Los Morancos y Bárbara Lennie: dos Españas que van al teatro
Adoro el público que llena sus espectáculos una y otra vez porque está formado fundamentalmente por señoras mayores que solo saben reírse a gritos
A las cinco de la tarde del viernes, la Gran Vía madrileña estaba como siempre: llena de gente y atascada. Es una de esas calles de las que es imposible sacar conclusiones porque están todas las tribus en sus aceras. El turista despistado, las adolescentes con el vaso de medio litro de café con cosas de Starbucks, seguidores del Real Madrid —están en todas partes—, acomodados burgueses esperando para entrar en el Picalagartos, los de las sobremesas en las terrazas iniciando el fin de semana a base de gin-tonics, vino blanco y gominolas. Y está la tribu en la que me metí el viernes: el matriarcado que acude jubiloso y electrizante a ver el último espectáculo de Los Morancos: 'Todo por la matria'. Va por nosotras, reinas.
Hace seis años, cuando cumplí cuarenta, fui con mi tía Maricarmen y mi prima del mismo nombre a verlos. Estuve a punto de colapsar en una decena de ocasiones de la risa y me perdí varios chistes precisamente por eso, por el jolgorio. Adoro el público que llena sus espectáculos una y otra vez porque está formado fundamentalmente por señoras mayores que solo saben reírse a gritos. Mi madre era así y por eso siempre nos miraban mal en los restaurantes.
Adoro el público que llena sus espectáculos una y otra vez porque está formado por señoras mayores que solo saben reírse a gritos
Es uno de esos públicos que se arreglan para ir a Madrid y mucho más para pisar la Gran Vía. Que se hacen selfis sin parar, llevan gafas de sol de marca y se colocan todo el Tous y Pandora que guardan en el joyero. Es un público al que le importa una higa Pegasus y las fricciones en el Gobierno de coalición. Que se desloma currando o lo ha hecho durante demasiados años, que celebra de vez en cuando la vida viendo a sus ídolos y de paso echándose unas risas. "Que bastantes problemas tengo yo ya", dicen ellos y también decía mi madre sin parar.
Jorge y César Cadaval son dos personas muy necesarias en esa España. Listos como el hambre, saben lo que quiere su público y eso es lo que le dan. Un 'show' político que no lo parece. Una sucesión de chistes no aptos para los pesados que a todo le ven ofensas. Algunos los ves venir, pero no puedes parar de reír. Uno de mis momentos de colapso esta vez tiene como escena el almacén de un bazar chino en el que sucede un encuentro sexual. Chillé como hacía mi madre cuando se mencionó el tamaño del pene del chino. Disculpen las molestias. Chillamos todas y todos y todes. Porque hubo risas a costa del lenguaje inclusivo, claro. Y ahí también me reí.
Decía lo del 'show' político porque yo he cambiado mucho en seis años. Además de envejecer he afilado el colmillo, cosa de la que me arrepiento porque disfruto menos. 'Todo por la matria' hace política de la antipolítica. Menciona a Sánchez como villano y lo saca con una foto en blanco y negro en la que tiene gesto de malo de Marvel. Suscribo punto por punto. También rescata a Pablo Iglesias, al que siguen llamando "alborotador". Y al hablar de corrupción salen los nombres de Pujol y Urdangarin. Madre mía, Cadavales, con la de nombres que ha habido desde entonces y de repente se os han olvidado. O a lo mejor es que su espectáculo no es de izquierdas ni de derechas. Y ya sabemos lo que eso significa.
Al resto digamos que los pasan por alto. "Estaba más tieso que Abascal escuchando el himno de España". Piropazo. "Se ha hecho un Ayuso, levantarse a un Casado". Ole tú. A Martínez-Almeida le llaman feo y "cara polla". El teatro se ríe incluso antes de que el gag acabe y yo también. A quién demonios se le va a ocurrir ponerse a diseccionar algo un viernes de entretiempo a las seis de la tarde. Y menos yo, que tenía luego un funeral.
Al día siguiente también fui al teatro. A dos paradas de metro del día anterior, aguardaba la cola otro Madrid muy diferente. Hombres y mujeres que echan de menos a Manuela Carmena y que votarán por Rita Maestre en las próximas municipales. Esperaban —y yo también— en la plaza de Lavapiés para entrar en el Centro Dramático Nacional y ver a Bárbara Lennie y Javier Cámara en la obra 'Los farsantes', de Pablo Remón.
Detrás de mí había dos mujeres con un labrador de tamaño medio con el chaleco de 'futuro perro guía' al que me quedé sin poder acariciar porque, para mi desgracia, se supone que están trabajando. Pero el can era el único diferente en esa masa de personas, uniformemente vestida salvo algunas excepciones. Bolsas de tela en las que se alternan frases de invitar a la lectura o bien a la sostenibilidad del planeta y el desprecio absoluto por todo tipo de plásticos.
Algún 'piercing' discreto, ropas sin estampado, bien de COS o de segunda mano. Melenas sin complicaciones, recogidos como de recién levantado. Poco o nada de maquillaje. Ahí la farsante era yo, que me puse hasta prebase. Zapatos planos y pinta de salón con biblioteca bien nutrida y sin esa ordinariez llamada televisión.
Yo suelo ir a estas cosas sin profundizar demasiado. ¿Nos gusta la Lennie? Siempre. ¿Javier Cámara sería el mejor padrino de mis hijos desde que es Juan Carrasco? Pues también. A veces cae previamente una crítica, pero aquí había más devoción actoral que otra cosa.
La cosa es que la obra es una risa absoluta porque se ríe del público que va a verla durante dos horas y veinte minutos. Se mofa del oficio de actor y también del culturetismo snob al que yo aspiro, pero para del que aún me faltan cientos de libros y performances. Por eso pillé a la primera algunas escenas, como la entrega de los Goya, o cuando saca a relucir ese tipo de personas que detestan lo comercial porque la autenticidad está en la minoría, la superioridad moral del que cree que no se puede caer más bajo que ir a ver a Los Morancos.
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Los pijiprogres y aspirantes que abarrotábamos la sala reímos a boca llena con estas cosas, hasta con un chiste que se hizo sobre la salud mental. Perdónanos, Íñigo. Y hubo cosas que entendí menos y nombres propios mencionados que desconocía, pero no así el resto del respetable. Ya he dicho que me faltan libros.
A la salida, saludos a otro aspirante como yo, que también acudió a la sala y vuelta a casa, mientras el resto acudía en masa a acabar la noche en la calle Argumosa, como mandan las tradiciones.
A esa hora, también saldrían las mismas señoras del teatro Rialto con dolor de barriga por las risas. Dos graneros de votos que no se parecen en casi nada. Aunque solo los separen 1,7 kilómetros de distancia.
A las cinco de la tarde del viernes, la Gran Vía madrileña estaba como siempre: llena de gente y atascada. Es una de esas calles de las que es imposible sacar conclusiones porque están todas las tribus en sus aceras. El turista despistado, las adolescentes con el vaso de medio litro de café con cosas de Starbucks, seguidores del Real Madrid —están en todas partes—, acomodados burgueses esperando para entrar en el Picalagartos, los de las sobremesas en las terrazas iniciando el fin de semana a base de gin-tonics, vino blanco y gominolas. Y está la tribu en la que me metí el viernes: el matriarcado que acude jubiloso y electrizante a ver el último espectáculo de Los Morancos: 'Todo por la matria'. Va por nosotras, reinas.
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