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El ocaso de Victoria's Secret: queremos ir en bragas y con alas
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'TRINCHERA CULTURAL'

El ocaso de Victoria's Secret: queremos ir en bragas y con alas

Me hubiera gustado ir por la vida en bragas y tener alas. Saber caminar, mirar al horizonte sin tropezarme, bailar sobre tacones como si estuviera descalza. Decirle al mundo: "Aquí estoy, soy lo que estabais esperando"

Foto: Desfile de Victoria's Secret Fashion en 2018. (Getty)
Desfile de Victoria's Secret Fashion en 2018. (Getty)

Me hubiera gustado ser un ángel de Victoria's Secret y salir en el telediario una vez al año, con la voz de Pedro Piqueras de fondo dando paso al "desfile más esperado", disimulando un gesto de picardía y poniendo voz golosona. Volver a recordar que solo una llevaría el Fantasy Bra, un sujetador cuajadito de cristales y valorado en cientos de dólares que una vez llegó a costar un millón. Yo veía aquello y quería ser una de ellas, aunque en el fondo pensara: "Madre mía, lo que deben pesar esas cazuelas, y el calor que deben dar".

Me hubiera gustado ir por la vida en bragas, tener alas y que Justin Timberlake me cantara 'Sexy back' mientras yo camino por una pasarela y hago caso omiso de sus gorgoritos. Como le pasó a Gisele Bündchen en 2006, mientras desfilaba para la marca de lencería. Un año antes, la modelo brasileña había aparecido vestida de 'Sexy Santa' en otra pasarela de la misma empresa.

Admito que nada de eso me chirrió nunca. ¿Cómo iba una a rechazar convertirse en una de esas diosas, poder colgarse unas alas de 'vedette', llenarse de aceite los muslos y que te pagaran mientras Katy Perry, Taylor Swift o The Weekend saeteaban a tu paso?

Foto: Gigi Hadid. (Getty/Dimitrios Kambouris)

Porque yo solo tuve dos cosas de VS. Una camisa de seda azul que debió ser la única prenda para dormir diseñada en los 90 catalogada como "monjil" y una mochila de polipiel con flecos que llevaba orgullosa a la universidad.

La plataforma estadounidense Hulu ha estrenado un documental sobre la marca de lencería. 'Victoria's Secret: ángeles y demonios' narra el infierno por el que pasaron algunas de las mujeres por las que yo me habría intercambiado gustosamente.

Sin comer, sin beber, sometidas a la dictadura de la báscula, los kilos, a depredadores sexuales como Jeffrey Epstein que, con la connivencia del CEO de la compañía, solo veían en ellas perfectos trozos de carne hacia los que ejercer su maldito poder y su violencia. Qué mal envejece todo aquello, con los ojos de 2022. Y qué mal envejezco yo.

Trabajo de campo

Mientras unos aguardan en la sede del PSOE los avances del presidente o se juegan el tipo con los incendios, yo me he acercado a una de las tiendas de Victoria's Secret que hay en Madrid. La última vez que había estado en una, hace varios años y fuera de España, comprobé que seguían obsesionados con convertirnos a las señoras en personajes picarones navideños, cuajados de poliéster inflamable en vez de piedras preciosas, prendas fabricadas en China con acabados infames. Aquello Gisele no se lo pondría. Por eso, salí como había entrado.

En la calle Fuencarral de Madrid había a media mañana decenas de personas haciendo cola para entrar en la exposición de 'Stranger things' en Fundación Telefónica. En el cruce con Gran Vía también estaban personajes que forman parte del paisaje de la zona. Un joven bastante simpático ofrecía 'El periódico comunista' sin mucho éxito. Varios captadores de ONG cumpliendo con su trabajo, atraer la atención de algún nuevo socio y zafarse del típico que aprovecha para darle palique y contarle su vida sin soltar un euro a cambio para el tercer sector.

En las pantallas de vídeo del escaparate de la tienda no había ni rastro del pasado. Publicidad de un nuevo perfume en el que una muchacha aparece tumbada en un bosque. Toda su ropa es blanca y le tapa las tres cuartas partes de su cuerpo. Se mezcla con el verdor de los árboles. No se oye música, pero podría ser un videoclip de Amaia Montero, por ejemplo.

"Hay prácticas abusivas que se deben desterrar, como tenerte 10 días a líquidos antes de colocarte las alas"

Dentro está todo lleno de colores, pero no hay bragas y mucho menos alas. Una dependienta se acerca y me da una cartulina cuadrada impregnada del último aroma lanzado al mercado. Aquellos lineales no tienen poliéster, sino cremas con olor a melón, geles, lociones corporales y brumas. Los nombres son sugerentes, pero tienen nombre de lista de temas de Spotify que pones en un 'spa'. 'Very sexy oasis'. 'Warm & cozy'. 'Fresh & clean'. Una edición limitada que se llama 'Jardín floral de la realeza'.

Hay bolsos que valen 100 euros, otros que valen 60. A la opción más barata se acercan un par de adolescentes, con cara de que su cartera les da, como mucho, para un brillo de labios.

Hay giros empresariales que una no acaba de entender. Hay churras con merinas que uno no debe mezclar, como la delgadez que siempre acompañará a la moda y que un cerdo te viole antes o después de un desfile. Hay prácticas abusivas que se deben desterrar, como tenerte 10 días a líquidos antes de colocarte las alas, denunciadas por algunas de las modelos que luego tenían que sonreír y lanzar besos al público.

Foto: Foto: EFE/Mario Ruiz.

Pero también sabemos que la moda exige cánones, aunque estos se vayan flexibilizando. Que hacemos lo que podemos con la carne que nos sobra, el pecho que nos falta. Que todas somos hijas de Dios y que sin tetas y con ellas hay paraíso. Que los cambios van poco a poco y que a veces detrás de ellos también hay 'marketing', ganas de quedar bien ante los 'stakeholders' y las redes sociales. Que detrás de las cámaras nos siguen llamando gordas por tener más de 100 centímetros de caderas.

Yo soy una de esas que aún quieren ver lo imposible, que creció con las supermodelos de los 90 y sigue levitando con los vídeos de George Michael en los que aparecen todas. Así que dejen de ponerme como ejemplo de inclusión a personas como mi prima Maripili, que ya la tengo muy vista.

Por eso me alegré cuando al fondo de la tienda, en un rincón un poco desaprovechado, encontré eso con lo que yo tanto soñaba. Bueno, es un decir. Porque si, a Alberto Olmos los trenes de Cercanías le producen una enorme tristeza, a mí me lo ha dado esta visita. Cajones con bragas en las que caber no exige contorsionismo, pijamas aún más monjiles que el mío, propios de una Mariah Carey abriendo regalos de Navidad con los niños. Un 'body' de encaje negro pidiendo auxilio. Una bata blanca con la palabra 'bride' bordada a la espalda. Unas bragas con Victoria's Secret en la goma de la cinturilla, como si no lo hubiera hecho Calvin Klein cuando yo era mocita. Una música ambiental que no acompaña. Una madre e hija que revuelven en los cajones en busca de algo que calme sus ganas de consumo.

—Mamá, igual hay que aprovechar la oferta.

—Pero qué oferta, si cada braga sale a 10 euros.

Esa señora sabe.

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Me hubiera gustado ser un ángel de Victoria's Secret y salir en el telediario una vez al año, con la voz de Pedro Piqueras de fondo dando paso al "desfile más esperado", disimulando un gesto de picardía y poniendo voz golosona. Volver a recordar que solo una llevaría el Fantasy Bra, un sujetador cuajadito de cristales y valorado en cientos de dólares que una vez llegó a costar un millón. Yo veía aquello y quería ser una de ellas, aunque en el fondo pensara: "Madre mía, lo que deben pesar esas cazuelas, y el calor que deben dar".

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