La infamia de John Le Carré: así justificó a los tipos que quieren matar a Salman Rushdie
El fallecido creador de Smiley respondió a la fetua contra el autor de 'Los versos satánicos' asegurando que "no existe ley por la cual las grandes religiones puedan insultarse con impunidad"
"Comunico al orgulloso pueblo musulmán del mundo que el autor de
Tres décadas después, Hadi Matar apuñaló 10 veces al escritor para ejecutar la 'condena' dictada por aquel viejo y literatos de todo el mundo escenificaron su apoyo al escritor británico-estadounidense, tal y como hicieron en 1989, algunos incluso con excesivo ímpetu. Christopher Hitchens recuerda en
Le Carré, el gran Le Carré, el hombre que fijó la Guerra Fría en nuestra imaginación, decidió intervenir así cuando la vida de Salman Rushdie cambió para siempre: "No creo que estemos autorizados a tratar de manera impertinente a las grandes religiones con impunidad". Y luego: "Una y otra vez ha estado en sus manos salvaguardar el prestigio de sus editores y, con dignidad, retirar su libro hasta que lleguen tiempos más tranquilos. Me parece que no tiene nada más que demostrar aparte de su propia insensibilidad". Y además: "¿Debemos creer que aquellos que escriben gran literatura tienen más derecho a la libertad de expresión que aquellos que escriben literatura barata? Ese elitismo no favorece la causa de Rushdie, sea lo que sea aquello en lo que se ha convertido esa causa". Por cierto, que este deplorable modelo argumentativo ha contado con otros perpetradores ilustres como el papa Francisco que, tras la matanza islamista de 'Charlie Hebdó', apostilló que la libertad de expresión tiene límites y que si alguien le mentaba a su madre, él le atizaba un puñetazo.
Salman Rushdie calló en 1989 pero, cuando en 1997 Le Carré se quejó en 'The Guardian' de haber sido injustamente tachado de antisemita por 'The New York Times', no pudo contenerse. Lo relata él mismo en
La refriega
"Sería más fácil solidarizarse con él", escribió en una carta al periódico, "si no hubiese estado tan dispuesto a sumarse a una anterior campaña de vilipendio contra un colega escritor. En 1989, durante los peores días del ataque islámico contra 'Los versos satánicos', Le Carré, muy ampulosamente, hizo causa común con mis agresores. Sería un detalle por su parte si admitiera que comprende el carácter de la Policía del Pensamiento ahora que, al menos en su opinión, es él quien está en la línea de fuego". El siempre irónico Rushdie cuenta en 'Joseph Anton' que Le Carré mordió el anzuelo de pleno. Para calibrar bien su repuesta, hay que recordar que en los años anteriores el traductor al japonés de 'Los versos satánicos' había sido asesinado, el traductor al italiano, apuñalado, y al editor noruego le pegaron tres tiros.
"La actitud de Rushdie respecto a la verdad es tan interesada como siempre", repuso un airado Le Carré. "Yo no me uní a sus agresores. Tampoco tomé el camino fácil de declararlo inmaculadamente inocente. Mi postura fue que no existe ley, ni en la vida ni en la naturaleza, por la cual las grandes religiones puedan insultarse con impunidad. Escribí que en ninguna sociedad existe un modelo absoluto de libertad de expresión. Escribí que la tolerancia no llega al mismo tiempo, y de la misma forma, a todas las religiones y culturas, y que también la sociedad cristiana, hasta muy recientemente, definió los límites a la libertad con relación a lo que era sagrado. Escribí, y volvería a escribir hoy, que en lo tocante a la posterior explotación de la obra de Rushdie en rústica, me preocupaba más la chica de Penguin Books a la que podían volarle las manos en la valija de la editorial que el cobro de derechos de Rushdie. Para entonces, cualquiera que deseara leer el libro tenía sobrado acceso a él. Mi intención no era justificar la persecución de Rushdie, cosa que, como cualquier persona decente, deploro, sino presentar un matiz menos arrogante, menos colonialista y menos moralista que el que percibíamos en la seguridad del bando de sus admiradores".
El turno de Rushdie llegó al día siguiente, también en primera plana de un 'The Guardian' encantado con la gresca: "John le Carré (...) afirma no haberse unido al ataque contra mí, pero también afirma que 'no existe ley, ni en la vida ni en la naturaleza, por la cual las grandes religiones puedan insultarse con impunidad'. Un somero análisis de esta altanera formulación revela que (1) adopta el argumento islámico radical reduccionista y zafio de que 'Los versos satánicos' no fue más que un 'insulto', y (2) sostiene que todo aquel a quien desagrade la gente islámica radical reduccionista y zafia pierde su derecho a una vida segura. (...) Dice que le interesa más salvaguardar al personal de una editorial que el cobro de mis derechos. Pero son precisamente esas personas, los editores de mi novela en unos treinta países, junto con los empleados en las librerías, quienes más apasionadamente han apoyado y defendido mi derecho a publicar. Es innoble por parte de Le Carré utilizarlos a ellos como argumento para la censura cuando ellos han salido en defensa de la libertad tan valerosamente. John le Carré tiene razón al decir que la libertad de expresión no es un absoluto. Tenemos las libertades por las que luchamos, y perdemos aquellas que no defendemos. Siempre había pensado que eso George Smiley lo sabía. Su creador parece haberlo olvidado".
Tenemos las libertades por las que luchamos, y perdemos aquellas que no defendemos. Siempre pensé que Smiley lo sabía
Fue entonces cuando el genial tocapelotas de Christopher Hitchens metió baza "sin haber sido invitado" y con "su habitual contención": "La conducta de John le Carré en sus páginas no podría parecerse más a la de un hombre que, tras orinar en su propio sombrero, se apresura a encasquetarse el rebosante 'chapeau' en la cabeza. En su día se mostraba evasivo y eufemístico ante la petición manifiesta de asesinato, a cambio de una recompensa, basándose en la idea de que los ayatolás también tenían sentimientos. Ahora nos dice que su mayor preocupación era la seguridad de las chicas en la valija. Para curarse en salud, contrapone arbitrariamente la seguridad de ellas y los derechos de Rushdie. ¿Podemos presuponer, pues, que él no habría planteado objeción alguna si 'Los versos satánicos' se hubiesen escrito y publicado gratuitamente y distribuido de balde desde puestos no atendidos por nadie? Eso al menos habría complacido a aquellos que parecen creer que la defensa de la libertad de expresión debería estar exenta de costes y de riesgos".
Le Carré se cabreó entonces de verdad, como muestra su siguiente misiva: "Cualquiera que haya leído las cartas de Salman Rushdie y Christopher Hitchens publicadas ayer quizá se pregunte en qué manos ha caído la gran causa de la libertad de expresión. Proceda del trono de Rushdie o de la alcantarilla de Hitchens, el mensaje es el mismo: 'Nuestra causa es absoluta, no admite disensión ni salvedad alguna; todo aquel que la ponga en tela de juicio es por definición una no persona zafia, ampulosa y semianalfabeta'. Rushdie se burla de mi lenguaje y pone por los suelos un discurso reflexivo y bien acogido que pronuncié ante la Asociación Anglo-Israelí, y que 'The Guardian' consideró oportuno publicar. Hitchens me retrata como un bufón que se vierte en la cabeza su propia orina. Dos ayatolás rabiosos no podrían haberlo hecho mejor. Pero ¿perdurará la amistad? Me asombra que Hitchens haya soportado durante tanto tiempo la autocanonización de Rushdie. Rushdie, por lo que alcanzo a deducir, no niega el hecho de que insultara a una gran religión. En lugar de eso me acusa —obsérvese su lenguaje absurdo para variar— de adoptar el argumento islámico radical reduccionista y zafio. No sabía que yo fuera tan listo. Lo que sí sé es que Rushdie se enfrentó a un enemigo conocido y luego, cuando este actuó como era propio de él, gritó 'falta'. El dolor que ha tenido que padecer es espantoso, pero no lo convierte en mártir, ni —por más que ese fuera su deseo— borra toda argumentación sobre las ambigüedades de su participación en su propia caída".
El dolor que Rushdie ha tenido que padecer es espantoso, pero no lo convierte en mártir
De perdidos al río, pensó Rushdie: "Es verdad que lo llamé ampuloso, epíteto que me pareció bastante suave dadas las circunstancias. 'Ignorante' y 'semianalfabeto' son orejas de burro que él se coloca hábilmente en su propia cabeza. (...) Esa costumbre que Le Carré tiene de concederse buenas reseñas ('discurso reflexivo y bien acogido') se debe a que..., en fin, alguien ha de escribirlas. (...) No es mi intención repetir una vez más mis numerosas explicaciones de 'Los versos satánicos', novela de la que sigo sintiéndome en extremo orgulloso. Novela, señor Le Carré, no pulla. Ya sabes lo que es una novela, ¿no, John?".
¿La causa de la hostilidad?
Algunos periodistas buscaron entonces la causa de la hostilidad en una remota reseña desfavorable de Rushdie sobre '
Finalmente, el mismo año de la publicación de sus memorias, los medios anunciaron la reconciliación entre ambos escritores, reconciliación que, bien leída, no parece gran cosa. No llegaron siquiera a encontrarse, pero Rushdie repitió en el festival literario de Cheltenham que admiraba a Le Carré, que '
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