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Gatitoceno: soy adicto a ver vídeos de gatitos en internet y quiero contaros por qué
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Gatitoceno: soy adicto a ver vídeos de gatitos en internet y quiero contaros por qué

Transmiten ternura la mayoría, nos dibujan una sonrisa bobalicona, suministran una dosis generosa de dopamina, la certeza de que en este mundo ríspido existe una parcela achuchable

Foto: Un gato (Pixabay)
Un gato (Pixabay)

Lo confieso con cierto pudor: veo vídeos de gatitos. Pero no solo de gatitos, también de perros y lémures y mascotas exóticas. He pasado, de crítico y censor, a convertirme en adicto y defensor a ultranza de esta costumbre de asistir a vídeos de animalitos. Soy como Pablo de Tarso descabalgado -y golpeado- en su camino hacia Damasco. Conviví durante años con un gato, Rumi. Tal vez -me justifico- lo eche de menos. Pero no es eso. La red social te permite tener a cientos o miles de ellos, disfrutar de sus gracias y su mal genio y derretirse imaginando la suavidad de su pelo sin necesidad de alimentarlos ni recoger sus caquitas. Pero tampoco es eso, o no solo. El mundo animal se me ha revelado más variado y próximo de lo que creía. Reconozco que en el ranking de apreciación animal los lémures son los que han alcanzado la posición más elevada. Yo no sabía nada o casi nada de los lémures y ahora los veo saltar desde el suelo o una rama hasta una mano tendida para atrapar un trozo de comida. Qué tiernos y qué cuquis los lémures, como gatos tímidos y algo acomplejados.

Transmiten ternura la mayoría de estos vídeos, nos dibujan una sonrisa bobalicona, suministran una dosis generosa de dopamina, la certeza de que en este mundo ríspido existe una parcela achuchable. Pienso, sin embargo, que lo más fascinante de estos vídeos no es el comportamiento instintivo del animal, sino cuando este interactúa con un ejemplar de otra especie diferente, incluida la nuestra, la de los humanos. Me acuerdo entonces de Donna Haraway y de su teoría de la relación inter-especies, de tejer hilos con aquellos seres vivos que nos rodean, sean estos arañas, líquenes o palomas.

Y sí, dejando a un lado la coartada intelectual, creo que ahí reside en buena medida la causa y motivación de este ejercicio visual, la toma de conciencia de que los animales no pertenecen a otro mundo, que el universo salvaje no es un monopolio de National Geographic, sino que puede llegar a nosotros a través del amateurismo ecuménico de las redes. Una escena animal en un salón o un dormitorio de estudiante puede resultar tanto o más fascinante -desde luego, menos cruento- que la cacería de los leones en el Serengueti.

Lo humano y lo salvaje

No se trata de simbiosis (esa mutua explotación del otro justificada por cierta visión de la biología) sino -a veces- de imitación, de arrancar gestos inéditos al humano y al animal, comportamientos que los apartan de su instinto, de eso que categorizamos como naturaleza. Algo que puede horrorizar a algunos, lo reconozco, pero que a mí me reconforta, esa aproximación recíproca de lo humano y lo salvaje, esa repentina conversión del jardín de casa en una parcela de selva amazónica. Devenir lémur (o nutria, o cerdo enano vietnamita), qué gran y novedosa misión para esta humanidad que creía haberlo visto -y hecho- todo.

Ya no solo convivimos con gatos, perros y peces sino con lémures, erizos, nutrias

Creo que asistimos a un nuevo periodo de domesticación animal, a una indistinción de esa linde que parecía nítida que separaba lo doméstico de lo salvaje. Ya no solo convivimos con gatos, perros y peces sino con lémures, erizos, nutrias y un largo etcétera. Bautizo como un sacerdote a esta época de exhibición y nueva domesticación animal con el nombre de 'gatitoceno'. Es una etiqueta falsable, como cualquier categorización, pero que acierta a mi juicio en esa novedad (kainós=ceno) que consiste en un insólito modo de apreciar -e interactuar con- lo animal en coalición con las redes.

Recuerdo uno de esos vídeos en los que un hombre para su coche y detiene el tráfico para ayudar a un perezoso a cruzar la carretera. Una vez encaramado al árbol, el perezoso extiende su brazo en aparente gesto de agradecimiento. La mano del hombre y la garra del perezoso se encuentran. Y qué emoción inesperada la de asistir a ese milagro.

Lo confieso con cierto pudor: veo vídeos de gatitos. Pero no solo de gatitos, también de perros y lémures y mascotas exóticas. He pasado, de crítico y censor, a convertirme en adicto y defensor a ultranza de esta costumbre de asistir a vídeos de animalitos. Soy como Pablo de Tarso descabalgado -y golpeado- en su camino hacia Damasco. Conviví durante años con un gato, Rumi. Tal vez -me justifico- lo eche de menos. Pero no es eso. La red social te permite tener a cientos o miles de ellos, disfrutar de sus gracias y su mal genio y derretirse imaginando la suavidad de su pelo sin necesidad de alimentarlos ni recoger sus caquitas. Pero tampoco es eso, o no solo. El mundo animal se me ha revelado más variado y próximo de lo que creía. Reconozco que en el ranking de apreciación animal los lémures son los que han alcanzado la posición más elevada. Yo no sabía nada o casi nada de los lémures y ahora los veo saltar desde el suelo o una rama hasta una mano tendida para atrapar un trozo de comida. Qué tiernos y qué cuquis los lémures, como gatos tímidos y algo acomplejados.

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