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"Estas cosas me hacen perder la fe en la humanidad": la nueva aristocracia del mérito
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'TRINCHERA CULTURAL'

"Estas cosas me hacen perder la fe en la humanidad": la nueva aristocracia del mérito

La perfección física se ha convertido en el 'leitmotiv' de una nueva aristocracia. Una élite, la de la secta del cuerpo, que se recrea en un sentimiento de orgullosa meritocracia

Foto: Un usuario se ejercita con pesas. (EFE/Alejandro García)
Un usuario se ejercita con pesas. (EFE/Alejandro García)

Sergio me manda una foto a media tarde. Me dice: "Estas cosas me hacen perder la fe en la humanidad". Abro la instantánea en el móvil. Contemplo una tipa con una pose sacada de un retrato de Egon Schiele. Medio retorcida frente al espejo de una sala de musculación, compone un gesto en el que, aun estando de espaldas, gira el torso para mirar su reflejo; puro exhibicionismo-culero. Ceñidas las cachas con unos 'leggings' azules que combaten cualquier laxitud, su trasero da fe de esa brillante frase de Wagensberg: "Las nalgas son, probablemente, la solución más elegante capaz de conectar una espalda con un par de piernas". La vibración de uno solo de esos firmes cojines amenazaría con provocar un tsunami en Japón, como si invocaran el efecto mariposa o, en su defecto, y gracias a la naturaleza áurea de la curva, servir de posavasos.

Una vez descosida la mirada del punto de fuga de la fotografía, veo que se trata de una captura de pantalla de Tinder. Laurita, una veinteañera, invita al deseo y la curiosidad con su reptiliana pose, y remata la jugada con una descripción, ¡una declaración!, mejor dicho, que es lo que imagino que invita a Sergio a declararme su recién adquirida desesperación: "Si no pesas el arroz y no entrenas pierna, no quiero dedicar mi 'rest day' conociéndote. Chicos en volumen +++++". Telita…

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La mística de su corporalidad se ve rápidamente mutilada por la estupidez material de esas palabras. Entiendo a Sergio. ¿Quién, si no participa de la idiosincrasia vigoréxica de Laurita, se puede sentir cómodo con semejante santificación de la superficialidad? Si a Chanel Terrero se le echaron al cuello por 'pornificar' adolescentes, más miedo me da la obscenidad con la que Laurita, que solo es una abeja de un inmenso panal social, hace un llamamiento a la obsesión física. Pero no a una provocativa expresión de la sensualidad desinhibida, de corporalidad seductora, gesto ardiente y fogoso destinado a alimentar el erotismo, sino a una jerarquización déspota de la religión del cuerpo por encima de toda cualidad.

La imagen corporal se entiende hoy como el galardón de la sociedad más desarrollada. A más progreso, mejor 'body', a mayor triunfo, mejor aspecto, y viceversa. Los talibanes del músculo, quienes deberían entenderse antes como el síntoma de una sociedad enferma de narcisismo hueco, que como un orgullo, salen cual setas 'crossfiteras' ahora que las puertas del verano se han abierto. Samuel, de 26 años, —personaje real— sufre desde la infancia un leporino complejo de bajito, además de una intolerancia casi clínica a la reflexión. Es, sin embargo, un bruto redomado de la hipertrofia, un comprometido discípulo de engordar los deltoides como globos, tal vez, con la esperanza de salir volando y ver el mundo desde un poco más alto.

La profesora de Psicología de la UCM, Luisa García Alonso, entiende que detrás de estas obsesiones se esconden trastornos obsesivos compulsivos, alimentados desde experiencias negativas con su físico y autoestima. Para García, Samuel estaría compensando sus traumas encomendado al triunfo de la musculación, lo cual resulta mucho más prometedor que asumir los defectos y enfrentarse a sus frustraciones. Porque resolver los problemas que se encuentran en uno mismo permite pasear por la vida despreocupadamente; sereno; con un humilde orgullo, pero almacenarlos bajo kilos de fibra, promete la elevación al rango de ganador, de chulo presumido, de licencia para mirar por encima del hombro en una sociedad obsesionada con la competición.

Samuel estaría compensando sus traumas encomendado a la musculación, lo cual resulta más prometedor que asumir los defectos

Pero no solo la competitividad alimenta la maquinaria del capitalismo líquido, también el sectarismo y la devoción ciega, enemiga de lo estoico y lo frugal, son una fuente inagotable de beneficios. La cogorza reflexiva que provoca el fervor de las ideas es la sangre más sabrosa para los tiburones del lucro quienes, conscientes de cómo la anorexia mental favorece una pasión por el consumismo, apuestan siempre por la meritocracia del cuerpo. El 'software' del fanatismo muscular hace que llueva dinero sobre mucha gente. Desde gimnasios, tiendas de suplementos, dietistas, redes sociales, pasarelas… pero también 'dealers' de esteroides, ¡eruditos de los anabolizantes!, a los que poco les importa condenar a sus consumidores a la ginecomastia, los cambios de humor o la alteración en el tamaño de los sexos. Porque gastar los abdominales de Chris Hemsworth es el mejor camino al reconocimiento de los demás, al aumento del atractivo y, por ende, a encontrar el amor hacia uno mismo. Y, como es bien sabido, no hay mejor negocio que el amor.

Y que quede claro, ¡Schwarzenegger mediante!, que aquí se está lejos de criticar el ejercicio físico. Apostar por la vibración de la carne, el palpitar descontrolado y la respiración acelerada, es una sacrosanta forma de evadir los dolores de la mente flirteando, en ocasiones, con la felicidad. Nada que ver con buscar desesperadamente la ficción que se crea a través de la publicidad y las redes, cincelando con obsesivas jornadas de gimnasio y dieta un cuerpo que debería quedar relegado a los muñecos de acción.

Seguro que, si preguntásemos a Laurita, o a Samuel, sobre esta ofuscación física, su respuesta planearía alrededor de la salud y el bienestar. Se defenderían afirmando que es algo sano y beneficioso para la continuidad de la existencia, antes que la droga visual de la que dependen para no deprimirse frente al espejo. Lo cual significa que todavía se entiende la egolatría narcisista del físico por encima de todo, no tanto como una vergüenza, pero sí como un defecto provechoso. Algo hay, aún, que no nos ha mandado de cabeza a la condición de primates. Aunque, si seguimos anteponiendo por encima del ejercicio de la mente, el del cuerpo, iremos en la perfecta dirección para hacer de los apartamentos de las ciudades las jaulas del zoo.

Foto: Diego, dueño de un gimnasio en Carabanchel. (G. M.)

Racionalizar esto no es tarea fácil. La aristocracia es un valor que se ha ido quedando a rebufo en nuestra sociedad de clases medias, pero que ha encontrado su sustituto en el físico. El cuerpo es el camino a una aristocracia democrática, de libre acceso, pues al poseer todos uno se presupone que es algo en lo que todos podemos trabajar si lo deseamos —aunque sea mentira, claro—. El físico se convierte así en un valor siempre al alza. Lo cual, sumado a una cultura de la imagen, en donde la reflexión se ve enterrada por la mitificación de lo visual y lo automático, hacen del culto al cuerpo la consecuencia lógica de la meritocracia dopada.

El liberalismo sexual, que hoy alcanza sus dosis más altas en la liquidez de las redes y las aplicaciones, edifica un sistema de competencia perpetuo y reactivo de la seducción. Sin atractivo físico, encontrar quien nos desee parece imposible y eso, sumado a toda la campaña publicitaria de la exhibición, nos somete al cansancio, la desgana y, finalmente, a tomar una decisión; abandonarse a la desesperación, o formar parte del juego. También salen otras formas de reaccionarismo, como ciertos movimientos estadounidenses que defienden la obesidad. Lo cual demuestra que si algo es difícil de encontrar en el mundo es el equilibrio, el punto medio. Y tan rentable es en la sociedad de consumo un mazado haciendo ciclos, pagando gimnasios y promocionándose en Instagram, como un zampabollos alimentándose de comida basura y planchando día y noche el culo en el sillón. Porque ambos están maldecidos por el mismo mal, la insatisfacción física. Salvo que uno es visto como un incómodo tumor benigno, y el otro como un apéndice del que enorgullecerse. No faltan tampoco los que, ni deprimidos ni sometidos, viven su corporalidad con una naturalidad que da envidia. Personas, de hecho, que suelen brillar más en belleza que cualquier cateto de gimnasio porque se saben en armonía.

Luego, todo este discurso se viene abajo con la facilidad de un castillo de naipes. Sergio pierde la fe en la humanidad al ver a Laurita del Mar. Yo, no me quedo corto; reclamando una sociedad menos obsesiva con el físico y sus complementos. Sin embargo, Sergio prosigue al poco de su primer comentario diciendo: "¡Pero vaya culo tiene la chica!". Y yo, igual que antes, no me quedo corto y afirmo contundente: "¡Y que lo digas!". Así que, Laurita, enhorabuena, diga lo que diga, has ganado. Tengo el arroz en el fuego. ¿Cuántos gramos recomiendas?

Sergio me manda una foto a media tarde. Me dice: "Estas cosas me hacen perder la fe en la humanidad". Abro la instantánea en el móvil. Contemplo una tipa con una pose sacada de un retrato de Egon Schiele. Medio retorcida frente al espejo de una sala de musculación, compone un gesto en el que, aun estando de espaldas, gira el torso para mirar su reflejo; puro exhibicionismo-culero. Ceñidas las cachas con unos 'leggings' azules que combaten cualquier laxitud, su trasero da fe de esa brillante frase de Wagensberg: "Las nalgas son, probablemente, la solución más elegante capaz de conectar una espalda con un par de piernas". La vibración de uno solo de esos firmes cojines amenazaría con provocar un tsunami en Japón, como si invocaran el efecto mariposa o, en su defecto, y gracias a la naturaleza áurea de la curva, servir de posavasos.

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