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Insúltame, por favor, es terrible vivir en un mundo en el que todos somos buenos
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'TRINCHERA CULTURAL'

Insúltame, por favor, es terrible vivir en un mundo en el que todos somos buenos

Hoy hemos convertido la bondad y el altruismo en otra herramienta más para conseguir notoriedad. Ya no nos importan los demás, solo nos importamos nosotros

Foto: Braden Wallake, CEO de Hypersocial. (LinkedIn)
Braden Wallake, CEO de Hypersocial. (LinkedIn)

Imagínese que le ponen de patas en la calle y que acto seguido el CEO de su exempresa sube un 'selfie' de su cara compungida a LinkedIn. Imagínese que, además del cuadro lastimero, pobre de mí, añade un sentido texto confesional. "He tenido que echar a unos cuantos empleados. Otros han echado a gente, pero es por la economía. ¿Ellos? Es por mi culpa". Como el "Yo confieso": por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Solo que ahora el confesionario es una red social de 'networking' y la expiación, unos cuantos 'likes'.

Hemos conseguido que todo gire alrededor de nuestro ombligo, que cualquier acontecimiento sea susceptible de convertirse en material de 'engagement' en redes, que todo sirva a nuestro propósito. ¿Que se muere un famoso? Lamentarás su muerte y recordarás aquel día que te lo cruzaste en un restaurante en el que, por cierto, se come muy bien, no dejen de acudir. ¿Que despides a tus empleados? Lo convertirás en un monumento a tu ultrasensibilidad. El colmo de la desfachatez es hacer algo inmoral, reprobable o al menos vergonzoso y convertirlo en material de autopromoción. Porque a Braden Wallake, CEO de Hypersocial, le dan igual sus trabajadores. Lo que le importa es él mismo. No importan los hechos, importa lo que nos hacen sentir y cómo podemos convertirlos en una narrativa favorecedora.

Ser majo es lo que se lleva hoy, como antes las fotos a platos de comida

Al mismo tiempo, todos somos un poco Braden Wallake, buscando a nuestro alrededor imágenes, historias y excusas que nos hagan parecer mejores, más guapos, y sobre todo mejores. Vivimos en la era del exhibicionismo moral, del plañiderismo en redes, del exhibicionismo de nuestras supuestas virtudes. Me pregunto si esto no ha renacido gracias al eterno buenrollismo de TikTok, esa red social que es como el paraíso: la gente baila bien, la gente es guapa, la gente tiene talento, la gente hace cosas increíbles, la gente ayuda a los demás, la gente es, en definitiva, maravillosa. Esa gente que en Facebook era fea, tonta o aburrida, en TikTok de repente es perfecta.

TikTok es como uno de esos pueblos idílicos de los Estados Unidos profundos donde se come tarta de manzana y todo el mundo se lleva bien hasta que el espejismo se desvanece: TikTok es Twin Peaks. Quizá debajo de todo ese buen rollo aparente no haya más que autopromoción y egoísmo. Si internet oscila continuamente entre ciclos de odio y amor, de troleo y comunitarismo, hoy nos encontramos en el nuevo verano del amor. Lo que ocurre es que, insultándonos o siendo la mejor persona del mundo, hay algo que nunca falla: la necesidad de conseguir 'engagement', de hacer lo que haga falta para que todo el mundo hable de nosotros.

Hoy todo el mundo es majo, pero porque ser majo es lo que se lleva, como en su día las fotografías a platos de comida, los pies en la playa o las capturas de libros. Mejor eso que ser un gilipollas, claro, pero al menos a los gilipollas se les ve venir de lejos.

Otro ejemplo. A Harrison Pawluk, un popular 'tiktoker' australiano, le dio por acercarse a desconocidas para regalarles ramos de flores mientras alguien le grababa. "Actos de generosidad al azar", lo llama. Le iba bien hasta que una de ellas lo denunció públicamente por sentirse utilizada y deshumanizada. No le había pedido permiso, claro: el ramo de flores se lo quedó ella, pero el regalo realmente era para él. La bondad ya solo sirve para viralizarse. Nadie le da a nadie lo que necesita o quiere, porque el receptor no importa; importa quien hace el gesto altruista, importo yo. El resto del mundo es atrezo para nosotros mismos, un decorado para exhibir nuestras virtudes.

Supongo que alguien ahora mismo estará impartiendo un curso para aspirantes a 'influencers' en los que se les anima a buscar las formas más exhibicionistas de ser buenos. Yo también me he dado cuenta de cómo en uno de esos días en los que siento que nadie me hace caso, que ya no importo, busco algo tierno o entrañable para subir a Instagram y que los 'likes' refuercen mi autoestima. En mi caso, siempre hay una socorrida imagen del Héctor niño, con sus ricitos y su mirada aún no miope, que nunca falla. El mundo nos empuja a buscar esos trucos para resultar atractivos, para caer bien, para que nos hagan caso. Todos tenemos el nuestro, ¿cuál es el tuyo?

Los demás se han convertido en personajes secundarios de nuestras vidas

Mi ejemplo preferido de esa búsqueda infatigable de lo tierno es el perturbador monje budista viral de más de 100 años que su nieta sacó a pasear en TikTok. Es muy divertido comprobar cómo evoluciona la cuenta: 'selfies', 'selfies' un poco sensuales, fotografías de comida, primitos… Hasta que de repente aparece el misterioso abuelo y las visitas empiezan a dispararse. A partir de ese momento, la comida y las autofotos desaparecen y todo empieza a estar protagonizado por el demacrado budista, que dispara las visitas a la cuenta de la joven, hasta que el yayo muere y la muchacha retorna a su régimen habitual de 'selfies', con su previsible pérdida de popularidad. De más de medio millón de visitas a apenas 500.

El mundo a tu servicio

Hoy todo corre el riesgo de convertirse en un instrumento, incluso el altruismo, la ternura o los buenos sentimientos. Sobre todo, los demás, que ya no son el infierno, sino esos actores secundarios de nuestras vidas. Personas a las que hacer favores que no han pedido para poder ganar seguidores, como antiguamente el rico que donaba dinero a una ONG y lo promocionaba en la prensa para limpiar su imagen. Con la diferencia de que ahora ya no hace falta ser famoso, sino que cualquiera puede saltar a la fama siendo espectacularmente bueno: la red está llena de personas anónimas que se convirtieron en fenómenos virales gracias a sus exagerados actos de altruismo.

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Incluso en los casos más simpáticos, como el de aquella chica que se hacía amiga de un niño sordomudo, es inevitable hacerse ciertas preguntas: ¿habría sido tan viral si la protagonista hubiese sido feúcha, si hubiese tenido menos labia, si no hubiese gozado de ese desparpajo? En definitiva, ¿si no hubiese sido tan perfecto? Ni siquiera sus protagonistas podrían decir dónde empieza la sinceridad y comienza el egoísmo, hasta qué punto hemos interiorizado todos estos mecanismos para conseguir 'engagement' sin darnos cuenta. Hemos mercantilizado cualquier aspecto de nuestra vida, incluso la bondad.

Twitter está lleno de odio, bilis y maleducados, pero al menos es sincero. A estas alturas, quizá sea mejor admitir que todos somos peores personas de lo que querríamos admitir, que es más horrible un buen sentimiento fingido que uno inconfesable pero real. Que una vida en la que todo el mundo es bueno por interés es lo más parecido al infierno moral.

Imagínese que le ponen de patas en la calle y que acto seguido el CEO de su exempresa sube un 'selfie' de su cara compungida a LinkedIn. Imagínese que, además del cuadro lastimero, pobre de mí, añade un sentido texto confesional. "He tenido que echar a unos cuantos empleados. Otros han echado a gente, pero es por la economía. ¿Ellos? Es por mi culpa". Como el "Yo confieso": por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Solo que ahora el confesionario es una red social de 'networking' y la expiación, unos cuantos 'likes'.

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