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'La ciudad de los vivos': un crimen monstruoso en una Roma feroz
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'La ciudad de los vivos': un crimen monstruoso en una Roma feroz

Nicola Lagioia escribe un lúcido y angustioso memorial de un delito que conmovió la sociedad italiana en 2016 y que desenmascara el lado oscuro y cómplice de la decadente capital

Foto: Temporal en Roma. (EFE/Luciano del Castillo)
Temporal en Roma. (EFE/Luciano del Castillo)

Cuando Hannah Arendt aludía a la banalidad de mal, enfatizaba la categoría extrema del genocidio, pero también se refería a los crímenes que confrontan a un verdugo sin causa y a una víctima sin culpa.

De ahí, acaso, arranca el estupor que produjo en Roma y en Italia la tortura y ejecución de Luca Varani, un buscavidas de 23 años convertido en la víctima sacrificial de la fiesta sanguinaria que se cobraron un par colegas alienados. Alineados por el alcohol. Y por la cocaína. Y, más todavía, estimulados por la banalidad del mal y por el aburrimiento. Se llamaban Marco Prato y Manuel Foffo. Veintitantos años. De buena familia. Íncubo y súcubo de la reencarnación del mal, hasta el extremo de que el general de los 'carabinieri' involucrado en la investigación, Giuseppe Donnarumma, no podía explicarse la matanza de marzo de 2016 sin reparar en la mediación del demonio.

placeholder 'La ciudad de los vivos'. (Literatura Random House)
'La ciudad de los vivos'. (Literatura Random House)

Así se lo contaba al novelista Nicola Lagioia en su despacho. Y quien dice novelista dice más bien periodista, pues la reconstrucción del brutal asesinato tanto ha dado cuerpo a un 'bestseller', 'La ciudad de los vivos' (Penguin), como es el reflejo de un memorial híbrido que entremezcla la prosa trepidante, los testimonios ajenos, las reflexiones propias y la descripción de una sociedad enfermiza cuyas pulsiones extremas se describen en la eterna decadencia y abyección de Roma.

Porque Roma es la protagonista atmosférica de la crónica negra, la cómplice necesaria de una ejecución que no se explica sin la maldad gratuita de los artífices y sin el hedor criminal de la capital 'tricolore'. No ya por la degradación de la ciudad misma, entre las basuras, la corrupción y el incivismo de los taxistas, sino porque la antigua sede del imperio se resiente de un pecado original al que dio cuerpo un aforismo de Giulio Andreotti: “No atribuyamos los problemas de Roma a los excesos de población. Cuando los romanos eran dos, uno asesinó al otro”, decía el patriarca democristiano.

Se refería a Rómulo y Remo. Al fratricidio embrionario. Y al linaje salvaje de ambos. Porque los crio una loba. Y porque la leche les inoculó una ferocidad que define la masacre de Luca Varani en el apartamento de Manuel Foffo.

"No atribuyamos los problemas de Roma a los excesos de población. Cuando los romanos eran dos, uno asesinó al otro"

Estremecen los detalles de la masacre. Y sorprende las excusas que trataron de aportar los verdugos, no ya echándose la culpa el uno al otro, sino exponiendo sus respectivas angustias e incertidumbres. Foffo aludía en el juicio a la discriminación con que lo trató su padre. Porque el favorito era su hermano. Y porque nunca se tomaron en serio la 'startup' con que el muchacho pretendía distanciarse del negocio familiar de la hostelería.

Pretextos baratos, claro. Y excusas inmejorables para abandonarse a las drogas, al alcohol y a la promiscuidad de la noche. Es el contexto en que conoció a Marco Prato. Un tipo carismático y brillante cuyas crisis de identidad le condujeron a una tentativa de suicidio. Y cuya fama de fiestero en la comunidad gay de Roma predispuso la gestión de algunos locales de moda. Un fetichista era Prato. Un seductor. Y un monstruo.

Así lo identificó la prensa. Y así lo evoca el relato de Nicola Lagioia en una reconstrucción del crimen y de su intrahistoria, muchas veces interpelando el histerismo de los medios informativos, la curiosidad obscena de la sociedad romana (e italiana), la maldición que destruye a todos los familiares involucrados y el descubrimiento hipócrita de la doble vida.

Foto: 'El 3 de mayo en Madrid'. Francisco de Goya. 1814. Museo del Prado. Opinión
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¿Quiénes somos realmente?, se pregunta Lagioia implícitamente. No quiere decir que cualquiera de nosotros podríamos implicarnos en un crimen monstruoso, pero la excepcionalidad de aquella matanza no contradice el enigma con que encubrimos nuestra existencia. Bastaría indagar en cualquiera de nuestras biografías y ejecutorias para delatar el lado oscuro. O para demostrar cuánto extraños somos para nuestros allegados. O cuánto extraños serían nuestros allegados si cualquiera de ellos fuera expuesto a una arbitraria investigación policial, periodística o inquisitorial.

Luca Varani es un trágico ejemplo. El proceso judicial atravesó su intimidad. Y le hizo descubrir a su propia novia que se prostituía, que traficaba con drogas. Y que había frecuentado a sus propios asesinos. Llegó a organizársele un juicio paralelo y póstumo, como si los detalles escabrosos de su existencia clandestina dieran sentido a una ejecución inexplicable.

Describe muy bien Lagioia la manera en que el crimen diabólico desquició a la sociedad italiana. No solo por el morbo y la proliferación de chacales mediáticos —expertos, testigos, periodistas, amigos, familiares—, sino porque se disparataron los debates paralelos. La extrema derecha criminalizó al movimiento gay, por ejemplo. Y se puso en juego el escarmiento de la pena de muerte. Y retumbaron los espectros de los mártires y de los gladiadores.

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La sangre se purifica con la sangre en una ciudad hermosamente podrida. Así la descubrió Lagioia cuando recaló desde Bari. Una Roma caótica, vital, tremendamente cínica, incapaz de tomarse en serio su propia maldad. Una ciudad que existe desde hace 2.700 años. Que aloja la capital de la cristiandad. Que reúne el artificio retórico de la política italiana. Y que ha creado el “mundo del medio”, un lugar abstracto entre los vivos y los muertos donde se naturalizan el fraude, el tráfico de influencias, las mordidas, la extorsión, las cloacas, la superstición, la lujuria y la santurronería.

Se ha atrevido Nicola Lagioia a desenmascarar la ciudad más enigmática de universo. Y, para hacerlo, ha utilizado a una especie de personaje fantasmal. Un turista holandés que aparece y desaparece en la narración. Y que sobrevuela el hedor y el sudor de una ciudad que desciende en su caída hacia el infierno, descubriendo que nunca termina de tocar fondo.

Cuando Hannah Arendt aludía a la banalidad de mal, enfatizaba la categoría extrema del genocidio, pero también se refería a los crímenes que confrontan a un verdugo sin causa y a una víctima sin culpa.

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