocido. Especialmente si está vacío, como el de Madrid en agosto: ahí uno no puede ocultarse en la muchedumbre. El metro de Madrid en agosto es también como la muerte. Uno puede ir acompañado toda su vida, pero nace y muere solo y viaja solo en el metro de Madrid en verano. Es un lugar maravilloso y terrible al mismo tiempo. Cruzarse la ciudad entera desde un extremo a otro para ver a alguien es uno de los últimos actos heroicos que quedan, así que gracias.

Es un limbo del anonimato, un espacio liminal donde uno tiene que juntarse a la fuerza con quien no es como él, y tal vez preguntarse por sus miedos. En los espacios de frontera, como el metro en verano, uno se interroga acerca de los demás, que es mejor que hacerlo sobre uno mismo.

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La anciana de la FFP2, esta sí, hace aspavientos mientras señala al asiento de enfrente. Un chaval, un niño corpulento que mide más de metro ochenta, ha abandonado su bicicleta en uno de los espacios reservados y se ha sentado delante de la anciana de la FFP2, colocando la bolsa gigante de Glovo entre las piernas. "Estamos en el metro, así que usted tiene que llevar mascarilla porque nos está poniendo en riesgo a todos y nos vamos a poner malos porque las reglas en el metro es que hay que llevar mascarilla y usted no la lleva y están subiendo los casos y…". En este caso, el miedo es el de la mujer de la FFP2, menuda, probablemente demasiado consciente de su fragilidad. Miedo a morir, miedo a las UCI, probablemente el miedo a sufrir, un miedo que lleva arrastrando dos años.

placeholder Lo ha adivinado, es el pintor Antonio López. (Reuters/Juan Medina)
Lo ha adivinado, es el pintor Antonio López. (Reuters/Juan Medina)

Un miedo con el que resulta fácil simpatizar, aunque uno mantenga una actitud relajada ante las mascarillas, así que arrugo el ceño y miro al niño con severidad. Solo hace falta dejar que los segundos pasen para replantearse sus afinidades. A medida que la mujer de la FFP2 prosigue con su frase inacabable, ahora una filípica que ni Cicerón, el niño se va hundiendo en su asiento mientras hace pucheros y se echa a llorar. Es evidente que, por mucho que quisiera, no iba a ponerse la mascarilla. No lleva ninguna encima, y lo único que le faltaba a las nueve de la mañana de un día de agosto era convertirse en el villano del vagón.

Así que uno empieza a preguntarse por los miedos de ese niño gigantesco. Quizá lleva trabajando toda la noche y está en su último turno, quizá acaba de empezar, tal vez está harto de todo. He visto a los repartidores de Glovo descansar bajo el trozo de sombra que arroja el balcón de mi casa entre entrega y entrega, como lagartos a la sombra. Lo que seguro tiene es miedo, a que la agotadora mujer de la FFP2 llame a seguridad y le expulsen y no llegue a su destino; tal vez tenga miedo a que le despidan o, algo peor, que no lo hagan y tenga que seguir trabajando ahí toda su vida.

No hay nada como tener delante a una persona llorando o riendo para llorar o reír

Cada uno tiene su propia forma de miedo. La primera, a que su vida termine, el segundo, a que su vida no empiece nunca. Ya no hay una víctima y un verdugo, sino simplemente, dos personas exhibiendo sus miedos ante la mirada ociosa de los viajeros del metro.

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Una chica se está haciendo selfis en el banco del metro. Sube el brazo derecho y centra la cámara para que el encuadre comience su boca y termine en sus sandalias, sonríe, aprieta y envía. Quien esté recibiendo las fotos debe de ser afortunado. Me pregunto si podría ser yo, si de hecho soy yo. Parece contenta, y algo borracha, la antesala del vértigo del día siguiente. Todo sábado por la noche tiene su domingo por la mañana, pero hoy es jueves por la noche, así que puede esperar. Pero al menos se lo está pasando bien ahora, lo cual es mejor que no pasárselo bien nunca.

placeholder No es el metro de Madrid, pero también es un circo. (Reuters/Paul Hackett)
No es el metro de Madrid, pero también es un circo. (Reuters/Paul Hackett)

Hay una red que nos une a todos, al hombre de las verrugas, a la mujer de la FFP2, al niño grande que te llevará esta noche la cena a casa, a la chica de los selfis y a mí. Ya no es solo la de tener que compartir el mismo espacio físico, la de conocer a quien no debería conocerse, ni siquiera la del miedo que asoma bajo rostros caras, sino la de estar sometidos, por una vez, a la mirada de los desconocidos. A su compasión, a su odio y, finalmente, a su empatía. No hay nada como tener delante a una persona llorando o riendo para ponerse a llorar o reír.

La mujer ha dejado de echar la bronca al niño grande y, de hecho, le mira con cierta ternura. Su filípica ha concluido y quizá esté empezando a pensar que le da igual que el niño no lleve mascarilla, que le da igual incluso sufrir y morirse porque lo que quiere es que ese niño grande que podría ser su nieto deje de llorar. La chica ha dejado de hacerse selfis y se baja en La Latina, quizá a encontrarse con la persona a la que se los mandaba, quizá a reencontrarse con sus propios miedos, seguramente ambas cosas.

La solidaridad hacia los demás suena muy bonita en una columna dominical

¿Y el hombre de la verruga? Después de unos cuantos minutos intentando tranquilizarle, le pregunto directamente, buen samaritano: ¿tiene usted una verruga que le preocupa? ¿Su mujer? ¿Tiene miedo? No, no, no, me responde. Es que he visto a una señora a la entrada del metro con una verruga y he pensado qué fea, la pobre, tener una verruga. Y yo no tengo verrugas, así que no sé qué es eso y quería informarme. Bueno, ya llega el metro, hasta luego.

Y se mete en el vagón, donde se sienta al lado de otro viajero, seguramente para hablarle de verrugas, o quizá de ese chaval tan raro con el que acaba de hablar y que tiene un lunar en la mejilla. "¿Qué sabe usted de lunares?". Y yo me meto en el de al lado, rompiendo para siempre esa estúpida solidaridad paternalista que había desarrollado en un ansia de proteger al desconocido, de restablecer lazos sociales rotos con las personas que no son como nosotros, toda esa teoría que tan bien suena en estos artículos dominicales. Y me pregunto si no nos quedamos todos solos con nuestros miedos, sí, que son los que proyectamos en los demás, más fáciles de afrontar que los nuestros propios.

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Un hombre, mayor pero no anciano, porque ya no existen los ancianos, sino solo los hombres mayores, se sienta a mi lado y me pregunta si tengo alguna verruga. Que si tengo o que si quiero: alguna debo de tener, pero no le voy a contar mis intimidades cutáneas a ese desconocido. Sospecho que lo que le preocupa es su propia piel o la de algún ser querido. ¿Tal vez su mujer? Me interroga en un banco en el andén del metro de Oporto sobre las verrugas, sobre la posibilidad de eliminarlas, sobre su frecuencia, sobre si son mortales o no y tampoco tengo respuestas, pero sí sospechas y alguna palabra bienintencionada. No es para tanto, se puede operar, nadie se muere (¿es verdad? No lo sé).

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