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Por qué mis amigas feministas defienden el reguetón, pero abominan de Pajares y Esteso
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'TRINCHERA CULTURAL'

Por qué mis amigas feministas defienden el reguetón, pero abominan de Pajares y Esteso

Quien no sabe disfrutar de aquello que no lo representa, está inexorablemente condenado a padecer una temprana y duradera amargura

Foto: El cantante Daddy Yankee durante su gira 'La última vuelta'. (EFE/Álvaro Cabrera)
El cantante Daddy Yankee durante su gira 'La última vuelta'. (EFE/Álvaro Cabrera)

Más de una vez he interrogado a mis amigas abiertamente feministas por qué defienden el reguetón. Ellas, que escupen bilis nuclear sobre la cultura heteropatriarcal, las veo dominar el suelo pélvico, poniéndose de zumbada culera y media en las discotecas, con canciones iguales, o más machistas, de lo que suelen criticar. Su respuesta, en general, va desde la excusa de entender el reguetón como un movimiento musical en favor de una concupiscencia liberadora, en la que la mujer se empodera siendo dómina del deseo, hasta la más coherente asunción de que, simple y llanamente, aun sin estar de acuerdo, lo disfrutan. Desinhibidas en los oscuros recovecos de los guateques posmodernos, la melodía se apodera de ellas y las subordina con el poderoso látigo del ritmo… ¿Quién podría culparlas? A mí, con el tiempo, me ha acabado pasando igual.

Llegado el momento, inerme para luchar contra el reguetón, me sometí a él. Debo confesar que, desde entonces, vivo bastante mejor las veladas y sus metales nocturnos, que diría Umbral. Ahora me veo con más espíritu. Como rezaba Nietzsche; más sensible al sexto sentido de la armonía surgido con el baile. El contenido me sigue pareciendo sucio, hueco de originalidad y más basto que un bocadillo de escombros, pero cumple su cometido. Me entretiene. No son creaciones que vayan a definirme. Mi actitud vital no va a quedar condicionada por dejarlas participar de mi desmadre etílico. De ser así, hostia, menudo débil mental sería…

Foto: Cartel del Madrid Puro Reggaeton Festival. (Instagram)

Luego me da por defender cosas que esas mismas amigas evisceran con una saña digna de Natural Born Killers. Tonterías castizas como las películas de Paco Martínez Soria, Esteso y Pajares u Ozores. Producciones cinematográficas encomendadas al cachondeo más hipersexualizado, donde sus protagonistas masculinos son gordos, feos, rojos, escamosos y bigotudos, mientras las femeninas son sílfides divinas y elegantes. Féminas de capricho matinal y emoción de bragueta, salvo aquellas no destinadas a lo libidinal, que son igual de horripilantes. Ni que decir tiene que entiendo su reticencia. Son productos de otra época, de una mentalidad diametralmente distinta, que no casa en absoluto con sus idearios actualizados. Y, seguramente, por eso me resultan tan graciosas.

Porque su bestialismo es de lo más inocente, su humor llega incluso a ser tierno y su politización es siempre indirecta, representativa, más que activista. Todo es parte de un contexto en el que no cabía interrogarse con tanta efervescencia sobre las cuestiones que hoy nos bombardean cada día. Sin embargo, dichas amigas no dudan en definirlo como 'una mierda intolerable que debería prohibirse' o, en un tono menos censor, pero igual de ilustrativo, 'pura propaganda para que los machos se rían y reafirmen en su heteropatriarcado' (juro, por Jesulín y El Maligno, que son citas literales). En definitiva, argumentos para negarlas y marginarlas a la historia oscura de nuestra sociedad en progreso de inagotable mejora. Algo parecido a lo que hizo la escuela Tàber de Barcelona al retirar cuentos infantiles tan universales como Caperucita roja o La bella durmiente de la biblioteca del centro por su toxicidad sexista y discriminatoria.

Y he aquí que, en este último punto, confieso que hay algo que se me escapa… Si tan doctrinantes son esas vomitivas historias con las que se han criado generaciones enteras, ¿cómo puede ser que de ellas también hayan surgido quienes las cuestiones y las critiquen? ¿Quién ha tocado con tanta eficacia las sinfonías de su activismo como para quebrar esos muros de contención a la igualdad? Tal vez sea porque, ni esos muros son tan altos, ni enterrarlos eficaz. Porque negarlos es negar nuestro pasado. Cómo si las leyendas negras no hubiesen azuzado los fuegos de las revoluciones de las que hoy nos vanagloriamos. No lo olvidemos, frente a algo hay que rebelarse. Contra algo hay que luchar, siempre, como medio hacia la autoafirmación. Ya sea diciendo que una quiere ser guerrera en un mundo de princesas, o princesa en un mundo de guerreras, sin vedar ninguna de las dos.

Bañarse en la ciénaga de esas obras no significa aceptar por bueno su olor

Esas películas del destape y del cateto desubicado me empujan a un mundo menos complicado, con enredos más humanos que ideológicos, en los que no me ciego a su anacronismo. Los nostálgicos del tiempo no vivido tenemos una memoria muy selectiva. Lejos de mí cargar con las presiones masculinas de aquellos años, ni soportar la subordinación de las mujeres. Por mi propio bien, pues me confieso enamorado del amor y, como dijo Sartre: 'Aquel que quiere ser amado, debe querer la libertad del otro, porque de ella emerge el amor, si lo someto, se vuelve objeto, y de un objeto no puedo recibir amor'. Pues eso.

Que quede claro, así que bañarse en la ciénaga de esas obras no significa aceptar por bueno su olor. Hay repugnancias en sus aguas que no son plato para todos los gustos, pero eso no significa que aquellos que lo disfruten no sean conscientes de su hedor. El coprofílico asume que la mierda es un manjar del que es un caprichoso y exclusivo amante, sin que busque hacerle ver al mundo la magia de su sabor, ni ansíe que todos la disfruten integrándola en la dieta mediterránea. Con esto no digo que esas fantásticas películas sesentonas, como 'La ciudad no es para mí', 'El liguero mágico' o 'Los liantes', sean roña miserable, ¡todo lo contrario!, ya he dicho que mi descojone es mayúsculo con todas ellas. Pero, en vista de que habrá quien, con acierto, las tilde de machistada indecente, de refriega racista y ducha homófoba, trato de hacer entender que eso no significa que quien se parta la caja con ellas vaya a defender semejantes mamarrachadas.

Al igual que los amantes de las películas de acción, no van por la vida con el Audi A3 de su madre marcándose un Fast & Furious, ni los del gore rajando pescuezos en las esquinas con complejo de carnicero especista. Leer a Onetti, maravillarme con sus versos de cizalla rosa, no me harán ser cómo él. No zumbaré con el pijo tieso, como un bonobo, ansioso por preñar a todas las mujeres a tiro para, acto seguido, ir de perro moribundo al felpudo de Idea Vilariño, mi alma gemela. Ya que, aunque: 'Siempre es difícil hablar de amor y es imposible explicarlo', yo soy un individuo con conciencia propia, conozco los valores que me definen y aquellos que invitan a una mayor armonía en mi sociedad. Confundir al autor con su obra es igual de inútil, y contraproducente, como creer que por leer a William Burroughs hoy, con todo lo aprendido sobre la heroína, voy a perder el culo por chutarme un pico tras acabar 'Yonki' o 'El Almuerzo Desnudo'.

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Censurar las creaciones pertenecientes al imaginario colectivo y que, por contexto, difícilmente podrían ser diferentes, es como bañar en maquillaje al hombre elefante haciendo de su deformidad una vergonzosa mácula humillante. Pero, ¡ni todo el Chanel n.º 5 del mundo asfixiaría el olor de dónde venimos! Además, cuando se entierran los errores pasados, parece que todo va viento en popper, como en el Orgullo, pero el resultado es una orgía de incomprensión del presente con las bolas chinas metidas por la nariz, en vez de por dónde deben.

La cosa es que no todo ha de encomendarse a la gloria, ni a la realización activista de nuestras expectativas. Hay que saber alejarse del arte útil y del teatro épico de Bertolt Brecht (sin olvidarlos de él, claro). En ocasiones, está fantástico abandonarse a la puerilidad, al mamoneo más frívolo e incorrecto, sin que eso vaya a hacernos firmes defensores de su idiotez. Quien no sabe disfrutar de aquello que no lo representa, está inexorablemente condenado a padecer la temprana y duradera amargura. Una brillante forma de identidad y reconocimiento, con pase VIP a la más apesadumbrada de las vidas, y, como decía Neruda: 'A que las ortigas destruyan tu garganta'. Esto no quiere decir que no haya que criticar. Hay que hacerlo, ¡y mucho! Pero siempre con la mirada fija en saber cuándo tiene sentido, y cuando se convierte en un pomposo escaparate de reafirmación barata.

Ver películas del destape no significa que un chaval vaya a salir incel. Raro sería… Aunque, bien pensado, no son pocos los blancos con rastas, y vestidos como negros de Detroit, que he visto criticar la apropiación cultural. En verdad, cualquier cosa parece posible... ¡Qué increíble mundo nos ha tocado vivir! También un tiempo en el que, con las piernas algo cansadas de hacer sentadillas arrítmicas anoche con Bad Bunny, me veré ahora tranquilísimo 'El soplagaitas', que no será cine del bueno, pero la naftalina de sus chistes y la puerilidad de su guion me ayudan a pasar la resaca mejor que una película de Barbara Hammer. Machista e incorrecta, de cajón, pero oye, ¡qué tontería más buena!

Más de una vez he interrogado a mis amigas abiertamente feministas por qué defienden el reguetón. Ellas, que escupen bilis nuclear sobre la cultura heteropatriarcal, las veo dominar el suelo pélvico, poniéndose de zumbada culera y media en las discotecas, con canciones iguales, o más machistas, de lo que suelen criticar. Su respuesta, en general, va desde la excusa de entender el reguetón como un movimiento musical en favor de una concupiscencia liberadora, en la que la mujer se empodera siendo dómina del deseo, hasta la más coherente asunción de que, simple y llanamente, aun sin estar de acuerdo, lo disfrutan. Desinhibidas en los oscuros recovecos de los guateques posmodernos, la melodía se apodera de ellas y las subordina con el poderoso látigo del ritmo… ¿Quién podría culparlas? A mí, con el tiempo, me ha acabado pasando igual.

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