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Coser con los dedos helados: la increíble historia de las modistas de Auschwitz
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Coser con los dedos helados: la increíble historia de las modistas de Auschwitz

Adelantamos por su interés las primeras páginas de 'Las modistas de Auschwitz' (Planeta), el relato real y vibrante de Lucy Adlington, autora del 'bestseller' mundial 'La cinta roja'

Foto: Allida, Marie-Louis, Lulú, las modistas de Auschwitz
Allida, Marie-Louis, Lulú, las modistas de Auschwitz

A la luz de las dos ventanas, un grupo de mujeres tocadas con pañuelos blancos cosían sentadas a unas mesas largas de madera, encorvadas sobre los vestidos. Clavar la aguja. Sacar la aguja. El taller ocupaba un sótano. Al otro lado de las ventanas, el cielo no representaba la libertad. Su refugio era ese. Estaban rodeadas de la parafernalia propia de un taller de costura lleno de vida, de todos los utensilios de su oficio. Sobre las mesas, cintas métricas enrolladas, tijeras y bobinas de hilo. Al lado, rollos de todas las telas. Y esparcidas por todas partes, revistas de moda y papeles para diseñar patrones. Junto al taller principal había un probador privado para las clientas, todo ello bajo la supervisión de Marta, una mujer lista y muy capaz que no hacía tanto llevaba su propio taller en Bratislava. Echándole una mano a Marta estaba Borishka.

Las modistas no cosían en silencio. En una babel de lenguas —eslovaco, alemán, húngaro, francés, polaco— conversaban sobre su trabajo, sus casas, sus familias..., e incluso bromeaban entre ellas. Y es que casi todas eran muy jóvenes, adolescentes o chicas de poco más de veinte años. La menor acababa de cumplir los catorce. La llamaban Gallinita, porque iba de un lado a otro del taller recogiendo alfileres o barriendo hilos sueltos.

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'Las modistas de Auschwitz' (Planeta)

Las amigas trabajaban juntas. Estaban Irene, Bracha y Renée, las tres de Bratislava, y Katka, que era hermana de Bracha y que hilvanaba los elegantes abrigos de lana de sus clientas, a pesar de tener las manos heladas de frío. Otras dos costureras, Baba y Lulu, también eran muy amigas; una era muy seria, y la otra, muy traviesa. Hunya, que pasaba de los treinta, era a la vez amiga y figura materna, y una fuerza a tener en cuenta. Olga, casi de su misma edad, les parecía viejísima a las más jóvenes.

Todas eran judías.

Con ellas también cosían dos comunistas francesas, la corsetera Alida y Marilou, combatiente de la resistencia, a las que habían detenido y deportado por oponerse a la ocupación nazi de su país.

En total, eran veinticinco mujeres las que trabajaban cosiendo, pespunteando, hilvanando. Cuando llamaban a alguna para que se ausentara y ya no volvían a verla más, Marta disponía enseguida que trajeran a otra que ocupara su lugar. Su intención era que hubiera el máximo número posible de prisioneras, que cuantas más mejor acudieran a aquel refugio del sótano. En el taller, todas tenían nombre. Del otro lado, eran solo números.

Un día, un día como cualquier otro, se oyó un grito de espanto en el taller del sótano y llegó el temible olor de tela quemada

Sin duda, había trabajo para todas. La gran libreta negra de los encargos estaba tan llena que la lista de espera era de seis meses, incluso para las clientas más influyentes de Berlín. La prioridad en los pedidos la tenían las clientas locales y la mujer que había creado el taller. Hedwig Höss. La esposa del comandante del campo de concentración de Auschwitz.

Un día, un día como cualquier otro, se oyó un grito de espanto en el taller del sótano y llegó el temible olor de tela quemada. Catástrofe. Una plancha caliente en exceso había carbonizado un vestido: la marca de la quemadura estaba ahí, a la vista de todas, no había manera de ocultarla. La clienta debía venir a probárselo al día siguiente. La torpe modista lloraba, presa de la angustia.

—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?

Pánico

Las demás dejaron de trabajar, experimentando su mismo pánico. No se trataba solo de un vestido echado a perder. Las clientas de ese taller de moda eran las esposas de altos mandos del cuartel de las SS de Auschwitz. Hombres conocidos por las palizas, las torturas y los asesinatos en masa. Hombres con un control total sobre las vidas y los destinos de todas y cada una de las mujeres presentes en aquella sala.

Las clientas de ese taller de moda eran las esposas de altos mandos del cuartel de las SS de Auschwitz

Marta, que estaba al mando, estudió los daños sin perder la calma.

—¿Sabes lo que vamos a hacer? Vamos a descoser esta pieza de aquí e insertaremos esta otra tela. Deprisa, ahora

Y todas se pusieron manos a la obra.

Al día siguiente, la esposa del mando de las SS llegó al taller a la hora convenida. Se probó el vestido nuevo y, perpleja, se miró en el espejo del probador.

—No recuerdo que este fuera el diseño.

—Sí, claro que lo era —dijo Marta en tono amable—. ¿Verdad que queda muy bien? La nueva moda…

Se había evitado el desastre. De momento.

Las modistas regresaron al trabajo, puntada tras puntada, y vivieron un día más como prisioneras en Auschwitz.

Las fuerzas que convergieron para crear un taller de modas en Auschwitz eran las mismas que se ocuparían de dar forma y fracturar las vidas de las mujeres que acabarían trabajando en él. Dos décadas antes, cuando aquellas mujeres eran muy jóvenes, en ocasiones niñas, no imaginaban siquiera que sus destinos coincidirían en aquel lugar. Incluso a los adultos que se ocupaban de ellas les habría costado concebir un futuro que incluyera un espacio para la alta costura instalado en medio de un genocidio generalizado.

* ' Las modistas de Auschwitz' narra la historia real de 25 mujeres que sobrevivieron al Holocausto diseñando prendas de alta costura para la élite nazi. Su autora, Lucy Adlington, novelista, autora, entre otras, del best seller mundial “La cinta roja”, e historiadora, tuvo oportunidad de hablar con la única superviviente que quedaba viva de las 25 costureras, cuya entrevista en exclusiva se incluye en el libro, y con los familiares de las modistas y ha logrado recopilar testimonios, cartas y 20 fotografías inéditas.

A la luz de las dos ventanas, un grupo de mujeres tocadas con pañuelos blancos cosían sentadas a unas mesas largas de madera, encorvadas sobre los vestidos. Clavar la aguja. Sacar la aguja. El taller ocupaba un sótano. Al otro lado de las ventanas, el cielo no representaba la libertad. Su refugio era ese. Estaban rodeadas de la parafernalia propia de un taller de costura lleno de vida, de todos los utensilios de su oficio. Sobre las mesas, cintas métricas enrolladas, tijeras y bobinas de hilo. Al lado, rollos de todas las telas. Y esparcidas por todas partes, revistas de moda y papeles para diseñar patrones. Junto al taller principal había un probador privado para las clientas, todo ello bajo la supervisión de Marta, una mujer lista y muy capaz que no hacía tanto llevaba su propio taller en Bratislava. Echándole una mano a Marta estaba Borishka.

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