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El síndrome de Babel: ¿por qué nuestra cultura está dominada por el fatalismo y el miedo?
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El síndrome de Babel: ¿por qué nuestra cultura está dominada por el fatalismo y el miedo?

Si encuentran un producto cultural optimista realizado en los últimos dos años, les sugiero que funden con él una nueva religión

Foto: 'La torre de Babel', de Pieter Bruegel.
'La torre de Babel', de Pieter Bruegel.

Tendemos a hacer valoraciones de las décadas cuando estas se acaban. Pero la semana pasada, el psicólogo estadounidense Jonathan Haidt, famoso por libros como 'La mente de los justos' y 'La transformación de la mente moderna' (ambos en la editorial Deusto), publicó un artículo en la revista 'The Atlantic' en el que analizaba lo que ha dado de sí la última década. Se titulaba "Por qué los últimos diez años en la vida de Estados Unidos han sido los más idiotas" y partía de un hecho ocurrido en febrero de 2012: la carta que Mark Zuckerberg mandó a los inversores para anunciar la salida a bolsa de Facebook. “Hoy, nuestra sociedad ha llegado a otro punto de inflexión”, escribió entonces el fundador de la red social, que afirmaba que su empresa pretendía “rehacer la manera en que la gente disemina y consume información”. Al darle a esa gente “el poder de compartir”, Facebook contribuiría a “transformar una vez más muchas de nuestras instituciones e industrias clave”.

El problema de la década, dice Haidt, es que Zuckerberg cumplió exactamente su palabra.

Haidt partía de esta idea para hacer una lectura apocalíptica de nuestro pasado reciente. Decía que ahora vivimos en algo parecido al pasaje bíblico de la Torre de Babel, en el que Dios condenó a los humanos a no entenderse para castigar su arrogancia. Según Haidt, las redes sociales nos hacen perder el tiempo, incentivan lo frívolo frente a lo serio y, por encima de todo, destruyen la confianza: la “democracia depende de que se acepte de forma generalizada la legitimidad de las reglas, las normas y las instituciones”, pero en la última década hemos perdido esa confianza esencial, y en gran medida eso ha sido culpa de las redes sociales, que “amplifican la polarización política, fomentan el populismo —en especial, el populismo de derechas— y están vinculadas a la difusión de desinformación”.

placeholder Jonathan Haidt. (Fundación Rafael del Pino)
Jonathan Haidt. (Fundación Rafael del Pino)

Es perfectamente verosímil definir la última década como aquella que comenzamos con la esperanza de que las redes sociales nos ayudaran a consolidar una democracia mejor y que acabamos con la certidumbre de que nos relacionamos con ellas como con el tabaco: somos adictos y sabedores de que nos hacen mal. Sin embargo, hay mucho más que eso. La década pasada ha sido un momento de gran transformación cultural. En parte, por supuesto, debido a las redes sociales e internet en general, pero también a la larga conmoción provocada por la crisis financiera, el auge y la caída de esperanzadores movimientos políticos, el surgimiento de una nueva izquierda y una nueva derecha, el nacionalismo y la pandemia.

'Wokes' y 'antiwokes'

El fenómeno cultural más relevante de la década fue, en cierta medida, el auge de una nueva izquierda que, aunque se había iniciado en los sesenta en las universidades estadounidenses, en los últimos años apareció en los medios de comunicación masivos progresistas y en las reivindicaciones de los partidos de izquierdas. Esta nueva/vieja izquierda, que con cierta pereza se llamaría 'woke', tenía en el feminismo y el antirracismo sus corrientes principales. Pero no prestaba tanta atención a las leyes injustas y las cuestiones materiales, sino que ponía énfasis en la experiencia subjetiva de la opresión, en el trauma psicológico sufrido por los individuos y colectivos a manos de unas élites que aparentemente defienden la razón y el pluralismo, pero que ocultan tras esas buenas palabras formas de explotación —también en el lenguaje, la cultura y la ciencia— que abren en las minorías y los oprimidos heridas que es necesario sanar, si es preciso silenciando a quienes las infligen.

Foto: Jordan B. Peterson

En algunos sentidos, aún más importante culturalmente fue la respuesta conservadora a esa tendencia, que en países como España o Francia se exageró enormemente. Esta respuesta aseguró que lo 'woke' ponía en riesgo la cultura occidental, la separación de los roles de género y la histórica superioridad de la raza blanca sobre las demás. Es discutible cuál fue el libro emblemático del movimiento 'woke', que al menos en España fue una oleada difusa y mucho más mediática y académica que social, pero sí está clara su réplica más conocida, el que hoy es el libro 'antiwoke' por definición (uno particularmente malo, por cierto): '12 reglas para vivir: un antídoto contra el caos' (Planeta, 2018) del profeta conservador Jordan Peterson, de 2018.

En la década pasada, también se aceleró la influencia estadounidense en la cultura española: muchas veces, el debate español se centró en si una universidad regional o un Gobierno local estadounidenses habían cancelado la conferencia de un escritor desconocido o vetado un libro de las bibliotecas públicas. También, extrañamente, fue entonces cuando las grandes empresas españolas, después de recibir enormes críticas durante los años posteriores a la crisis por sus supuestos abusos y su connivencia con los gobiernos, y en mitad de un conspicuo pesimismo cultural, adoptaron buena parte de la retórica progresista y, con una enorme rapidez, se convirtieron en 'eco friendly', feministas, igualitarias y comprometidas, más que con sus beneficios, con el bien social.

Foto: La escritora J. K. Rowling. (Reuters/Suzanne Plunkett)

Al principio de este periodo, parecía que nuestros novelistas se habían convertido de nuevo en artistas comprometidos y que la tendencia literaria más poderosa era la novela de denuncia política; hoy, parece claro que uno de los temas centrales de la literatura es la marcha al campo de personas de mediana edad, sus intentos de conectar con una forma de vida más dura y de encontrar un sentido a la incomodidad. En cuanto a las series, fueron los años en que desaparecieron las 'sitcoms' amables y románticas como 'Friends' (que terminó en 2004) y 'Cómo conocí a vuestra madre' (que lo hizo en 2014) para dar paso a la sangre: las más vistas fueron 'Juego de tronos' y 'The Walking Dead'. Y si al inicio de esa década el artista más escuchado en Spotify era el dulce y melódico Ed Sheeran (“cada vez que vienes, sé que no puedo decirte que no, cada vez que se pone el sol, dejo que tú tomes el control”), al final lo más escuchado eran el trap latino y el reguetón de Bad Bunny (“y yo loco por tocarte, pero no me atrevo a 'textearte', tú con cualquier 'outfit' la partes, mami, tú eres aparte”).

También fue la década, por supuesto, en que mi generación llegó a la mediana edad y legitimó una nueva forma de reaccionarismo cultural.

Tiene razón Haidt en que las redes sociales han sido el principal motor de cambio de los últimos 10 años, aunque tal vez este periodo no haya sido tan idiota como él considera, o no nos condene necesariamente a la destrucción de la democracia, como él prevé. Pero se ha producido un hecho paralelo: quizá desde los años setenta, no hayamos tenido una cultura más impregnada de fatalismo, renuncia, pérdida y miedo. Si encuentran un producto cultural optimista realizado en los últimos dos años —una serie que mire el futuro con ilusión, una novela que anuncie un tiempo mejor, un disco de reconciliación con los tiempos que vivimos—, les sugiero que funden con él una nueva religión o cualquier cosa que nos dé un poco de esperanza.

Tendemos a hacer valoraciones de las décadas cuando estas se acaban. Pero la semana pasada, el psicólogo estadounidense Jonathan Haidt, famoso por libros como 'La mente de los justos' y 'La transformación de la mente moderna' (ambos en la editorial Deusto), publicó un artículo en la revista 'The Atlantic' en el que analizaba lo que ha dado de sí la última década. Se titulaba "Por qué los últimos diez años en la vida de Estados Unidos han sido los más idiotas" y partía de un hecho ocurrido en febrero de 2012: la carta que Mark Zuckerberg mandó a los inversores para anunciar la salida a bolsa de Facebook. “Hoy, nuestra sociedad ha llegado a otro punto de inflexión”, escribió entonces el fundador de la red social, que afirmaba que su empresa pretendía “rehacer la manera en que la gente disemina y consume información”. Al darle a esa gente “el poder de compartir”, Facebook contribuiría a “transformar una vez más muchas de nuestras instituciones e industrias clave”.

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