'El mundo inconmensurable': los secretos de los mayores desiertos del mundo
El británico William Atkins hace un recorrido periodístico e histórico por algunos de los vacíos más impresionantes y espectaculares del planeta Tierra
“Dos cuartas partes del mundo repartió Dios entre los hijos de Adán, la tercera se la dio a Ajuj y Majuj y a la cuarta parte del mundo se la conoce como Rub’a el-Jaly, ¡el Cuarto Vacío!”. Rub’a el-Jaly es el desierto que está en Omán en su frontera con Yemen. Y este es un acervo popular árabe que el periodista británico William Atkins destaca en ‘El mundo inconmensurable’ (Penguin Random House), un libro que se lee como una novela, como un ensayo divulgativo y como diario de viajes. Esa cosa híbrida que tan bien se les da a los anglosajones y que por estos lares todavía nos cuesta (somos demasiado académicos). Atkins ha escrito más de 400 páginas fascinantes hablando de desiertos, desde algunos muy conocidos, como el Gobi, al singularísimo Aralkum, en Kazajistán. Y, haciendo un juego de palabras un tanto facilón, no resulta nada árido.
Comienza con una cita de Cervantes en referencia a las aventuras, el viaje y el afán por explorar otros mundos de Don Quijote para adentrarse en estos peculiares parajes solitarios de casi todo tipo de vida en los que siempre flota como algo místico. No extraña que hayan sido el lugar de los ermitaños, los anacoretas, los santos como san Antonio que se fueron a meditar con báculo y poco más (este en medio del desierto que hoy cruza Egipto y Sudán). El gran vacío, se lee entre las páginas del libro, es un lugar que exige mucho del físico, pero también del interior de cada uno. El desierto como la gran vida monástica.
Los desiertos han sido el lugar de los ermitaños, los anacoretas, los santos como san Antonio que se fueron a meditar con báculo y poco más
El primer viaje se adentra en ese cuarto vacío al cual se refieren los árabes del desierto de Omán. Al periodista le sirve para citar a los numerosos viajeros británicos del XIX que recorrieron estos parajes —por supuesto, al reconocido T. E. Lawrence, Lawrence de Arabia— y que escribieron sobre él con metáforas que lo alejan de la descripción geográfica, esa que nos dice que el desierto es ese lugar en el que el promedio de lluvia anual no llega a los 250 milimetros y donde la precipitación es menor que la evaporación. Porque, como resalta Atkins, lo que hace de un desierto, un desierto es que no hay seres humanos (y de ahí que etimológicamente la palabra proceda del latín 'deserere', que significa abandonar).
Hay algo también muy particular en ellos y es que muchos antes fueron lagos o hasta mares. El periodista, recuerda, por ejemplo, como entre las enormes dunas del de Omán se pueden encontrar fósiles de crustáceos. “Y es que, unos 25.000 años atrás, durante una fase fría del clima planetario, estas planicies fueron lagos. Arabia, como también el Sáhara, se tornó verde. Más adelante, al calentarse de nuevo el planeta, el agua se evaporó y la vegetación acabó extinguiéndose”, escribe el periodista. La vida que fue y que dio paso a una especie de no-vida, pero que, paradójicamente, también existe.
Esto se hace mucho más evidente en el Aralkum, en Kazajistán, un paisaje pedregoso que hoy se puede pisar, pero hace menos de un siglo era un mar en el que pescaban grandes barcos. El mar de Aral fue la cuarta masa de agua más grande de la Tierra, solo por detrás del mar Caspio y los lagos Superior y Victoria. Esto era así hasta bien entrado el siglo XX. Había esturiones y siluros, y se podían ver con mucha facilidad pelícanos, cormoranes, gaviotas y charranes. Hoy no queda nada de eso en la que fuera ciudad portuaria de Aralsk. Al contrario, lo que se pueden ver son los cadáveres de los pecios marinos que se han quedado anclados a la tierra seca.
“En Aralsk no había pájaros, ni siquiera gaviotas. Los días soleados veía salir niños y a chicas cogidas del brazo, pero la ciudad que yo recuerdo era masculina como un cuartel. Hasta los perros eran todos machos”, cuenta Atkins de esta ciudad que tuvo una enorme importancia geoestratégica en los inicios de la Unión Soviética y de la que hoy no queda casi nada más que un mural en el que aparece Lenin y los pescadores. Produce mucha desazón este episodio: “Al puerto de Aralsk se accedía antes desde el mar a través de un amplio canal. Allí, donde antaño había profundidad suficiente para barcos de cinco metros de calado, había ahora apenas un hueco enorme —seco, por lo demás— con algunas matas escuchimizadas de saxaúl y un sinfín de desechos. Se estaba convirtiendo en un vertedero”, describe el periodista.
En el libro, obviamente, se cuenta qué pasó para que el mar pasara de tener 67.000 kilómetros cuadrados a 17.000 en 2004 (y las cifras cada vez son menores). Este tipo de ensayos son también pequeños tratados de Historia. Atkins lo data hacia 1882, cuando geógrafos y climatólogos rusos lo consideraron “un error de la naturaleza” y un lugar que podría ser más aprovechable para regar las tierras y cultivar trigo y algodón, entre otras cosas. O dicho a la manera de Lenin, a quien cita Atkins: “De la naturaleza no puede esperarse caridad, ¡hay que arrancársela!”. Y como había que alimentar a millones de personas, se hizo un trasvase del mar a las cuencas para el regadío —lo hicieron Lenin, pero también Jruschov y Breznev—, pero haciéndolo tan mal —fatal drenados y mal gestionados— que los algodonales se convirtieron en ciénagas que provocaron que nada creciera a su alrededor.
Había que alimentar a millones y se hizo un trasvase del mar a las cuencas tan mal que los algodonales se convirtieron en ciénagas
Para 1968, como recoge el periodista de palabras de un ingeniero, “todo el mundo tiene claro que la evaporación del Aral es inevitable”. Para los dos mil, el mar ya perdía 80 centímetros al año. Entre un vertedero y un cementerio, como lo retrata Atkins, quien por cierto recuerda que a esta zona fue donde se exilió el poeta y pintor ucraniano Taras Shevchenko quien escribió: “Desde tiempo inmemorial/ el desierto se ha escondido de las personas/ pero lo hemos encontrado: / hemos erigido fortalezas/ y pronto habrá tumbas también”.
La política y el desierto
En este tipo de libros es habitual la profusión de datos políticos y económicos sin llegar a ser extenuante ni farragosa. Lo justo para decorar la narración y contextualizar brevemente. Así ocurre cuando Atkins nos habla de Omán, el Reino Unido, Yemen y lo que ocurrió en los años sesenta en toda esta zona con el petróleo de por medio, el Frente de Liberación de Dhofar que quería convertir Omán en una república comunista independiente como la recién constituida República Popular Democrática de Yemen del Sur patrocinada por chinos y soviéticos. En definitiva, el calentón que se llevó la zona con el oro negro —Omán había pasado de producir 88 millones de barriles en 1967 a 120 en 1969, lo cual no era ninguna tontería para los británicos— los procesos independentistas y la exaltación del nacionalismo adocenada a su vez por la guerra de los Seis Días que había estallado en 1967 entre Israel y los palestinos. Y con China y la URSS orbitando. Casi nada.
El asunto terminó mal para los de siempre. En 1975, cuenta Atkins, aunque el país era independiente, los británicos decidieron pararle los pies al Frente de Liberación y muchos de sus combatientes acabaron volviéndose al desierto del que habían salido. Con respecto al petróleo, los americanos también encontraron en la zona de Dhofar, pero empezó a decrecer rápidamente y tras comprobar que era demasiado pesado para su explotación comercial se marcharon. Todavía, no obstante, hay quien sigue buscando en el desierto.
La fe
Lo que sí han encontrado otros ha sido la fe. Así lo cuenta el periodista en el último capítulo, dedicado al desierto montañoso que se encuentra entre el Nilo y el mar Rojo, a unos 160 kilómetros de El Cairo, y que ha sido una ruta comercial desde el tiempo de los romanos. Allí fue donde se fundó el monasterio copto (los cristianos de Egipto) de San Antonio hacia el año 360 d.C., que hoy sigue lleno de monjes con una vida absolutamente monacal que no es para cualquiera, y donde Atkins pasó unos días.
Eso le sirve para contar quiénes son los coptos, cómo viven enfrentados al islam —“nosotros sabemos cómo es de verdad el Islam. Dentro de diez años quizá lo comprendas, cuando Londres sea musulmana”, le llega a decir uno de ellos— y cómo se libraron en su día del cristianismo bizantino.
Y es aquí donde se vuelve a producir esa conjunción entre el desierto y el ascetismo sobre el cual, no obstante, el periodista desliza una cierta crítica. “La autonegación tiene un punto de vulgaridad”, escribe y cita a William Lecky, quien ya en 1865 dijo, “no hay probablemente en la historia moral de la humanidad una fase de un interés tan profundo y a la vez tan penoso como esta epidemia de ascetismo. Un repulsivo, desfigurado y macilento maníaco, sin conocimientos ni sentido patriótico, sin afecto natural, que dedica su vida a una larga rutina de vana y atroz tortura personal, y que se acobarda ante los espectrales fantasmas de su cerebro delirante, se había convertido en modelo de unas naciones que en su momento conocieron los escritos de Platón y Cicerón y la vida de Sócrates y de Catón”. Se quedó a gusto el historiador inglés.
"No estamos aquí para adquirir cultura. El saber, la lectura, el estudio: todo son distracciones de lo más importante, que es la oración"
La constatación la encuentra el periodista al charlar con un joven monje que se había confesado buen lector de autores como Orhan Pamuk o Elif Shafak y que desde que encontró en el monasterio había abandonado la lectura. “Se nos dice que no hemos venido para aprender cosas del mundo. No estamos aquí para adquirir cultura. El saber, la lectura, el estudio: todo son distracciones de lo más importante, que es la oración (...) Nuestro padre Antonio dijo una vez: 'En la persona de mente sana, no hay necesidad alguna de letras”. Una conversación delirante que le sirve al autor para empezar a hacer las maletas y marcharse.
Las anécdotas adornan un libro que es para llevar en la maleta. Un libro que nos habla de lo seductor que es un viaje, aunque sea a parajes tan áridos como los que aborda. Pero, como recuerda el propio autor: “El que ha estado alguna vez en el desierto siente siempre el anhelo de volver”. Quién sabe si dentro de no demasiado tiempo no será todo un enorme vacío.
“Dos cuartas partes del mundo repartió Dios entre los hijos de Adán, la tercera se la dio a Ajuj y Majuj y a la cuarta parte del mundo se la conoce como Rub’a el-Jaly, ¡el Cuarto Vacío!”. Rub’a el-Jaly es el desierto que está en Omán en su frontera con Yemen. Y este es un acervo popular árabe que el periodista británico William Atkins destaca en ‘El mundo inconmensurable’ (Penguin Random House), un libro que se lee como una novela, como un ensayo divulgativo y como diario de viajes. Esa cosa híbrida que tan bien se les da a los anglosajones y que por estos lares todavía nos cuesta (somos demasiado académicos). Atkins ha escrito más de 400 páginas fascinantes hablando de desiertos, desde algunos muy conocidos, como el Gobi, al singularísimo Aralkum, en Kazajistán. Y, haciendo un juego de palabras un tanto facilón, no resulta nada árido.
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