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Nadie pudo amordazarla: la segunda muerte de Teresa Berganza
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Fallece a los 89 años

Nadie pudo amordazarla: la segunda muerte de Teresa Berganza

La madrileñísima mezzo fue una cantante de enorme personalidad que no se explica sin el personaje liberador de Carmen y que alcanzó la gloria en los mayores teatros del mundo desde la profesionalidad y la exquisitez

Foto: Teresa Berganza, en una imagen de archivo de 2015. (Reuters/Eloy Alonso)
Teresa Berganza, en una imagen de archivo de 2015. (Reuters/Eloy Alonso)
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Hay tres categorías de cantantes de ópera. Los que le gustan al público. Los que les gustan a los cantantes. Y los que les gustan al público y a los cantantes. Por ejemplo, Teresa Berganza, cuyo fallecimiento a los 89 años recubre con un sudario una artista exquisita y un animal escénico que encontró en el escenario la puerta de su emancipación.

No cantaba Carmen. La Berganza era Carmen. Por instinto y por trabajo, de tal forma que la diva menos diva del escalafón sabía compaginar el esmero de la orfebre y el escrúpulo vocal -un timbre de terciopelo, sensual- con la naturaleza salvaje que se abría paso entre sus entrañas.

Se explica así la exigencia con que concebía su profesión. Y se entiende, para disgusto de los espectadores y de los teatros, que no tuviera dudas en cancelar una función o en rehusar un contrato si percibía ella misma que iba a subirse al escenario merma de facultades. Que la Berganza se anunciara no significaba que se aviniera a cantar.

Foto: Teresa Berganza, en 2013. (EFE/Alberto Aja)

Semejante perfeccionismo y honestidad la convirtieron en un personaje incómodo e impertinente, pero la perspectiva de medio siglo de carrera ha venido a otorgarle la razón y ha ponderado la coherencia. Más aún considerando que la Berganza destacó en un repertorio tan complicado como el de Mozart -no existe un compositor que desnude tanto a los cantantes- tan virtuoso como el de Rossini y tan pionero como lo fue en su época la devoción al barroco de Handel.

Entre la incorrección, la personalidad y el carisma, Teresa Berganza ha sido una cantante diferente. Tan diferente que su dimensión entre los ídolos, una generación espontánea y memorable -Caballé, Domingo, Kraus, Victoria de los Ángeles...- , se distinguía porque cultivó el 'lied' (canción, en alemán).

Reviste importancia el matiz porque cantar a la vera del piano la música de Schubert, de Schumann, de Fauré o de Granados, implica una soltura en el concepto de la “palabra escénica” y en el canto introspectivo, hacia dentro. Nada que ver con la pirotecnia que la convirtió en exégeta de Rossini -los discos a las órdenes de Claudio Abbado son extraordinarios- ni con el desparpajo y la gracia que la convirtieron en embajadora planetaria de la zarzuela. Y que tantas veces le permitieron zapatear con la voz con la propina de 'La tempranica' (“La tarántula es un bicho muy malo, no se mata con piedra ni palo”).

Tiene sentido que los funerales se oficien con enjundia en los madriles. No por desmentir la fama planetaria de la Berganza, como por enfatizar sus orígenes y su casticismo. Igual que Domingo sigue siendo el tenor de la calle Ibiza, la Berganza es la mezzo de la calle San Isidro.

Entre la incorrección, la personalidad y el carisma, Teresa Berganza ha sido una cantante diferente

Que imprime carácter porque el santo es el patrón de Madrid y porque ha debido inducir una cierta chulería en la casi nonagenaria antidiva. Nunca ocultó su admiración a Lina Morgan ni ha abjurado de sus mocedades de actriz, cuando la reclutaron como niña prodigio junto a Carmen Sevilla en 'La hermana San Sulpicio'.

Se abrieron entonces las expectativas de una trayectoria en “cine de barrio”, pero Teresa Berganza estaba predestinada a una carrera de vuelo internacional y cosmopolita. Especialmente cuando el “mundo” la descubrió en Aix-en-Provence a propósito de Dorabella en 1957

Conviene recordar ese papel de Mozart en 'Così fan tutte' porque la Berganza fue también una mujer pionera en cuestiones de emancipación y de beligerancia al machismo. Un epígono de Carmen que nunca estuvo cómoda en los papeles gregarios: ni cantando, ni viviendo.

Foto: El tenor Xabier Anduaga y la soprano Sabine Devieilhe, durante su actuación en la ópera 'Lakmé' en versión de concierto en el Teatro Real. (EFE/Javier del Real)

De hecho, la Carmen de Bizet no solo transformó su carrera hacia los teatros grandes y los reconocimientos mayúsculos. Transformó su vida, como ella misma confesaba en una conversación sobre la ópera y sobre la trascendencia que revistieron los cinco años que estudió el papel antes de estrenarlo en Edimburgo (1977).

"Me di cuenta", me explicaba en una entrevista, "de que en el fondo yo era una mujer superficial, que durante muchos años, y por mi religión y la educación que había recibido, estaba escondiendo mi carácter".

"Era una mujer sumisa, que decía a todo que sí. Y no vivía sinceramente mi vida de pareja. A fuerza de leer la novela y el libreto, de estudiar la partitura, de volver una y otra vez sobre Merimée, y de representar la ópera, aprendí a ir con la verdad por delante. Eso, al personaje de Carmen le cuesta la muerte. Y yo estaba dispuesta a todo. Costara lo que costara, y fue mucho, porque estuve muy enferma. Salir con la verdad me acabó cambiando, pero nunca me he arrepentido. Todo lo contrario".

Carmen ha vuelto a morir. Lo hace en la ópera de Bizet a manos de la fiereza de Don José -cómo no evocar las veces en que se “enfrentó” a Plácido Domingo sobre el escenario-, pero la muerte de Berganza la despoja de su expresión más profunda y descarada. Y de quien convirtió la Habanera en la oportunidad de escapar de la cárcel: el amor es un pájaro rebelde que nadie puede domar. Y a la Berganza nadie pudo amordazarla.

Hay tres categorías de cantantes de ópera. Los que le gustan al público. Los que les gustan a los cantantes. Y los que les gustan al público y a los cantantes. Por ejemplo, Teresa Berganza, cuyo fallecimiento a los 89 años recubre con un sudario una artista exquisita y un animal escénico que encontró en el escenario la puerta de su emancipación.

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