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Por qué no queremos pagar el precio de las cosas
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'TRINCHERA CULTURAL'

Por qué no queremos pagar el precio de las cosas

El refrito de narcisismo en el que nos calentamos nos invita a negar lo esencial, con sus deudas y sus responsabilidades, para recrearnos en los sucedáneos

Foto: La inmediatez se revela como una dominatrix hormonada. (EFE/Clemens Bilan)
La inmediatez se revela como una dominatrix hormonada. (EFE/Clemens Bilan)

Enamorarse de un maniquí. Esa era la tesis principal del cuento 'Amor por 17,50$' de Charles Bukowski. En él, Robert, su protagonista, se prendaba de la inerte Stella. Al fin y al cabo, como escribe Bukowski, '¿por qué no?, eran todo ventajas'. No tenía que sacarla a cenar, llevarla a fiestas, a ver películas, ni hacerle el amor en momentos inconvenientes, como tampoco se negaba a hacerlo en los de su elección. Vestía como él quería, no dudaba de su fidelidad, ni le exigía nada más allá de un cuidado y un mimo que se limitaban a sus ganas de brindárselos. En definitiva, amando a una pasta de celuloide rígida y estéril, evitaba la despiadada guerra de las diferencias entre individuos. Una contienda que se sostiene en la responsabilidad que acarrean las relaciones humanas, en la culpa que invocan y la deuda que dejan.

Unas cuantas décadas después del alumbramiento de ese relato, se impone la sensación de cómo, más allá del amor y en casi todos los ámbitos, cada vez son más quienes rehúyen la deuda con el pavor de una cadena perpetua. Aun cuando ese deber, esa contraprestación de lo recibido, cargue las denodadas pasiones del compromiso y la gratitud.

Curiosamente, antes de las recientes crisis, la mercadotecnia nos instaba a endeudarnos, hasta las trancas y la faringe de ser necesario, para hacer realidad nuestros más caprichosos deseos. Pero, ¡ah!, la jugada ha cambiado… El asunto ya no consiste en pedir prestado para comprar lo mejor, sino en comprar los sucedáneos; de caducidad rápida y fácil reemplazo, para no tener que pedir nada, ni disculpas, y no dar nada, ni las gracias. Hoy Robert no tendría por qué enamorarse de un maniquí, le bastaría con encontrar la aplicación específica con la que acceder a un mar de coños gomosos. Seguiría inerme a la responsabilidad de lo humano, con la ventaja de ahorrarse también la responsabilidad de encariñarse con algo susceptible de romperse. Incluso, más allá de la vida, de doler.

Foto: Varias aplicaciones de citas. (Nik/Unsplash)

Todo porque limpiarse las responsabilidades es barrer los dramas. Diseñar, polvo sobre polvo, una desorientación afectiva que aspira a mutilar la negatividad implícita en invertir tiempo, y en aspirar a la perdurabilidad. La puerilidad que a todos nos da el morbillo de lo nuevo no debería imponerse a la razonada confianza, al guapérrimo saboreo, de lo duradero. La inmediatez desechable se revela, sin embargo, como una dominatrix hormonada. Por eso, los sexos son fluidos, las relaciones líquidas, la información abstracta, la política gaseosa, la economía libre, las personas transparentes y el presente una amalgama de corrección. Porque la esencia es mortal y la muerte solo es rentable para las funerarias. Hemos agotado el valor de la profundidad para valorar la sustitución. La ropa, barata y mucha; los muebles, de Ikea y sin personalidad; los viajes, cortos y constantes; las fotos, sin tacto y ni conocimiento; el arte, holográfico y maquinal. Una existencia, en general, encomendada a que nada dure y a hacer de su relato un febril soplido de tareas realizadas con las que vestir la mortaja tranquilo.

Aun así, no nos pongamos moralistas. Bukowski tenía razón, un maniquí es una expectativa superficial muy complaciente. La copia inanimada de lo humano se aleja de esa esencia, que es donde se revela la sombra y el pus que en lo intermitente queda oculto bajo capas de intercambio. Y así nos vemos, como decía Steiner en 'La nostalgia del absoluto', "desentendiéndonos peligrosamente de lo sagrado". Lo sagrado, no obligatoriamente como credo religioso, sino como admiración a la totalidad, con sus luces y sus sombras, sus respuestas y sus retos.

Lee Marvin cantaba en 'Estrella errante': "Nunca he visto nada que de cerca fuera más hermoso que de lejos", y tenía razón. Es hilarante la celulitis que contiene la profundidad. Una epidermis desgarrada que, lejos de ser fea, es la justa prueba de cómo las cosas crecen, menguan, cambian y se hacen una con las circunstancias. Negarla es negarse. Convertirse en una mercancía siempre-bien-vestida, 'cool' hasta rabiar, para ser competitiva. Bien mirado, en un perfecto maniquí.

"Las cosas crecen, menguan, cambian y se hacen una con las circunstancias. Negarla es negarse"

Hay cosas con las que uno debería exprimirse del todo. Cargar las consecuencias. Vivir el debate de la incomodidad hasta su conversión al placer de la superación. Acumular superficies, la piel sin músculo ni hueso, es perfecto para fardar y decorar la memoria. Pero es como un fuego falso; ilumina sin calentar. Y los individuos de hoy no parecen dispuestos a pagar el precio de que las cosas calienten. Carne vegana y café descafeinado, humor sin ofensa y discusión sin conflicto, amor sin compromiso y fe sin religión. Pasarse los días rodeado de serviciales y convenientes sustitutos que cumplan con sus expectativas, sin el legítimo y conveniente débito que nos recuerda que nada es gratis, y que debemos ser humildes y agradecidos en la satisfacción.

El refrito de narcisismo en el que nos calentamos es, en parte, la causa de esta obsesión por mutilar la negatividad, la responsabilidad y recrearse en la constante realización de nuestras expectativas bajo alto riesgo de frustración. Confinados los algoritmos del esfuerzo en la ficción y los discursos motivacionales, uno solo debe reconocer el mérito en los logros individuales. Superponiendo piezas humanas enfrente, destinadas a servir de escalones en su ascensión al resort de los héroes solitarios. Edén de triunfo donde no se honra el pasado, ni a quienes lo hicieron posible, sino donde únicamente se entrona el Yo.

Foto: No es que alguien vaya a saber quién eres, pero pronto pueden saberlo todos. (EFE/Jesús Diges)

Cierto que somos seres pusilánimes, volátiles y, como dice Teresa Sesé 'más problemáticos que los clichés'. A pesar de todo, nuestro es el don de fecundar conciencias y emulsionar emociones. De diseccionar el extraño núcleo de las cosas. La esencia te posee y te desposee de ti, frente a la comodidad efímera de lo intermitente que te mantiene siempre tú mismo, pero hueco. Porque conocerse es verse a través de la mirada ajena, y nadie está dispuesto a mirar las entrañas de una persona si esta la relega a la condición de tampón. Al básico usar y tirar.

Por eso Robert se enamora de la tiesa Stella, un maniquí sin responsabilidades afectivas, destinado a no interponerse en los caprichos de su amante, resolver sus derechos de bragueta y sin una potencial negatividad. Porque Stella es la antítesis de lo esencial; es fría, parcial y sin deudas. En los últimos coletazos del relato, sin embargo, la amante de carne y hueso de Robert se entera del 'affaire' y, en un acto de pura humanidad descontrolada, la mujer despedaza al maniquí, llevando su cabeza hueca hasta las faldas de la cama. Robert palidece y solloza. Pero acaba resignado a la pérdida que acaba de sufrir.

Al final, la vida; inexacta, cruel, bárbara, plagada de gestos aciagos, pero absolutamente maravillosos, se impone a lo intermitente y a lo sucedáneo. Antes o después, a todos se nos presenta la oportunidad de ser conscientes del absoluto, de las luces y las sombras, e, incluso, de abrazarlas ambas. No por nada, el mismo autor del relato dijo: "Las partes buenas de nuestra relación eran como una rata revolviéndose y mordiéndome en el estómago". Un sentimiento total, sin concesiones, que radica en la vitalidad, lejos de lo artificial.

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Enamorarse de un maniquí. Esa era la tesis principal del cuento 'Amor por 17,50$' de Charles Bukowski. En él, Robert, su protagonista, se prendaba de la inerte Stella. Al fin y al cabo, como escribe Bukowski, '¿por qué no?, eran todo ventajas'. No tenía que sacarla a cenar, llevarla a fiestas, a ver películas, ni hacerle el amor en momentos inconvenientes, como tampoco se negaba a hacerlo en los de su elección. Vestía como él quería, no dudaba de su fidelidad, ni le exigía nada más allá de un cuidado y un mimo que se limitaban a sus ganas de brindárselos. En definitiva, amando a una pasta de celuloide rígida y estéril, evitaba la despiadada guerra de las diferencias entre individuos. Una contienda que se sostiene en la responsabilidad que acarrean las relaciones humanas, en la culpa que invocan y la deuda que dejan.

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